Desmesurado y ególatra, el presidente de EE UU convierte su mandato en un show global
Washington 13 ENE 2018 - 21:10 CST
Donald Trump y su esposa, Melania, bailando. REUTERS
Donald Trump es directo. Entra en cualquier discusión sin preámbulos. Corto y duro. Las presentaciones le aburren. Odia los informes largos. Nada de circunloquios. Todo tiene que ser rápidamente metabolizado. Una estrategia política cabe en un tuit, un acuerdo en una conversación. No hay nada que no pueda ser reducido, compactado, exhibido. Por eso ama Twitter. Y aún más la televisión. Frente a la pantalla pasa, según las reconstrucciones más rigurosas, un mínimo de cuatro horas diarias. Le gusta especialmente la extraplana que hizo instalar en el comedor, y cada mañana lo primero que ve es el conservador Fox and Friends. A partir de ahí empieza a escudriñar, no ya lo que ocurre en el mundo sino lo que el mundo piensa de él. Y si algo no le gusta, brama. Y cuando brama, a nadie se le escapa. Su gabinete, sus generales, sus adversarios, el orbe entero lo descubre al instante.
Es ya una liturgia. De lunes a viernes, a eso de las seis de la mañana, a veces con un big mac en la mano y una coca-cola light esperando, Donald Trump lanza su metralla en Twitter. Lo hace, según los medios estadounidenses, desde la cama, en pijama y casi siempre solo. La intimidad es algo sagrado para él. No comparte habitación con su esposa Melania y desde que llegó al 1600 de Pennsylvania Avenue exigió, en contra del servicio de seguridad, colocar una cerradura en su puerta. Ahí dentro, con la televisión encendida y el móvil en la mano, el antiguo rey de la telerrealidad se crece.
Puede ser una amenaza al juez que ha paralizado su veto migratorio, un ataque a los medios críticos, una acusación de espionaje a Barack Obama, un insulto sangrante a la presentadora Mika Brzezinski, otro a un jugador negro de fútbol americano, un indulto al sheriff racista Joe Arpaio, una invectiva al alcalde musulmán de Londres en pleno atentado terrorista… El presidente dispara tuits como si estuviera en una caseta de feria. Incansable, en un año ha apretado el gatillo más de 2.300 veces. Los fake news (bulos), Corea del Norte, Rusia, Hillary Clinton y México ocupan los primeros lugares. Son sus obsesiones y también un fresco que le retrata con nitidez.
Trump, ante todo, se fía de sí mismo. Poco importa que jamás haya ocupado cargo político alguno. Si ponen en duda su equilibrio mental o su solvencia, responde que es “un genio”. Si le afean su edad, fulmina a su interlocutor, como hizo con el líder norcoreano Kim Jong-un, llamándole “gordo y bajo”. Es un mecanismo previsible. No duda, no calla, no transige. Y cuando percibe una amenaza, embiste. “Si alguien te ataca, le atacas de vuelta diez veces. Así, al menos, te sientes a gusto”, proclamaba cuando impartía clases sobre cómo triunfar en los negocios.
Es posible que este juego feroz le deparase éxitos en su época de tiburón inmobiliario. Pero desde que el 20 de enero de 2017 cruzó el umbral de la Casa Blanca, hace temblar al mundo. “Su autoestima supone un riesgo. Cuando se siente agraviado, reacciona impulsivamente, construyendo una historia autojustificativa que no depende de los hechos y que siempre se dirige a culpar a otros”, ha escrito Tony Schwartz, el hombre que fue su sombra durante más de un año y que coescribió The art of the deal (El arte del trato), el bestseller autobiográfico de Trump.
Esta tendencia se ha agudizado. Quienes creyeron que su investidura le iba a domesticar, se equivocaron. A sus 71 años, con cinco hijos, nueve nietos, 500 empresas y una fortuna superior a los 3.500 millones de dólares, Trump sigue salvaje y suelto.
“Es peligrosamente inestable para alguien que tiene la responsabilidad nuclear. No soporta la crítica ordinaria y muchas de sus respuestas tienden a mostrar un comportamiento violento”, explica Bandy X. Lee, profesora de la Escuela de Medicina de Yale, quien ha levantado una enorme polvareda en EE UU al pedir con otros 27 psiquiatras que se le practique de forma urgente un examen mental. Se trata de un solicitud que, pese a ser minoritaria y carecer del apoyo de la Asociación Americana de Psiquiatría, ha llevado a un grupo de parlamentarios, todos demócratas menos uno, a citarse con la profesora Lee. Detrás de la reunión estaba el afán de golpear de la oposición, pero también la perplejidad que genera la conducta del presidente.
Educado por un padre implacable, Trump vive en continúa tensión. A diferencia de su hermano mayor, que murió alcoholizado a los 42 años, él resistió. “Me metieron en los negocios muy joven; mi padre me intimidaba como a todo el mundo, pero permanecí a su lado y me granjeé su respeto. Nuestra relación era de casi empresarial”, escribió en The art of the deal.
Forjado en la dureza, la existencia se tornó para él puro combate. Un esquema binario donde solo cabe ganar o perder. “Está en guerra con el mundo y únicamente ve un camino: dominar. Trump se dota de sentido en la conquista”, ha señalado Schwartz.
El resultado de esta actitud es que, lejos de adoptar la pose olímpica de ciertos presidentes tras ganar las elecciones, el multimillonario sigue en campaña. No hay día en que no mime a los suyos y desprecie a los contrarios. A los mexicanos, a los demócratas, a los republicanos tibios. Para todos ellos tiene la vara presta. En su mandato, como ha revelado una encuesta de The Washington Post, la polarización social ha alcanzado el nivel que tuvo en la guerra de Vietnam. Esa fractura constituye, de momento, su principal legado y la sima por la que previsiblemente emergerá su némesis.
Otro efecto es interno. La Casa Blanca, según las reconstrucciones periodísticas, se ha vuelto una olla a presión. Hombre criado en la búsqueda de la rentabilidad inmediata, devora a sus colaboradores. Les grita en las reuniones y aquellos que presentan tara, los elimina. El consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn; el jefe de gabinete, Reince Priebus; el portavoz, Sean Spicer; el director de Comunicaciones, Anthony Scaramucci; el estratega jefe, Steve Bannon, han sucumbido en este vertiginoso año. Y otros tan poderosos como el fiscal general, Jeff Sessions, y el secretario de Estado, Rex Tillerson, bailan en la cuerda floja y han sido despreciados públicamente por el presidente.
Bajo su égida, solo están a salvo un puñado de generales (Trump siente pasión por los entorchados), su hija mayor, Ivanka, y su yerno, Jared Kushner. El resto sabe que en cualquier momento puede caer. Y el motivo puede ser inconfesable. Al diplomático John Bolton, según el polémico libro Fuego y Furia del periodista Michael Wolff, lo rechazó para el puesto de consejero de Seguridad porque le desagradaba su bigote, y a sus colaboradores más próximos les despreciaba abiertamente: de Priebus odiaba que fuera tan bajo, de Spicer y Bannon su forma de vestir, de la consejera Kellyanne Conway sus “constantes lloriqueos” y del propio Kushner su empalagosa adulación.
“Más tarde o más temprano, todo el que está con Trump acabará viendo un lado suyo que le hará preguntarse por qué escogió trabajar con él”, han escrito en el jugoso Deja a Trump ser Trump dos antiguos (y despedidos) asesores de campaña, Corey Lewandowski y David Bossie.
Con estas características, la pregunta se vuelve obvia. ¿Cómo pudo ganar las elecciones y conectar con casi 63 millones de votantes? Sus defensores enarbolan su transparencia. Dicen que Trump no oculta su humanidad y que es sincero en sus manifestaciones. Odia y ama. Grita y aplaude. No pretende, según esta visión, una imagen edulcorada, sino que exhibe sus entrañas al público como nadie lo ha hecho antes.
Eso entusiasma a sus votantes más radicales. Y repele a sus detractores. “No ha cambiado apenas respecto a la campaña. Es divisivo y su único objetivo es mantener a su base”, asegura el presidente del Comité Nacional Demócrata, Tom Pérez.
En contra de la gran tradición presidencial americana, Trump ha abandonado la meta de gobernar para todos. Triunfó como un marginal y sigue actuando, al menos en superficie, como tal. Esa heterodoxia le ayuda ante su núcleo duro, que no le ve como el monstruo que dibujan los medios progresistas. Por el contrario, la sobreexcitación de cierta izquierda irrita a muchos conservadores. “La mayoría de la gente que le detesta no conoce a nadie que trabaje con él ni que le apoye. Obtiene su información de otros que detestan a Trump, lo cual es la fórmula perfecta para la clausura epistémica”, ha escrito el analista conservador David Brooks.
Ante los suyos, el presidente es básicamente un tipo simpático y resolutivo. Una imagen que él intenta redondear enseñando de vez en cuando su corazón. Lo hace, por ejemplo, cuando está con niños, momentos en los que se presenta como un abuelo juguetón, o al rememorar a su hermano muerto. Pero lo que realmente enloquece a su base es cuando da la cara.
Trump tiene a gala no rehuir las entrevistas ni a los periodistas críticos. Le excita el pulso público. Puede reunirse con una decena de congresistas demócratas decididos a hincarle el diente y, sin previo aviso, ordenar que se emita en directo el encuentro para que todo el país lo siga. Incluso cuando se estudió en la Casa Blanca que el fiscal especial de la trama rusa le pudiese llamar, manifestó su deseo de declarar en público y no por escrito.
Showman consumado, en las cámaras busca posiblemente la absolución. Y en numerosas ocasiones, la logra. Pero el ruido nunca le abandona. Tampoco el tiburón que lleva dentro. Vive en permanente competencia consigo. Inmune al escándalo, ganar es lo único que importa. Si Wall Street registra un día histórico, tiene que decirle a los cuatro vientos que es mérito suyo; si el paro baja, también.
En ese sentido, la derrota le espanta más que la mentira. Y prefiere cualquier polémica antes que admitir un fracaso. Tanto es así que cuando los candidatos a los que ha respaldado pierden, borra los tuits de apoyo. Del igual modo, sigue sin aceptar que Hillary Clinton obtuviera más votos en los comicios y todavía lo atribuye a un imposible fraude electoral.
En constante ebullición, a lo largo de un año, según The Washington Post, ha contado más de 2.000 falsedades o medias verdades. Un festival de irrealidad ante el que una parte de la población ha dado su brazo a torcer. “Es increíble cómo el público se ha acomodado a lo que hace, resulta lo más llamativo de la presidencia”, comenta Julian E. Zelizer, profesor de Historia y Asuntos Públicos de la Universidad de Princeton.
En cualquier momento, además, Trump puede entrar en erupción. La incertidumbre es el signo de su presidencia. Nunca se sabe qué paso va a dar ni qué colmillo enseñará. Un día puede participar en un sentido homenaje a las minorías raciales y al otro llamar “países de mierda” a Haití, El Salvador y las naciones africanas más pobres. “Y no va a cambiar. Es un hombre de 71 años que se ha pasado la vida engañando a la gente. Lo único que cabe es que se vuelva más errático”, afirma el biógrafo y Premio Pulitzer David Cay Johnston.
En la intimidad tampoco mejora. Son conocidas sus broncas a colaboradores y hasta el servicio de limpieza teme sus manías. Germófobo reprimido, no permite que toquen sus objetos de tocador ni sus mandos de televisión ni su cepillo de dientes, y él mismo abre su cama y decide cuándo se retiran las sábanas. “Y si mi camisa está en el suelo es porque quiero que esté en el suelo”, llegó a decir a los empleados de la Casa Blanca.
La residencia oficial no le convence. Ha pasado un tercio de su mandato en mansiones privadas, ya sea la fastuosa Mar-a-Lago (Florida), su club de golf en Nueva Jersey o un complejo hotelero suyo en Virginia. Y cuando le toca quedarse en Washington, rehúye de la vida social y, a diferencia de Obama, casi nunca sale a comer.
En la Casa Blanca, su menú predilecto oscila entre un buen filete con patatas o un big mac y batido de chocolate. Algo rápido y sin demasiadas complicaciones. En general, le molestan las comidas largas; odia perder tiempo en ellas. El tiempo es oro y él es su orfebre. Quizá por eso ha reducido su horario de trabajo en la Casa Blanca. Mientras George Bush hijo entraba al amanecer y Obama después de las nueve, él ha decidido llegar a las once de la mañana. “A veces parece que sigue actuando como si no gobernase y estuviera en un escenario de televisión”, apunta el comentarista Walter Shapiro.
Su jornada se la organiza su jefe de gabinete, el general John Kelly. Un marine reconocido por su patriotismo, que ha logrado ordenar su caótico entorno. En continuo contacto con Kelly y sin dejar de beber Coca-Cola light (12 al día), el presidente lidia con informes, reuniones y declaraciones.
Sobre sus capacidades no hay acuerdo. En Fuego y Furia se le dibuja como un “niño grande”, ignorante y con tan poca concentración que cuando un asesor quiso explicarle la Constitución no pasó de la cuarta enmienda. Otros testimonios hablan de alguien que más bien exige brevedad y argumentos nítidos. Recuerdan que en primavera, cuando había decidido abandonar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, su secretario de Agricultura logró convencerle de no dar el paso mediante un mapa que mostraba las áreas que le habían votado mayoritariamente y que sufrirían por la decisión. “A los granjeros no les podemos hacer esto”, concluyó el presidente.
Terminada la jornada oficial, la cena suele celebrarse a las siete de la tarde con invitados escrutados por Kelly. Aunque el menú puede ser amplio, el filete con patatas siempre está a disposición. Después, llegan las horas más inciertas.
Hasta la medianoche se mantiene activo. Siempre quedan llamadas, reuniones, conversaciones, pero poco a poco los altos funcionarios imperiales se van retirando y el mandatario se queda solo. Las pantallas encendidas, los tuits cada vez más seguidos. El mundo gira y Trump se clava ante la televisión. A ver su propio show.