No fue hace tanto tiempo cuando podíamos decir: “Ahora somos todos keynesianos”. El sector financiero y su ideología de libre mercado habían llevado al mundo al borde de la ruina. Los mercados claramente no se estaban corrigiendo. La desregulación había demostrado ser un fracaso abismal.
Las “innovaciones” desarrolladas por las finanzas modernas no conducían a una mayor eficiencia a largo plazo, a un crecimiento más rápido o a una mayor prosperidad para todos. Más bien, estaban destinadas a eludir las normas contables y a evadir y evitar los impuestos necesarios para financiar las inversiones públicas en infraestructura y tecnología –como Internet- que son la base del crecimiento real, no del crecimiento fantasma promovido por el sector financiero.
El sector financiero pontificó no sólo sobre cómo crear una economía dinámica, sino también sobre qué hacer en caso de una recesión (que, de acuerdo con su ideología, podía ser causada por una falla del gobierno, no de los mercados). Cuando una economía entra en recesión, las ganancias caen y los gastos –digamos, para los beneficios de desempleo- aumentan. Así crecen los déficits.
Los halcones del déficit en el sector financiero dijeron que los gobiernos deberían concentrarse en eliminar los déficits, preferentemente reduciendo los gastos. Los déficits cercenados restablecerían la confianza, lo que a su vez restauraría la inversión –y, por ende, el crecimiento-. Pero, por más factible que pueda sonar esta línea de razonamiento, la evidencia histórica repetidamente la refuta.
Cuando el presidente estadounidense Herbert Hoover intentó esa receta, sólo sirvió para transformar el crac del mercado accionario de 1929 en la Gran Depresión. Cuando el Fondo Monetario Internacional intentó la misma fórmula en el este de Asia en 1997, las crisis se convirtieron en recesiones y las recesiones devinieron depresiones.
El razonamiento que hay detrás de estos episodios se basa en una analogía errónea. Un hogar que debe más dinero del que puede devolver fácilmente tiene que recortar el gasto. Pero cuando un gobierno lo hace, la producción y los ingresos declinan, el desempleo aumenta y la capacidad de devolver el dinero, en realidad, puede disminuir. Lo que es válido para una familia no es válido para un país.
Los defensores más sofisticados advierten que el gasto gubernamental hará subir las tasas de interés, “desplazando” así a la inversión privada. Cuando la economía está en un nivel de empleo pleno, esta es una preocupación legítima. Pero no ahora: en vista de las tasas de interés a largo plazo extraordinariamente bajas, ningún economista serio plantea la cuestión del “desplazamiento” hoy en día.
En Europa, especialmente Alemania, y en algunos lugares de Estados Unidos, mientras los déficits y la deuda gubernamentales aumentan, también lo hacen los llamados a una mayor austeridad. Si se les presta atención, como parece ser el caso en muchos países, los resultados serán desastrosos, especialmente teniendo en cuenta la fragilidad de la recuperación. El crecimiento se desacelerará, mientras que Europa y/o Estados Unidos posiblemente hasta caigan nuevamente en una recesión.
El gasto en estímulo, el cuco preferido de los halcones del déficit, no fue la causa de gran parte del incremento de los déficits y la deuda, que son el resultado de “estabilizadores automáticos” –los recortes impositivos y los aumentos del gasto que automáticamente acompañan las fluctuaciones económicas-. De modo que, a medida que la austeridad vaya socavando el crecimiento, la reducción de la deuda será, en el mejor de los casos, marginal.
La economía keynesiana funcionó: si no hubiera sido por las medidas de estímulo y los estabilizadores automáticos, la recesión habría sido mucho más profunda y más prolongada, y el desempleo, mucho más alto. Esto no significa que deberíamos ignorar el nivel de deuda. Pero lo que importa es la deuda a largo plazo.
Existe una receta keynesiana simple. Primero, desviar el gasto de los usos improductivos –como las guerras en Afganistán e Irak, o los rescates bancarios incondicionales que no reaniman el préstamo- hacia inversiones de alto rendimiento. Segundo, fomentar el gasto y promover la equidad y la eficiencia aumentando los impuestos a las corporaciones que no reinvierten, por ejemplo, y bajándoselos a las que sí lo hacen, o subiendo los impuestos a las ganancias de capital especulativas (digamos, en bienes raíces) o a la energía contaminante con un alto consumo de carbono, al mismo tiempo que se recortan los impuestos de los contribuyentes de menores ingresos.
Existen otras medidas que podrían ayudar. Por ejemplo, los gobiernos deberían ayudar a los bancos que prestan a pequeñas y medianas empresas, que son la principal fuente de creación de empleo –o establecer nuevas instituciones financieras que lo hicieran- en lugar de respaldar a los grandes bancos que generan su dinero a partir de derivados y prácticas abusivas con tarjetas de crédito.
Los mercados financieros se han esforzado en crear un sistema que ponga en práctica sus puntos de vista: con mercados de capital libres y abiertos, un país pequeño puede verse inundado de fondos en un momento, sólo para pagar altas tasas de interés –o no recibir más fondos en absoluto- poco tiempo después. En estas circunstancias, los países pequeños aparentemente no tienen alternativa: el dictado de los mercados financieros en materia de austeridad, si no quieren ser castigados con un retiro del financiamiento.
Pero los mercados financieros son un capataz severo y caprichoso. Al día siguiente que España anunció su paquete de austeridad, se les bajó la calificación a sus bonos. El problema no fue una falta de confianza en que el gobierno español cumpliera sus promesas, sino demasiada confianza en que sí lo haría, y que esto redujera el crecimiento y aumentara el desempleo de su nivel ya intolerable de 20%. En resumen, tras haber empujado al mundo en su actual descalabro financiero, los mercados financieros ahora les dicen a países como Grecia y España: malditos sean si no recortan el gasto, pero malditos sean si lo hacen también.
Las finanzas son un medio hacia un fin, no un fin en sí mismo. Se supone que son funcionales a los intereses del resto de la sociedad, no al revés. Domesticar los mercados financieros no será fácil, pero es algo que se puede y se debe hacer, mediante una combinación de impuestos y regulación –y, si fuera necesario, de intervención del gobierno para zanjar algunas de las brechas (como ya lo hace en el caso del préstamo a las pequeñas y medianas empresas)-.
No sorprende que los mercados financieros no quieran que los domestiquen. A ellos les gustan las cosas como han venido funcionando, ¿y por qué no debería ser así? En países con democracias corruptas e imperfectas, tienen los medios para resistir el cambio. Afortunadamente, los ciudadanos en Europa y Estados Unidos han perdido la paciencia. El proceso de atemperar y domesticar a los mercados financieros ya ha comenzado. Pero todavía queda mucho por hacer.