Mario Jorge Muñoz Lozano
Estás jugando al plagio con uno de mis títulos, diría el dueño de los mejores cien años que ha vivido Latinoamérica, si tuviera la posibilidad de leer este texto. Pero fueron seis horas tan intensas que para mí, alumno de tercer año de la Facultad de Periodismo, aquel encuentro con el premio Nobel de Literatura se convirtió en uno de los acontecimientos más grandes de mi vida.
Él caminaba por el bullicioso Coppelia, uno de los lugares más variopintos de la urbe capitalina. Sí, porque desde hace más de tres décadas, la Catedral del Helado es la vidriera de los más disímiles sabores de La Habana: fresa, chocolate, enamorados, trabajadores, vainilla, almendra, guajiros, extranjeros, coco, mango, policías, jineteras, menta, malta, excéntricos, vagos, naranja, guayaba, madres, niños, mantecado, almendra, becados, reclutas...
Sitio de estudios, amores, proyectos, rupturas. Increíble todo lo que se ha urdido en sus cientos de metros cuadrados. Siempre vi Coppelia como una orilla atractiva, tentadora, para la pesca de personajes exóticos. Corazón del realismo mágico que destila a cántaros esta urbe caribeña. Que les pregunten a Senel Paz, a Titón, al Caballero de París. ¡Sí, señor!
Pensé que García Márquez andaba a la caza de una nueva historia. En ocasiones me he preguntado cómo en tantos años de amistad con prominentes hijos de este archipiélago y de vivir un tiempo en Cuba, periodista tan sagaz no ha hecho fuente de su obra a esta Isla, laboratorio ineludible de utopías, fantasías y muchas locuras.
Pero ahí estaba —vestía una elegante guayabera blanca— paseándose, confundiéndose entre el aroma de la Rampa y los apremios de la cotidianidad. Y yo persiguiéndolo como un enamorado sabedor de lo inevitable del choque, pero no de cómo modelar aquellas primeras y tan difíciles palabras. Temeroso de una negativa, de un «lo siento, ¿acaso desconoce que no doy entrevistas?»
Sin embargo, no podía echarme atrás. O en buen cubano, no debía asumir la presunción del hombre del cuento del gato. Así que le fui arriba. Ante tal adversario, acostumbrado a la persecución de reporteros y paparazzis, ya había decidido que mi mejor arma debía ser la sinceridad, o sea, esgrimir la inocencia de mis 20 años. Parapetado detrás de uno de los tantos árboles de la calle 23, exactamente a la entrada de la Agencia de Información Nacional, aproveché que el escritor frenó unos segundos para disfrutar el ritmo cadencioso, increíble, de una bella criolla.
«Gabo (de acuerdo, después comprendí que fue una frescura llamarlo con tanta confianza), mi nombre es Mario —le dije— soy estudiante de Periodismo, y me gustaría hacerle algunas preguntas, si no fuera una molestia. Imagino que su tiempo esté bastante ocupado»
Todo fue muy rápido. Lo tomé por sorpresa. Y todavía no había respondido cuando le solté una andanada de razones: que si con la misma edad que yo, más o menos, él había encontrado el camino de la escritura, luego de volver, por primera vez, a Aracataca (el mágico Macondo). Que si impartía conferencias en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en las afueras de La Habana; en la cátedra Julio Cortázar, de la Universidad de Guadalajara; en Madrid, París... y no pasaba por nuestra Facultad de Periodismo. Que ya conocía de su rechazo total a los cuestionarios, pero hacía mucho tiempo que no compartía sus vivencias con la prensa cubana...
Ahora recuerdo y pienso que lo asusté. En su cara advertí el atolondramiento. Y no era para menos, casi lo estaba regañando. De pronto, levantó las manos: «De acuerdo, me rindo, tengo tiempo, ¿para dónde vamos?», dijo.
Quedé sin palabras. Decenas de pensamientos pasaron en ráfaga por mi mente: imaginaba ya cómo aparecería en el aula, mostrándole al profesor Hugo Rius y a mis compañeros —en especial a Olivia, Maricel, Fabiola... ¡Mujeres!— el resultado de mi conversación ¡exclusiva!, con uno de los más grandes escritores del planeta. Entraría a formar parte de las «grandes ligas» de la entrevista, junto a Juan Marrero, que nos fascinara narrando su encuentro con Alexei Mereziev, el piloto sin piernas de Un hombre de verdad; al lado de la colega Marta Rojas, quien había conocido a Ho Chi Minh; con el ilustre Orlando Castellanos que con su Formalmente Informal guardara para la posteridad la voz y el pensamiento de grandes personalidades de la vida nacional y extranjera...
Por suerte, desperté rápido de aquel orgasmo mental —qué sería de la Humanidad sin ellos. Revisé: grabadora, agenda y bolígrafo estaban en el bolso. Interrogantes sobre su vida y obra sobraban. Pero, ¿adónde podría invitar a un ser humano que ha desfilado por los más refinados salones del mundo? Estudiante al fin, hasta el mes entrante, cuando mi madre me entregara la siempre esperada remesa, mis bolsillos estarían huérfanos. Al parecer, él se dio cuenta, porque me invitó a acompañarlo. Explicó que había decidido aprovechar unas horas libres para pasear, tomar el aire tranquilo y seductor del Malecón.
«No sabe usted cuánto se lo agradezco. Será una oportunidad única» —le dije aún apenado.
En el breve trayecto por la Rampa le hablé de nuestra escuela de Periodismo, las asignaturas que recibíamos. Se interesó en conocer cómo y cuándo comenzábamos a publicar en la prensa, de nuestro vínculo con los medios, si compartíamos con los viejos colegas.
Bajábamos ya por la Rampa. Luego de una larga explicación y no pocos encontronazos con gente que lo reconocía y le pedía autógrafos, hicimos un alto en las inmediaciones del Pabellón Cuba. Se quedó mirando hacia el edificio de enfrente, donde radican las oficinas de Prensa Latina. Él había sido uno de los primeros corresponsales de la agencia en Nueva York. Comenzó a hablar; por un momento olvidó que me encontraba a su lado: «Los que me despidieron sin darme siquiera el pasaje de regreso hoy viven en Miami. Es curioso, mi relación con Fidel casi surge de ese pleito. Juré que no volvería a Prensa Latina hasta que Fidel me lo pidiera personalmente. Y no me lo pidió. Pero nos hicimos amigos. Ahora, cuando estoy en Cuba, la que discute con Fidel es Mercedes (esposa del escritor), y en la cocina, con un “porque te he dicho que eso no lleva tanto picante”, o “porque no cortes así las cebollas y deja de una vez la sartén”. A Fidel le encanta cocinar».
Lo escuché en silencio. Compartía sus pensamientos. Pasó un vendedor de maní y aproveché para agasajarlo. Aceptó, aunque no sé si por amabilidad o porque hubiera recordado que él también fue un estudiante sin un centavo en el bolsillo. Traté de provocarlo:
—Me acabo de leer su autobiografía Vivir para contarla —le dije. Y, sinceramente, la primera parte me enganchó mucho, está contagiada por ese halo místico de una vida muy cercana al Macondo de Cien años de soledad, pero más adelante, en la medida en que pasan los años y se empieza a enredar su vida con premios, personajes famosos, se me hizo menos interesante la narración. Quizá fue que la distancia en el tiempo le permitió fabular, enriquecer los primeros recuerdos, mientras que los sucesos más cercanos se enfrentaron a la diabólica objetividad de mantenerlos aún frescos en la memoria. Seguro que dentro de un tiempo narrará de manera distinta lo vivido en estos últimos años. ¿Dio a leer el texto a sus amigos, como hace siempre?
—Siempre cuento lo que estoy escribiendo a mis amigos para ver qué efecto produce, pero después puede ser que al fin lo cambie todo.
Habíamos reanudado el paso. Caminaba despacio, recordaba.
—¿Con Cien años de soledad sucedió así?, le pregunté. Estábamos a unos metros de la añeja cinta de concreto que se extiende por el extenso litoral habanero, protector de la ciudad ante la ira destructora del mar, asiento de enamorados, familias, románticos y pensadores.
—A Álvaro Mutis (un amigo) le contaba la historia cuando preparaba Cien años de soledad. Estaba extasiado con la idea. Cuando tuve el primer capítulo y se lo di a leer, me dijo furioso: «Eres un hijo de p..., esto no tiene nada que ver con lo que me contabas, ahora he quedado mal con mis amigos, a los que les había dicho otra cosa».
«Con Cien años de soledad, me solté el moño. La tierra podía ser una naranja, un galeón español podía naufragar en el medio de la selva y los gitanos del circo podían traer los últimos adelantos de la ciencia».
Hablaba de la famosa obra como si se tratara del amor de su vida. Escuchaba a El Gabo y me arrepentía de haberlo llevado conmigo, quizá hubiera podido convencerlo para que impartiera una conferencia en la Facultad.
La bella vista y el sabor de un aire distinto nos recibieron en el Malecón. Buscamos un lugar donde acomodarnos para recibir la grata fragancia de la mar —para mí es hembra—, y compartir su música, a veces contaminada por el rugir de autos que volaban a nuestras espaldas.
García Márquez callaba, como si intentara descifrar los acordes de tan bella sinfonía. Aproveché para preguntarle acerca de sus sentimientos por la escritura.
«No hay una mayor felicidad en la vida que escribir —contestó sin pensarlo mucho. El orgasmo no vale nada (reímos). Tiene su interés, claro, pero no como cuando uno está escribiendo».
—¿Y le resulta fácil hacerlo? —se había generado una atmósfera rica para las confesiones.
—Al principio, antes de sentarme a escribir, vomitaba el desayuno. Me sentaba porque lo único que quería era escribir. Pero el problema de la página en blanco es absolutamente real, y es aterrador.
«Cuando era joven e inexperto, leí un reportaje, ahora muy conocido, que le hacían a Hemingway, creo que en el París Review. Allí contaba cómo lo resolvió».
Hizo una pausa para reflexionar. Pensé que era el momento propicio para desenvainar la grabadora o mi libreta de apuntes. Pero temí que se rompiera el hechizo, que se perdiera el ambiente de intimidad logrado. No lo hice.
Sabía que detrás del relato sobre el genial novelista norteamericano me hablaría de su eterna receta: la de comenzar por escribir las mejores ideas para entrar en calor. «Si después no sirve, lo botas —aseguró—; pero ya está empezado. Y a la mitad del camino, cuando va surgiendo mayor identificación y uno comienza a escribir como si alguien te estuviera soplando, no te levantas; sigues con el principio del día siguiente antes que el brazo se enfríe. Al día siguiente, empiezas en la cola del anterior».
—¿Cuál es el mejor lector? —volví a la carga.
—El que me hace la burrada de leerme en una noche. Lo odio, porque él se despacha en unas horas lo que a mí me costó años escribir. Pero me encanta el haberlo podido atrapar al punto de obligarlo a no dejar el libro hasta el fin.
—En su obra ese éxito tiene que ver mucho con la ficción…
—Lo esencial de la ficción no es lo verdadero —advierte—, sino lo verosímil. Inventar la vida, eso es una maravilla.
«En Cien años de soledad, cuando José Arcadio Buendía, el joven, va a buscar a Pilar Ternera para su debut sexual, yo sé muy bien lo que sentía. Estando en Bogotá, en el internado de la escuela secundaria (por 1944, a los 15 o 16 años), yo tenía una novia que vivía con sus padres, en una época en que no se hacían esas cosas. Los padres de los costeños, cuando partíamos a Bogotá para estudiar, nos hacían dos advertencias: cuidarse de la pulmonía —Bogotá está a una altura en que conocen el frío— y no embarazar a una cachaca, que es como les dicen a las bogotanas. Eso les pasaba a todas las hijas de dueños de pensión.
«Además de la novia de mi edad, yo tenía otra, casada, que vivía con el marido, los padres y las hermanas, en una de esas casonas de antes donde todos los cuartos rodeaban un jardín, en Sipaquirá, un lugar famoso en Colombia por su moral estricta. Ella me avisaba cuando el marido se iba de viaje y me invitaba por la noche a su cuarto, que era el último de la casa. Me dejaba la puerta de calle sin tranca, y yo tenía que atravesar por un pasillo el cuarto donde dormían los padres, el de la hermana casada que dormía con su marido y sus niños, y otro cuarto que se usaba como costurero. De entrada, pasaba muerto de risa. El problema era a la salida, exhausto, asustado. Salir era terrible. (Sonaron nuevas carcajadas).
«Para escapar del internado me descolgaba por detrás, mientras los compañeros me ayudaban, con la condición de que les contara después. Lo que ocurría en el cuarto era como un temblor de tierra, igual que para José Arcadio. Era yo el que decía no soy capaz, pero cómo hago para no ir».
—Es evidente su pasión por los recuerdos de familia. Además, pienso que es una gran suerte para un escritor haber vivido esas historias.
—Empecé a contar con lápiz; antes de poder escribir inventaba historias dibujando. Eso hice cuando el abuelo me llevó a ver una función del mago Richardine, que le cortaba la cabeza a su ayudante. Quedé deslumbrado. Lo dibujé sobre la pared en la casa de Aracataca. Creía que era un dibujo absolutamente realista (igual que cuando escribo). Pero al verlo otra vez después de muchísimos años, el mago monumental que había quedado en mi memoria medía solo 50 centímetros. Y era imposible darse cuenta si cortaba una cabeza y a quién.
«Barranca era el pueblo de mi abuelo, donde mató a un hombre en una riña de gallos (como José Arcadio Buendía en Riohacha). Durante una de mis vueltas por La Guajira, en los años 50, cuando iba a vender enciclopedias, un señor me dijo: “Usted es nieto del coronel Márquez, yo soy nieto de Prudencio Aguilar, entonces su abuelo mató a mi abuelo”. Al principio me asusté, pero el hombre era amabilísimo. Resultó ser un contrabandista con gran sentido del honor. Llevaba siempre un fajo de billetes para el guardia de aduana. ¿Y si un día no te lo recibe?, le pregunté. No voy a tener más remedio que matarlo, contestó, porque lo que gano es para la educación de mis hijos».
—A pesar de los más de 30 años transcurridos luego de escribir Cien años de soledad, aún no logra zafarse de ella. Es como un matrimonio. Y no es para menos, supe que fueron 18 meses sin hacer otra cosa que escribir.
—Durante tres meses no salí siquiera a la puerta de la casa. Uno de los problemas que tenía para resolver por esos días era cómo hacer desaparecer a Remedios la Bella, que en la realidad de Aracataca se había ido con un hombre cuando ya tenía nietos. En el pueblo, eso no se decía porque a la familia le daba vergüenza. Explicaban, en cambio, con toda seriedad, que un día se había volado. Y así resultaba más creíble que la verdad.
«En esas estaba cuando miré por la ventana hacia el patio y vi a la chica que ayudaba en la casa colgando unas sábanas durante una tarde con mucho viento. De esa forma salió Remedios del libro: se fue volando aferrada a las sábanas furiosas de truenos».
Mientras hablábamos, se acercó una pareja de guitarristas que propuso tocarnos algunas canciones a cambio de unos pesos. Le pusieron la tapa al pomo cuando presentaron el menú: Los Buquis, Pasteles Verdes, Pimpinela, Juan Gabriel... y La Guantanamera, para complacer peticiones, algo que no podía faltar «porque siempre nos la piden».
Los despedimos para hacerle mejor caso a una vendedora de empanaditas de queso. Estaban calientes, exquisitas.
Mientras comíamos, aproveché para mostrarle al Profe que conocía bastante su historia, de cómo había publicado su primer cuento en un diario de Bogotá y no tenía ni un centavo para comprar el periódico. Luego, fue el segundo, el tercero, el cuarto, cuya publicación fue anunciada en el periódico del día anterior. Pero por el Bogotazo tuvo que mudarse a Cartagena.
Los primeros pasos en la profesión del famoso novelista habían sido tortuosos. Debió comenzar los estudios de Derecho porque su padre quería convertirlo en abogado.
«Pasaba por la puerta del diario El Universal —esta vez no me miraba, hablaba con el mar. El salitre se pegaba al rostro y la espuma de las olas bañaba nuestros pantalones— y un día vi al otro lado de la vitrina un señor solo; entonces me atreví a entrar. Cuando le dije el nombre, se acordó de los cuentos publicados en Bogotá y me tomó.
«En esa época los jefes de redacción eran verdaderos maestros, le corregían a uno las notas con lápiz rojo. Mi primer artículo era todo lápiz rojo. Luego, cada vez fue menos, hasta que el lápiz rojo desapareció del todo. El periodismo era una cosa estupenda».
Si alguna vez tuve dudas acerca de mi posible apego al periodismo —y las tuve, porque lo que más me interesaba era conocer mundo—, todas ellas quedaron disipadas. Cada palabra de aquel hombre transpiraba un enorme respeto y amor por la profesión.
De sus aventuras en Cartagena saltó a su vida en Barranquilla, donde trabajó en la redacción de El Heraldo. Allí, «la edición cerraba a la una de la madrugada y en la noche dormía dentro del mismo periódico. Me quedaba con el linotipista hasta que cerrara. El ruido a lluvia de los linotipos era ideal para escribir. Ahí escribí La hojarasca».
Entonces, el joven periodista vivía al día; radicaba en un viejo hotelucho que sus amigos apodaron «El Rascacielos», donde las habitaciones estaban divididas por paredes de cartón.
«¡Las cosas que se oían —me dice con mirada pícara—, las voces que se reconocían! Los gobernadores, los funcionarios, ellos todavía no saben todo lo que yo sé. Todo mi equipaje era un pantalón, una camisa y dos calzoncillos. Uno puesto y otro secando. A la mañana, quedaba yo solo con las chicas y les pedía: “¿Quién me presta un jabón?”. Fue en ese tiempo que mi madre vino a buscarme para vender la casa».
—Ha llovido mucho desde entonces —le dije—. Creo que usted no es el mismo desde 1967, cuando se publicara la edición argentina de Cien años de soledad y comenzara una carrera de incesantes ediciones de libros, con tiradas de cientos de miles de ejemplares. ¿No cree que tantos ojos puestos sobre cada letra nueva que se le ocurra, se conviertan en obstáculo a la hora de escribir?
—A mí, toda la vida se me fue eludiendo obstáculos que me impedían ser escritor. Incluso, cuando ya lo era, hecho y derecho, tenía que vivir de los periódicos, la radio, la publicidad, el cine. Mi padre me dijo, cuando hubo de resignarse a que abandonara los estudios de Derecho: “Comerás papel”.
«Cuando uno se sienta a escribir, tiene que querer ser mejor que Cervantes. No lo será, pero es un buen impulso».
¡Qué bueno estaba eso! Ya no podía aguantar más. Iba a reventar. Trataba de almacenar en mi memoria las ideas más sobresalientes, que luego me permitieran armar un texto, pero todo lo hallaba importante.
La grabadora, indigna, continuaba en reposo. La saqué del bolso a la velocidad que un cowboy de Hollywood exhibe para desenfundar su Colt. Era la única manera de poder eludir la pena. Le expliqué que no podía permitir que se me escaparan tantas reflexiones interesantes. El Gabo sonrió confuso. Estaba claro que no entendía por qué no lo había hecho antes. Monté un casete, Song for America, del grupo Kansas —uno de mis favoritos—, a esa hora daba igual, no me pondría a mirar en cuál grabar. Las manos me sudaban. Apreté la tecla REC. No encendía el diminuto bombillo rojo que anuncia el normal funcionamiento del equipo. La vieja Sony no andaba. La revisé, él me ayudó, probé el remedio santo de los puñetazos —ideal con televisores y radios soviéticos— y tampoco dio resultado.
Entonces recordé que llevaba tiempo usando las mismas baterías. Esa debía ser la razón. Así que le ofrecí disculpas, me lancé de la cama al buró —a un paso, en mi apartamento todo está muy cerca—, donde guardaba celosamente un par de baterías nuevas, se las puse a la máquina y volví a acostarme.
Di vueltas y vueltas, conté ovejas, hice ejercicios de relajación. Pero no lograba volver a dormirme. Así estuve hasta las seis de la mañana. El calor, como siempre, era insoportable. Me vestí, y algo «depre», salí caminando para la redacción. Debía entregar un reportaje sobre la Casa de las Tradiciones de Santiago de Cuba, un lugar donde seguro el genial Gabriel García Márquez encontraría buen trigo para sus asombrosas historias.
En lo adelante, pasé días, semanas, acostándome tarde, siempre con la grabadora —con las nuevas baterías puestas, claro, lo de antes no me vuelve a pasar— en la mano. La apretaba para que no se me olvidara. También ahorré algunos quilos para invitarlo a unas cervezas.
Han pasado tres meses esperándolo y nada. Camino Rampa arriba y Rampa abajo, regreso al Malecón y no aparece. Teresa me regaña: además de dormir mal, en la madrugada la he golpeado con la grabadora. Ahora el pequeño equipo duerme debajo de la almohada. ¿Se acordará el Gabo que me debe un sueño?
Nota: Los parlamentos de Gabriel García Márquez fueron extraídos de 15 horas de seminario que sostuvo, durante tres días, con estudiantes y profesores en la cátedra Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara, 1996.
Tuve la dicha de conocer a Gabriel García Márquez hace unos diez años, durante la inauguración de una exposición del artista de la plástica Alexis Leyva Machado (Kcho), quien nos presentó y le dijo que yo era periodista. Inmediatamente, vi reflejado el peligro en los ojos del genial escritor de que le pidiera una entrevista. Conocía yo, de antemano, su rechazo a los interrogatorios, así que me le adelanté y le dije que no se preocupara, que ya yo lo había entrevistado hace algunos años. La curiosidad lo atrapó y de inmediato fue él quien me «comió» a preguntas: ¿Cómo la había escrito? ¿En qué momento le había dado a conocer la verdad al lector? El Gran Gabo sabía que yo no lo había entrevistado nunca, pero admiró la iniciativa y me pidió que le enviara el artículo. Estuvimos conversando un rato, minutos que seguiré calificando entre los momentos más excepcionales de mi vida. Ahora, al conocer de su muerte, confieso que no siento tristeza alguna, porque García Márquez seguirá habitando en sus libros, como lo ha hecho siempre, y en esta América Nuestra a la que tanto conoció y amó durante toda su vida.