José Gabilondo • 2 de septiembre, 2015
Un embargo, especialmente cuando es impuesto por un poder hegemónico sobre un país pequeño y vulnerable, es un acto de odio político por ese país y su gente. Su objetivo es aislarlos del apoyo de los demás, así que un embargo también significa daños colaterales a terceros.
El presidente Obama ha dicho que quiere poner fin al embargo a Cuba. Pronto debe tomar dos decisiones que demostrarán si está hablando en serio.
Este mes él debe decidir si la Ley de Comercio con el Enemigo (TWEA) aún autoriza sanciones contra la Isla. La TWEA requiere que una vez al año el presidente determine que existe una emergencia nacional con respecto a Cuba, emergencia que justifica las sanciones. Todos los presidentes de Estados Unidos desde Jimmy Carter (incluyendo Obama) así lo han determinado.
Como ya he señalado, este año es diferente. El 17 de diciembre de 2014, los líderes de ambos países anunciaron el restablecimiento de las relaciones diplomáticas. Ante este acercamiento, no creo que el presidente pueda invocar la TWEA, aun sí así lo quisiera. Estas emergencias pudieran haber existido durante la crisis de los misiles cubanos o el puente marítimo de Mariel, pero las relaciones diplomáticas en ciernes no significan una emergencia. Aunque un puñado de línea dura (en EE.UU. y, en mucha menor medida, en Cuba) se opone a la normalización, esta goza de un amplio apoyo.
Descartar la TWEA no significaría el fin de las sanciones contra Cuba, porque estas se basan en otros tipos de apoyo legal. El embargo comenzó como una criatura de la discreción ejecutiva en 1962, cuando Kennedy lo impuso. Su basamento legal fue la Ley de Ayuda al Exterior de 1961, la cual le permitía –pero no requería– que lo hiciera. Añadida más tarde como basamento independiente para las sanciones, la TWEA también permitió, pero no requería, un embargo.
En 1992, los halcones anti Cuba en el Congreso trataron de atarle las manos al presidente. Ante el temor de un ejecutivo flojo, “codificaron” el embargo. Esto significaba promulgar como estatutos federales lo que anteriormente había dependido de la discreción del presidente. Esta estrategia legislativa se intensificó cuatro años más tarde con la Ley Helms-Burton, que añadió nuevas precondiciones para eliminar el embargo. Por arte de magia, el Congreso había desplazado el centro de control del embargo de manos del presidente a las del Congreso. O al menos eso parecía.
Una segunda prueba de fuego de la determinación del presidente es la resolución anual de las Naciones Unidas contra el embargo. El año pasado, todos menos cinco de los 193 países presentes en la Asamblea General la apoyaron. Como era de esperar, EE.UU. se ha opuesto a la resolución durante más de 20 años.
Sin embargo, por primera vez en medio siglo, el presidente y el Congreso no están de acuerdo en cuanto a Cuba. Aunque confirmado por el Congreso para representar a EE.UU. en Naciones Unidas, la embajadora Powers representa al presidente, que se ha pronunciado en contra del embargo. Ella debería apoyar la resolución, o al menos abstenerse en la votación, reconociendo así los conflictos internos del gobierno federal en relación con el tema. Ya veremos.
¿Puede el presidente poner fin al embargo por sí solo? Según el Servicio de Investigación del Congreso, el consenso es “no”, debido a la usurpación de poderes por parte del Congreso en 1992 y 1996. La cuestión de la autoridad presidencial independiente nunca importó mientras el presidente y el Congreso estaban confabulados, porque la autoridad ejecutiva es inequívocamente lo suficientemente amplia como para apoyar el embargo. Tuvieron lugar ocasionales escaramuzas inter poderes, como cuando Carter autorizó las secciones de intereses de Cuba y de Estados Unidos, pero no destruyeron la armonía política.
Ahora, la cuestión de la autoridad presidencial adquiere relevancia porque el presidente y el Congreso tienen puntos de vista marcadamente diferentes. La Constitución divide la autoridad en materia de asuntos exteriores entre el presidente y el Congreso, aunque la determinación de sus respectivas funciones puede ser complicada. Sin embargo, a veces, el Congreso debe ceder ante el presidente, como en el reciente caso del pasaporte israelí. En la medida en que el embargo –el embargo ejecutivo– se basaba en la autoridad que sólo está conferida al presidente –pero no al Congreso– las “codificaciones” se quedan cortas del objetivo.
¿Y qué? Bueno, en una afirmación amplia del poder ejecutivo, el presidente podría retractarse de cualquier autoridad ejecutiva discrecional para el embargo. Del mismo modo que se añadió la TWEA como autoridad adicional, un aviso en el Registro Federal podría afirmar que a partir de ese momento el embargo no depende de la TWEA ni de la Ley de Ayuda al Exterior de 1961, sino, en su lugar, sólo en la codificación putativa del Congreso. Eso dejaría un embargo del Congreso contra Cuba, implementado por el presidente en la medida que es requerido por los estatutos, pero no más allá.
¿Sería diferente ese embargo del que actualmente está apoyado por el poder ejecutivo? Puede ser. Depende de si el Congreso tuviera autoridad de por sí para imponer y eliminar un embargo a Cuba, una cuestión jurídica que aún no han adjudicado los tribunales federales.
El presidente no tendría que litigar el asunto. Al revocar explícitamente toda autoridad ejecutiva discrecional para el embargo, estaría despejando el camino para que los actores privados desafíen el embargo del Congreso en los tribunales federales.
Supongamos que el presidente revoca esta autoridad. Imagínense a una empresa norteamericana que quiere comerciar con Cuba, pero está obstaculizada por el embargo del Congreso. Sin el apoyo ejecutivo, las sanciones se vuelven más vulnerables a la acción legal. Si la empresa puede demostrar su vigencia (tarea nada fácil), un tribunal de distrito podría ser persuadido para abordar ahora la cuestión.
A menudo –pero no siempre– los tribunales federales se mantienen alejados de las disputas entre el presidente y el Congreso en relación a quién puede hacer qué en los asuntos exteriores, así que no estoy conteniendo la respiración. Dicho esto, los únicos actores en este drama no son el Congreso, el presidente y el gobierno cubano. Como debe ser, el 17D creará nuevos incentivos para que los actores privados se involucren, ahora que lo que está en juego en la isla es mucho más.
(*) José Gabilondo es comentarista financiero y Profesor de Derecho de la Universidad Internacional de la Florida.
(Tomado de The World Post, una asociación de Huffington Post y el Instituto Berggruen)
Traducción de Germán Piniella para Progreso Semanal.