Por Jesús Arboleya
Progreso Weekly/Semanal
A pesar de que su control resulta indispensable para la hegemonía de Estados Unidos a escala mundial, América Latina no es una prioridad del gobierno norteamericano. Mucho menos para el de Donald Trump, que hereda un significativo avance de la derecha en la región.
En apenas una década, se ha transformado un escenario donde América Latina aparecía como un lugar donde predominaban los movimientos sociales de rechazo al neoliberalismo, gobiernos progresistas asumían el poder en la mayoría de los países y tomaba cuerpo un movimiento integrador, destinado a favorecer la soberanía de la región frente a los poderes mundiales, especialmente Estados Unidos.
Los principales indicadores del deterioro relativo de la hegemonía norteamericana en el área fueron el fracaso del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), durante la IV Cumbre de las Américas en Mar del Plata en 2005, así como el debilitamiento progresivo de la OEA.
Para Barack Obama devino prioridad evitar que se fuese a pique el sistema panamericano y desplegó todos los canales del “poder inteligente” para recuperar la influencia política de Estados Unidos. Su condición de afroamericano, su retórica renovadora y respetuosa, así como sus cualidades personales, sirvieron a este empeño.
Durante la V Cumbre de las Américas (Trinidad y Tobago 2009), unos meses después de asumir su mandato, Obama prometió “un nuevo comienzo y una alianza entre iguales” con los gobiernos latinoamericanos.
Trabajó en un entendimiento con el gobierno de Lula, en Brasil, para el manejo compartido de la situación política regional; ajustó las relaciones con aliados, como Colombia y México, con vista a limar las tensiones ocurridas durante el gobierno de George W. Bush, así como evitó una escalada de conflictos con Argentina, a pesar de las fricciones existentes entre los dos países. Al mismo tiempo, decidió mantener en jaque a Venezuela, Bolivia y Ecuador, los gobiernos más radicales de la región.
Estados Unidos no fue completamente ajeno a los golpes de Estado en Honduras, Paraguay y finalmente en el propio Brasil, ni a la promoción de proyectos como la Alianza Pacífico y la Alianza para la Prosperidad en Centroamérica y el Caribe, destinados a debilitar los esfuerzos integracionistas regionales.
Los militares jugaron un papel destacado en la política hacia el área. Bajo la excusa de la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo, el Comando Sur mantuvo una estrecha colaboración con las fuerzas armadas y los servicios policiales latinoamericanos, garantizó el control militar de las áreas estratégicas, así como la preservación de más de 80 bases miliares en la región.
Dentro de esta política de múltiples vías, Obama anunció la disposición de negociar con Cuba. Aunque tal voluntad demoró seis años en concretarse, finalmente ocurrió el 17 de diciembre de 2014, dando inicio a lo que se dio en llamar “el proceso hacia la normalización de las relaciones entre los dos países”.
En parte fue el resultado de las presiones latinoamericanas y caribeñas, toda vez que varios países anunciaron que no asistirían a la VI Cumbre de las Américas, a celebrarse en Panamá en 2015, si Cuba no era invitada. También escondía la intención de aislar a Venezuela, si Cuba cedía a los “hechizos” de la relación con Estados Unidos.
La disminución de los precios de las materias primas, en particular el petróleo, afectó de manera particular a los gobiernos progresistas, con el consiguiente aumento de las tensiones políticas internas, especialmente en Venezuela, donde se incrementaron las presiones norteamericanas, hasta el punto de que Obama designó al país como una “amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos”.
Ya sea por la vía electoral, como en el caso de Argentina, o mediante golpes de Estado, como en Brasil, los gobiernos de derecha se instalaron en la región; se debilitaron los procesos integracionistas y se fortaleció el papel de la OEA, que igual se sumó a la ofensiva contra Venezuela, aunque la actitud de los gobiernos caribeños determinó la imposibilidad de llegar a consenso en este sentido.
El triunfo de Donald Trump también cambió el escenario norteamericano y ello ha repercutido en la política hacia América Latina, durante su primer año en el gobierno.
Al desinterés que origina ser considerada el “patio seguro” de Estados Unidos, ahora se suma el desprecio hacia los latinoamericanos, como resultado de una xenofobia que el presidente no oculta en manifestar.
Tal actitud, unida a las consecuencias de una visión proteccionista y contraria a los tratados multilaterales de libre comercio, así como la reforma tributaria promovida por Trump, ha movido el piso a la derecha latinoamericana e impedido que, al menos hasta ahora, Estados Unidos haya podido aprovechar de manera apreciable sus ventajas en el área, debilitando sus perspectivas a largo plazo.
A falta de una visión política capaz de leer el momento, la política latinoamericana de Donald Trump se concentra en tres objetivos: Venezuela, México y Cuba.
Venezuela por su importancia estratégica para la región y su impacto en los procesos nacionales. Como ocurrió con Cuba en el pasado, cuando la lucha armada era considerada el motor del cambio, la Revolución Bolivariana aparece ahora como la alternativa viable de las transformaciones sociales, por lo que impedir que cuaje y demonizar su ejecutoria es un interés compartido de Estados Unidos y los gobiernos de derecha en muchas partes del mundo. Cuando la derecha española arremete a diario contra Venezuela, está pensando en Podemos.
En este caso, Trump no ha hecho otra cosa que escalar el nivel de agresividad manifestado por Obama, hasta el punto de amenazar con la intervención armada, lo que horrorizó incluso a sus principales aliados.
Lo referido a México y Cuba responde más a factores de la política doméstica norteamericana.
Con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), México prácticamente abandonó su tradicional política latinoamericana. A partir de ese momento, se convirtió en un apéndice de la economía y la política de Estados Unidos, disminuyendo sensiblemente su influencia en la región.
No existen factores de política exterior que justifiquen la arremetida de Donald Trump contra México y los mexicanos. El problema migratorio, el tráfico de drogas y la seguridad de las fronteras, desde una perspectiva xenofóbica y racista, encaminada a alimentar los sentimientos más primitivos de sus electores, es lo que explica que ningún otro país haya sido tan agredido e insultado como éste.
El caso cubano tampoco se justifica por razones de política exterior. Los avances en las relaciones alcanzados con la administración Obama, dejaron el camino listo para que Trump pudiera satisfacer varios puntos enfatizados en su agenda de campaña:
El mercado cubano resulta atractivo para muchas empresas nacionales de Estados Unidos y las negociaciones tendrían que realizarse en términos estrictamente bilaterales; el problema de la migración indocumentada quedó resuelto con la eliminación de la política de pie seco/pie mojado y la seguridad de las fronteras está garantizada entre los acuerdos alcanzados.
Lo que explica la reversión de la política hacia Cuba, que no es popular ni siquiera entre importantes sectores conservadores republicanos, es la debilidad del gobierno de Donald Trump y la necesidad de buscar apoyo entre los sectores de la extrema derecha cubanoamericana representados en el Congreso.
Resulta así que, al igual que otros muchos aspectos de su agenda política, la política de Donald Trump hacia América Latina ha resultado tan elemental y contradictoria, que cuesta trabajo seguirle la pista.
La próxima Cumbre de las Américas, a celebrarse en Perú el año de viene, es esperada por muchos especialistas como un momento de posibles definiciones, aunque ello resulta muy difícil con el actual presidente de Estados Unidos.