Veinte años
Autor: Jesús Jank Curbelo, | jesus@granma.cu
3 de marzo de 2016
Mi padre, más que a nada, tenía miedo.
Es lo único que puedo decir de él.
Se fue de Cuba como se han ido otros. En los noventa. Casado y esperando que el dinero, del lado de allá, se le multiplicase. Se fue de Cuba y yo estaba de meses. Yo era un guijarro. Y él tenía el miedo a que yo creciera sin televisión.
Se fue de Cuba y no me preocupa el por qué lo haya hecho. Tampoco le he pedido explicaciones. Se fue porque era tan libre de irse como de estar aquí. Porque supuso que yo estaría mejor. Se fue de Cuba y envejeció mientras yo fui creciendo. Y fuimos estando cada vez más lejos (metafóricamente), aunque hay quien dice que hay ciertos parecidos entre ambos. No sé si físicos.
Recuerdo que, de niño, mi abuela (su madre) me llevaba con el barbero de él, y que el barbero me hacía las patillas como triángulos porque así le gustaban a mi padre. Recuerdo que mi abuela me hacía barba con el jabón porque él llevaba barba. Que me enseñaba cartas, y retratos, y regalías.
Mi abuela (la amo) acabó siendo mi padre.
Sin embargo, él no ha estado jamás.
Su miedo a lo que consideraba miseria acabó siendo eso: la miseria. Una que salta el hecho de lo material. Una miseria símbolo que convirtió a mi padre en otros hombres con los que me crucé mientras fui niño; una que mustió toda esa confianza que pude haber tenido en él, confianza que necesité siempre (todavía); una que hizo que no compartiera con él ni mis poemas ni mis problemas, tampoco mis triunfos, ni mi primera salida al Coppelia, mi primer ron, ni el llanto sosegado por una novia. Una miseria intacta que ha hecho que deje en blanco todos esos cuestionarios placeros que averiguan la vida de tus padres.
Una miseria aciaga que ha hecho, también, que me pierda sus canas. Sus fiestas, sus tristezas, sus cigarros, su tos. Una miseria que es como un muro en que crecemos lejos mis hermanas y yo. Mi niño y ellas. Mi niño y él. Una miseria viva, con todos sus sentidos. Irrevocable, que no mira hacia atrás.
Y ese miedo, su miedo, acabó siendo también mi miedo. Pero de reversa. Acabó siendo el miedo a la miseria espiritual. Su miedo me ha dejado, de remanente, fuerza. Ganas de no perderme que mi niño ya ruede sus carritos por las paredes, que se baje solo de la cama, que sepa cómo se enciende la computadora. Ganas de no perderme ni un momento de sus próximos años.
En ese sentido (triste) mi padre ha sido bueno…
A veces hemos hablado por Facebook. A veces me ha mandado algún dinero.
Pero hace veinte años que no lo veo.
Y tengo veinticinco.