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lunes, 24 de febrero de 2020

24 de febrero de 1895: A la conquista de la patria

Por: Ernesto Limia Díaz
En este artículo: Antonio Maceo, Cuba, Guerra de Independencia de Cuba, Historia, Historia de Cuba, José Martí, Máximo Gómez, Revolución
24 febrero 2020 
El 10 de febrero de 1878, en el Zanjón se tiró la espada ante los pies del general español Arsenio Martínez Campos sin que cristalizaran ninguno de los dos propósitos que llevaron a Guerra de los Diez Años: independencia y abolición de la esclavitud. Un mes más tarde, el 15 de marzo, el general Antonio Maceo encabezó la Protesta de Baraguá y preservó un hálito de esperanza.
Martí conoció del Zanjón en Guatemala. No podía creerlo. “Transido de dolor, apenas sé lo que me digo”, escribió a Manuel Mercado el 6 de julio, en vísperas de su regreso a Cuba. Carmen Zayas-Bazán estaba embarazada y no paraba de llorar, dadas las precarias condiciones en que se hallaban. Instigada por su padre le imploraba volver. Para consolarlo le decían que retornaba a su patria.
“¡Creen que vuelvo a mi patria! Mi patria está en tanta fosa abierta, en tanta gloria acabada, en tanto honor perdido y vendido. Ya yo no tengo patria: –hasta que la conquiste. –Voy a una tierra extraña, donde no me conocen; y donde, desde que me sospechen, me temerán”, añadió en la misiva (Martí, t. 5, 2009: 311-312).
¿Cuánto demoró en germinar la semilla sembrada en Baraguá? ¿Cuán difícil resultó a Martí ejercer el liderazgo en la conquista de la patria?
De las cenizas de la contienda del 68 había renacido el ya rancio reformismo. Cierta apertura política abrió espacio a la formación de partidos y a una prensa con mayor libertad, siempre que no tocara el arpa del separatismo. Los meses transcurrieron y España no cumplió ninguna promesa de fondo, más allá de la representación en Cortes. Pacificado el país poco importaban las necesidades y aspiraciones cubanas. La Corona no estaba dispuesta a remover la estructura de sujeción colonial y Martínez Campos fue llamado a Madrid. Las ansias libertarias retoñaron bajo el mando del general Calixto García Íñiguez, quien organizó una conspiración desde Nueva York extendida a varios puntos del país –con mayor fuerza en Oriente. Estalló el 24 de agosto de 1879.
Martí permaneció un año en Cuba. Tildado por el capitán general Ramón Blanco Erenas como un “loco peligroso” (Mañach, 2001: 96), el 25 de septiembre de 1879 fue deportado a España. Permaneció en Madrid cerca de tres meses, hasta que consiguió burlar la vigilancia y escapar a Francia, de donde zarpó a Estados Unidos. Llegó el 3 de enero de 1880. En Nueva York constató la falta de concordia en el esfuerzo para impulsar la Guerra Chiquita y conoció de la disputa sobre quién debía dirigir la insurrección en Oriente, pues Carlos Roloff y Pío Rosado Lorié insistían en preservar como jefe al brigadier camagüeyano Gregorio Benítez, cuadro militar de origen campesino, humilde y de valioso historial, formado bajo las órdenes de Ignacio Agramonte y Máximo Gómez, que dio un paso imperdonable para una buena parte de los orientales: aunque en un principio se opuso, se dejó arrastrar al Zanjón. Entró por la costa sur de Oriente con 17 hombres y se encontraba aislado. Ni siquiera de Camagüey recibió apoyo.
Otro problema encontró Martí en Estados Unidos: el 24 de enero de 1880, en un mitin político celebrado en el Steck Hall de Nueva York, observó agrupados en el fondo del local a los artesanos y tabaqueros humildes, negros y mulatos, víctimas de la discriminación por parte de sus compatriotas blancos. Con resentimientos, discordias y exclusiones no era posible avanzar. Habló cerca de dos horas. No le faltó ningún tema esencial: la guerra, la emigración, el asunto racial… Pronto las ovaciones entre aquel público heterogéneo empezaron a tragarse sus palabras. Y terminó con una frase que correría de boca en boca:
“¡Antes que cejar en el empeño de hacer libre y próspera a la patria, se unirá el mar del Sur al mar del Norte y nacerá una serpiente de un huevo de águila!” (Mañach, 2001: 114).
Con la llegada de Martí a Nueva York crecieron las recaudaciones y Calixto García pudo, al fin, zarpar rumbo a la Isla. Desembarcó con diecinueve compañeros por el Aserradero, cerca de la ciudad de Santiago de Cuba, el 7 de mayo de 1880. Era tarde. La falta de armas, la ausencia de los principales jefes de Oriente y Las Villas –esperados con impaciencia–, y frente a estas dificultades la labor de zapa del Partido Liberal, socavaron el espíritu insurrecto y condicionaron el fracaso. En su desenlace tuvo gran peso mantener como jefe de Oriente a Gregorio Benítez. Lejos de diseñar una respuesta que hiciera frente a la campaña dirigida a anular a Maceo –desde Baraguá con un liderazgo político por encima del color de su piel, reconocido por la mayoría de los patriotas– y divulgar las metas emancipatorias de la nueva contienda, Calixto se dejó arrastrar por los prejuicios; lo más triste es que tuvo tiempo de reparar su error y no lo hizo.
Tampoco puede minimizarse la respuesta de España: Blanco dispuso de 56 000 hombres, más de 35 000 en Oriente; los gastos alcanzaron $ 22 811 516 –como siempre cobrados a la Hacienda insular. Cuba tuvo 279 bajas (170 muertos y 109 heridos), 208 en Oriente (74,55%) –donde entre agosto de 1879 y febrero de 1880 se desarrollaron 110 acciones combativas. Un total de 5 831 combatientes se presentaron a las autoridades coloniales y 307 fueron detenidos.
Hacia 1884 Estados Unidos era un hervidero de ideas independentistas: en Nueva York, Filadelfia, Baltimore, Tampa, Cayo Hueso y Nueva Orleans miles de emigrados conspiraban. Llamado a encabezar el movimiento, Máximo Gómez elaboró un mensaje “A los Centros Revolucionarios” para someter a aprobación su programa. Solucionaba dos problemas: la unidad y el establecimiento de un mando único en la conducción de la lucha armada; mas no definía cuáles serían las bases políticas que los llevaban otra vez a la guerra. El 1.º de octubre, llegó junto a Maceo al muelle de Nueva York, donde los aguardaba una multitud.
Martí se disgustó con el sesgo personalista que tomó la ordenación de este plan. Apreció que Gómez y Maceo no lo tomaban en cuenta. Conocía las leyes de un campamento y las aprobaba, pero se trataba de movilizar a un pueblo hacia su independencia. La revolución era la semilla de la república y para que germinara vigorosa debían sembrarla con el consenso de todos, único modo de garantizar con la guerra la justicia social. De ahí su necesario carácter popular y democrático, sin distingos raciales ni de clases. El análisis de los desvaríos de la Guerra Grande y los conflictos en Hispanoamérica lo llevaron concluir que, sin desconocer el mérito individual y la autoridad de los hombres de armas, el conductor del proceso debía ser “la masa adolorida”, principal garante de las libertades públicas y único antídoto efectivo contra el caudillismo militar o político.
El hotel de madame Griffou, Nueva York.
El conflicto llegó a su clímax en la mañana del 18 de octubre. Gómez y Maceo lo recibieron en la habitación del hotel de madame Griffou, en el que se hallaban alojados. Envuelto en una toalla, el Generalísimo le indicó acompañar a Maceo en una comisión a México, país en el que Martí residió. Tenía amigos mexicanos que podían ayudarlos y fue a hacerle una sugerencia. Gómez lo interrumpió: “Vea, Martí, limítese usted a lo que digan las instrucciones y lo demás el general Maceo hará lo que deba hacerse”; y se retiró para darse un baño dejándolo con la palabra en la boca. Con tono suave, conciliatorio, Maceo opinó que debían confiar la guerra a Gómez; dejarle en exclusiva su organización. Martí lo escuchó con mezcla de asombro e irritación después del inoportuno arranque del jefe del movimiento. Contuvo la emoción y esperó hasta su regreso; se despidió de ambos de un modo afable, cortés… “Ese hombre, General, va disgustado con nosotros”, comentó Maceo. “Tal vez”, respondió Gómez lacónico. Dos días más tarde recibió una larga carta que constituye una de las mayores lecciones políticas legadas por el Apóstol a la nación, de la que reproducimos solo dos párrafos:
¿Qué somos, General?, ¿los servidores heroicos y modestos de una idea que nos calienta el corazón, los amigos leales de un pueblo en desventura, o los caudillos valientes y afortunados que con el látigo en la mano y la espuela en el tacón se disponen a llevar la guerra a un pueblo, para enseñorearse después de él? ¿La fama que ganaron Vds. en una empresa, la fama de valor, lealtad y prudencia, van a perderla en otra? […]. El dar la vida solo constituye un derecho cuando se la da desinteresadamente.
[…] Domine Vd., General, esta pena, como dominé yo el sábado el asombro y disgusto con que oí un importuno arranque de Vd. y una curiosa conversación que provocó a propósito de él el general Maceo, en la que quiso,–¡locura mayor!–darme a entender que debíamos considerar la guerra de Cuba como una propiedad exclusiva de Vd., en la que nadie puede poner pensamiento ni obra sin cometer profanación, y la cual ha de dejarse, si se la quiere ayudar, servil y ciegamente en sus manos. ¡No, no, por Dios!:–¿pretender sofocar el pensamiento, aun antes de verse, como se verán Vds. mañana, al frente de un pueblo entusiasmado y agradecido, con todos los arreos de la victoria? La patria no es de nadie: y si es de alguien, será, y esto solo en espíritu, de quien la sirva con mayor desprendimiento e inteligencia (Martí, t. I, 1975: 177).
Gómez recibió contrariado este mensaje; los conceptos no se ajustaban a sus intenciones. En sus miras no existía otro propósito que servir a la emancipación y los ideales de igualdad y justicia social, ni titubeos respecto a la defensa de las libertades públicas y la voluntad del país después que finalizara la contienda. Maceo pensaba igual; de hecho, había declarado que no disfrutaría la tranquilidad de la victoria, pues una vez conquistada la independencia marcharía a combatir a Puerto Rico. Ambos intentaban evitar la intromisión civil en los asuntos militares que tantos perjuicios causó en el 68. La diferencia estaba en los métodos.
Para Martí forma y contenido debían ajustarse desde el origen, pues con la excusa de un fin justo más de una vez se intentó preterir instituciones y libertades, lo que remitía a un principio esencial: “...el ejercicio íntegro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás; la pasión, en fin, por el decoro del hombre,–o la república no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos” (Martí, t. 4, 1975: 270), que en su doctrina era mucho más que combatir solo por la independencia política.
A partir de ese minuto Martí debió sufrir el cuestionamiento de un segmento de los veteranos. Un traidor encubierto que mucho daño hizo en la gesta del 68: Antonio Zambrana, llegó a emplazarlo en un mitin en el Tammany Hall, de Nueva York. Quienes no secundaran el plan Gómez-Maceo debían usar sayas, dijo. Martí estaba parado a un lado de la puerta de entrada del salón y salió como un bólido hacia el escenario, abriéndose paso a empujones y codazos con el sombrero entre las manos pegado al pecho, único modo de transitar por aquel pasillo desbordado de gentes. Intentó interrumpir al orador para hacer uso de la palabra, pero Gómez le pidió esperar a que este terminase. Flor Crombet le cedió su asiento. Llegado su turno estaba más calmado. Dejó claro el motivo de su actuación: sentía un inmenso dolor ante “…el sacrificio estéril, de tanto cubano útil, de tanto cubano bueno”. Habló sin atisbo de rabia o de rencor; ni siquiera cuando mirando a los ojos de Zambrana expresó que era tan hombre que apenas cabía en sus calzones, lo que probaba allí y dondequiera (Plochet, 2012: 130–132).
Gómez no pensó que el conflicto con Martí lo afectaría; subestimó su magnetismo entre los emigrados –con particular fuerza entre los más humildes–, fascinados por aquel hombre que abogaba por la revolución social desde una prédica inclusiva. La ruptura retrasó el levantamiento; el plan tropezó con dificultades que sus dos jefes no supieron cómo resolver: Ramón Leocadio Bonachea se inmoló en una expedición que arribó por Las Coloradas, en Niquero, y el 7 de marzo de 1885 lo fusilaron en el Castillo de San Pedro de la Roca, en Santiago de Cuba. Limbano Sánchez protagonizó otro intento fallido y murió asesinado por un traidor. Ninguno de los dos se subordinaba al Generalísimo. En 1886, Gómez y Maceo terminaron distanciándose. Faltó dinero y consenso político en torno al proyecto.
Para entonces la crisis estructural de la economía y la sociedad cubanas –a la que no pudo dar solución la Guerra de los Diez Años–, demandaba una salida inaplazable. Abolida la esclavitud, el capitalismo en Cuba avanzó en la búsqueda de un tipo de organización política acorde a sus intereses, cuando en el orden internacional se abría paso el capital financiero y los círculos de poder en Estados Unidos demandaban participar en la construcción global de hegemonía.
Acechantes, y sin perder un minuto en la batalla por la opinión pública, los círculos expansionistas estadounidenses ganaban fuerza. Sus cabilderos tenían invadidos los pasillos del Capitolio con la Casa Blanca como meta. Martí estaba preocupado. Era hora de voltear la página; debía reconectarse con Gómez y Maceo. El 17 de diciembre de 1887 le escribió al primero proponiéndole intercambiar sobre el modo más rápido y certero de hacer la guerra. No anduvo con rodeos sobre el objetivo de la urgencia: “Impedir que con la propaganda de las ideas anexionistas se debilite la fuerza que vaya adquiriendo la solución revolucionaria” (Martí, t. 1, 1975: 216 y 219). Un mes más tarde, el 15 de enero de 1888, Maceo manifestó su posición al Apóstol en una misiva: “Libertad, igualdad y fraternidad, esa sublime aspiración del mártir del Gólgota (Jesús Cristo), que acaso utópica aún a pesar de dieciocho siglos de expresada, llegará a ser mañana, a no dudarlo, una hermosa realidad” (AHC, t. I, 1948: 309). Con Cuba por delante, quedó sellada la unidad entre estos tres imprescindibles; nada detendría la revolución.
En febrero de 1890, durante la discusión en el Senado del presupuesto de la Marina, William E. Chandler, exsecretario de ese Departamento, llamó a erigir una Armada superior “…a la de la nación que posea la isla de Cuba” (Mañach, 2001: 175). No podía ser más directo. Desde la conquista de California (1848) y la compra de Alaska (1868), Estados Unidos era una potencia del Pacífico y anhelaba expandirse. Intocable en el hemisferio occidental, contemplado en la Doctrina Monroe como su radio de acción, invocaba el interés nacional para lanzarse a la más vasta arena mundial con China como meta, donde Rusia, Alemania, Francia, Italia, Gran Bretaña y Japón se disputaban los espacios de influencia. Un obstáculo se interponía: sus escuadras del Pacífico y el Atlántico distaban mucho entre sí; para auxiliarse tenían que bordear Suramérica hasta el estrecho de Magallanes. Los círculos militares se habían planteado una interrogante esencial: ¿dónde dar el golpe? España, en posesión de Cuba, Puerto Rico y Filipinas (antesala de China) era todo lo que necesitaban.
Martí debió plantearse el tema de la independencia cubana como un problema universal. Solo una Cuba emancipada del coloniaje –con una república antimperialista de base social y popular–, podría impedir que Estados Unidos se extendiera sobre nuestras tierras de América y contribuir con ello al “equilibrio del mundo”. ¿Qué hacer entonces?: forjar conciencia. “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra” –escribió en su célebre ensayo “Nuestra América”, publicado el 30 de enero de 1891. Y esbozó un concepto esencial: “Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados” (Martí, t. 6, 1975: 15). Literalmente se refería a los acorazados botados al agua por los astilleros yanquis, para conquistar la supremacía de su Armada en el Atlántico y el Pacífico.
Consciente de su destino, el 11 de octubre de 1891 renunció a su condición de cónsul de Uruguay para dedicarse por entero a la obra de la revolución. Mucho le ayudó su contribución a la Sociedad Protectora de la Instrucción, La Liga, fundada por trabajadores de Cuba y Puerto Rico, negros en su mayoría, a los que impartió clases gratuitas. Cuando el 25 de noviembre llegó a Tampa, ya era identificado como el Maestro, apelativo difundido por sus entrañables alumnos.
En los centros de emigrados de la Florida se respiraba patriotismo; pero los veteranos estaban escépticos, cuestionaban a los jóvenes por la tibieza de su amor a Cuba, que les impedía imitar la proeza del 10 de Octubre; los camagüeyanos se consideraban más importantes que los habaneros por las pruebas que dieron en la gesta y se mofaban de ellos que, por el contrario, poco participaron; los fabricantes de tabacos, escogedores y tabaqueros se trataban con recelos; muchos blancos miraban con aire de superioridad a negros y mulatos. Faltaba energía, carácter para saltar por encima de las rencillas, genio para integrar los elementos dispersos, afecto para aliviar las pasiones encontradas.
“Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra” –escribió José Martí en su célebre ensayo “Nuestra América”, publicado el 30 de enero de 1891.
La prédica y actuación martianas fundieron el alma cubana en torno a los fines emancipatorios. El 5 de enero de 1892, sometió a la aprobación de los clubes de Tampa y Cayo Hueso –y se aprobaron– las bases del Partido Revolucionario Cubano (PRC), el partido político de la unidad nacional para expulsar a España de Cuba y conducir la revolución social en la república. De regreso a Nueva York, el 14 de marzo fundó Patria, periódico destinado al combate ideológico. Y el 10 de abril, en el XXIII Aniversario de la Constitución de Guáimaro, se proclamó el PRC.
Seis meses más tarde, Martí viajó a Santo Domingo para ofrecer a Gómez el cargo de general en jefe del Ejército Mambí. Llegó a su finca La Reforma el 11 de septiembre de 1892. Ocho años habían transcurrido desde la ruptura y al reencontrarse se abrazaron en largo silencio. Necesitaron de pocas palabras: “Martí ha encontrado mis brazos abiertos para él y mi corazón, como siempre, dispuesto para Cuba” –apuntó Gómez en su Diario de campaña (Gómez, 1968: 264). Faltaba el otro imprescindible: Maceo, y el 30 de junio de 1893, El Heraldo, de Costa Rica, dio la bienvenida a Martí en esa nación centroamericana. Una semana permaneció en San José. Maceo lo acompañó en todas sus actividades. La afiliación de Gómez y Maceo consolidó la autoridad del PRC entre los veteranos de la Guerra Grande y acentuó el carácter radical de la revolución.
El 8 de diciembre de 1894 se aprobó el “Plan de alzamiento para Cuba coordinado al movimiento de Fernandina”. Nathaniel B. Borden, coronel del 6.º Regimiento de Misisipi en la Guerra de Secesión, le brindaría cobertura logística. Su condición de vicecónsul de España en Fernandina lo libraba de sospecha. El armamento se depositaría en sus almacenes de madera; las armas se envasarían como utensilios agrícolas y herramientas de minería; el parque, como clavos. Tres vapores fueron contratados con la fachada de que serían destinados a trasladar medios de trabajo y hombres encargados de incorporarse a fincas de fomento del cultivo de frutas y yacimientos de manganeso: el Baracoa, con Martí, Mayía Rodríguez y Enrique Collazo recogería en República Dominicana a Gómez con entre doscientos a trescientos hombres para conducirlos a Santa Cruz del Sur; el Lagonda iría a Puerto Limón, Costa Rica, para llevar hasta la costa norte de Santiago de Cuba a los hermanos Antonio y José Maceo, Flor Crombet, un nutrido grupo de veteranos de la Guerra Grande y militares suramericanos –en total, doscientos–; el Amadís sería conducido hacia un punto cercano a Cayo Hueso, donde lo esperaban Serafín Sánchez y Carlos Roloff con una numerosa expedición. De allí navegarían a Las Villas para sublevar Cienfuegos, Matanzas y Jagüey Grande. Los desembarcos se realizarían con pocos días de diferencia.
En Cuba los generales Guillermón Moncada, Bartolomé Masó, Francisco Carrillo y Julio Sanguily, debían pronunciarse con igual sincronismo. Martí se propuso garantizar la mayor simultaneidad posible para asestar un golpe fulminante que impidiera a la Corona enviar refuerzos. Cada detalle fue minuciosamente meditado, bajo estrictas medidas de compartimentación. Dentro y fuera de la Isla solo se esperaba el mandato. El 10 de diciembre, chequeó la marcha de los preparativos con Nathaniel B. Borden en el hotel Saint Denis de Nueva York. Quedó eufórico…
Almacenes de Nathaniel Borden en Fernandina.
El 9 de enero de 1895 el Lagonda embarcó su armamento; el Amadís y el Baracoa se aproximaban a los muelles de Borden. En el último minuto, Martí fue a ultimar detalles con el coronel Fernando López de Queralta, comisionado por Serafín Sánchez y Carlos Roloff para auxiliarlo en el aseguramiento del Amadís, dada su experiencia en la organización de expediciones durante la Guerra Grande. El Apóstol estaba radiante; de pronto, López de Queralta se negó a proceder bajo las condiciones estipuladas: reveló los detalles a su alcance y el fin de los preparativos al capitán de la nave –un corredor sin escrúpulos–, y este alertó a su propietario; además, envió por ferrocarril las cajas de cápsulas descubiertas y facturó la carga como artículos militares, en franca violación de sus instrucciones.
En virtud de una nota recibida desde Nueva York, el 10 de enero la Secretaría del Tesoro orientó detener el Amadis. Fernandina se llenó de agentes federales. La prensa armó un escándalo y los dueños del Lagonda y el Baracoa notificaron que sus barcos fueron contratados en condiciones similares. Un fiscal dispuso su retención y emitió una orden de embargo contra el armamento depositado en los almacenes de Borden. Martí tuvo tiempo de pasar un aviso a Manuel Mantilla para que echaran al agua la carga del Lagonda. Cuando en la mañana del 11 de enero lo requisaron, no hallaron nada. El abogado Horatio Rubens, amigo de Martí y de la causa independentista, asumió la defensa del caso ante los tribunales.
Sobre Fernando López de Queralta pesaba un antecedente: dados su actitud e inexplicables yerros durante el plan Gómez-Maceo, el general Antonio puso en duda su lealtad, pero ni Serafín ni Roloff escucharon la alerta. Otro elemento: no se incorporó a la guerra. Algunos historiadores apuntan que colaboró desde Estados Unidos; sin embargo, nadie puede certificar que su labor no estuviese orientada a recolectar información para nuestros adversarios. Es conocida la presión del espionaje español y del estadounidense antes y a todo lo largo de la guerra del 95; de hecho, lo ocurrido en Fernandina hizo imposible la contienda relámpago proyectada por Martí, para anticiparse –con la rápida victoria de las armas mambisas– a las condiciones que preparaba el sector expansionista en Washington con la intención manifiesta de lanzarse sobre Cuba. Todo apunta a que López de Queralta era un traidor. ¿Pero era el único? ¿Fue un hecho aislado o el espionaje español estaba avisado sobre lo que se gestaba?
Dos años llevaba España observando las maniobras cubanas en Fernandina. ¿Cómo obtuvo la información? De una manera para muchos insospechada: luego de la incorporación de Gómez y Maceo al plan martiano, se unificaron los esfuerzos en la Isla. Enrique Collazo propuso a Julio Sanguily como jefe militar de Occidente y Gómez lo aprobó. Martí, en cambio, desconfiaba. El desespero de los veteranos tenía revuelto al espionaje peninsular; la vanidad y locuacidad de Julio constituían un peligro para el ordenamiento secreto de la guerra. En febrero de 1893 viajó a Cayo Hueso para recolectar dinero. Según dijo, se levantaría en marzo y recibió de los tabaqueros $1 400. La manera en que se condujo durante su estancia y a la llegada a Cuba, disparó la señal de alarma del Apóstol, quien en carta a Gómez se mostró preocupado por la incomprensible familiaridad con que se hablaba en La Habana de los detalles más íntimos después del viaje de Julio, y el trastorno causado por la publicidad e impunidad con que este actuaba.
¿Estaba paranoico Martí? ¿Podía un mayor general mambí actuar con tanta ligereza e ingenuidad? Es poco creíble. Pese a que era propietario del ingenio Azopardo, en Unión de Reyes, Julio mantenía un desproporcionado tren de vida dada su adicción al alcohol, los juegos de azar y las parrandas. Ya en la Guerra Grande, Vicente García registró en su diario que Julio comerciaba con el enemigo. En la paz, intimó con el general español Manuel Salamanca y desde 1890 cobraba una pensión asignada por el general Camilo García de Polavieja. El 20 de marzo de 1893 –un mes después de su estancia en Cayo Hueso y de la visita a Martí en Fernandina–, el capitán general Alejandro Gómez Arias notificó a Madrid:
“Tengo noticias, cuya comprobación persigo, acerca de una expedición proyectada, la que con fuerza numerosa y bien armada se supone debe partir de la isla Fernandina en un barco de vapor a cuya adquisición se destinan los fondos: la he comunicado también al consulado de Cayo Hueso con las referentes personas relacionadas con este presunto proyecto […]” (Rodríguez García, 2005, t. II: 332–333).
Lejos de producir desaliento, lo ocurrido en Fernandina agitó los ánimos de los emigrados. Estaban impresionados ante la magnitud del proyecto martiano, cuyos resultados no imaginaban siquiera los más optimistas en las filas revolucionarias. El levantamiento se fijó para el 24 de febrero, domingo de carnavales.
Fragmento del manuscrito de la orden de alzamiento emitida por José Martí al general Francisco Carrillo. Fuente: Vanguardia.
El 24 de febrero de 1895 un huracán se extendió a lo largo de Cuba. Solo en el territorio que hoy comprende la provincia de Granma, se consumaron 16 pronunciamientos bajo el mando del mayor general Bartolomé Masó Márquez, quien con la alborada estableció su cuartel general en Bayate, distrito de Manzanillo; en paralelo, Amador Guerra y Enrique Céspedes batían al destacamento de la Guardia Civil que custodiaba el fuerte de Cayo Espino, en las inmediaciones de la Sierra Maestra. Al mediodía ya lo habían tomado. Fue la primera acción combativa de toda la contienda y Guerra recibió el ascenso al grado de capitán. En Yara el coronel Juan Masó Parra se levantó con ochenta hombres; en Bayamo, los coroneles Francisco Estrada Castillo, Esteban Tamayo Tamayo y José Manuel Capote Sosa, con ciento cincuenta entre los tres; en Jiguaní, el coronel Fernando Cutiño Zamora, con un reducido número de compañeros; en Holguín, José Miró Argenter y Ricardo Sartorio, con una docena.
A las 9:00 a.m. del 24 de febrero, en Guantánamo se pronunció el coronel Pedro Agustín Pérez, Periquito, en un sincrónico levantamiento que incluyó nueve barrios rurales. En cumplimiento de una orden del general Antonio Maceo –relativa a limpiar la costa sur de Oriente para garantizar el desembarco de las expediciones–, Enrique Tudela recibió la misión de tomar el fuerte San Nicolás, en Hatibonico, barriada de Caimanera. A las 3:00 p.m. atacó el objetivo con 12 hombres y lo tomó, con saldo para el enemigo de cinco bajas: dos muertos y tres heridos. Capturaron un prisionero y se apoderaron de todas las armas. El día 25 sobre las 8:00 a.m., Enrique Brooks con su gente abrió fuego contra la sede del cuartel de la Guardia Civil en la ciudad de Guantánamo; mientras Periquito Pérez con otro grupo tomaba el fuerte de Sabana de Coba, en la costa.
En Santiago de Cuba, enfermo de tuberculosis, el mayor general Guillermón Moncada arrastró con él a veteranos de la Guerra Grande y a los pinos nuevos. Al mediodía estableció su campamento en Jarahueca, Alto Songo. Poco pudo hacer: era un hombre agonizante que en cumplimiento de su palabra marchaba a morir en la manigua a la sombra de su bandera. En la tarde, el coronel Victoriano Garzón se levantó en El Caney; en El Cobre, el coronel Alfonso Goulet, junto al delegado del PRC en Santiago de Cuba, Rafael Portuondo Tamayo, a quienes se les unió un nutrido grupo procedente de Palma Soriano; en San Luis, el teniente coronel Quintín Banderas; en Loma del Gato, el sargento Silvestre Ferrer Cuevas con veinte hombres incendió el poblado y lo dejó en ruinas.
El grito de “¡Viva Cuba libre!” se escuchó en varios puntos de la geografía oriental.
Baire escuchó el grito de guerra en la tarde. El capitán Saturnino Lora Totres, joven terrateniente de la comarca de aspecto tranquilo, congregó a su gente en la entrada del pueblo por el camino a Santiago de Cuba y en formación de caballería marchó hasta la plaza, donde efectuó seis disparos. Portaban un pabellón español atravesado por una cruz diagonal blanca (símbolo de la autonomía). Esa fue la razón de que el Diario de la Marina solo se hiciera eco de este hecho, de escasa importancia tanto por el número de sus participantes como por la envergadura de la acción –sin contar que a esa hora ya en varios puntos de la geografía oriental se había lanzado el grito de “¡Viva Cuba libre!” y los fuertes de la Guardia Civil en Cayo Espino y Hatibonico permanecían en manos insurrectas. Tres días más tarde, el 27 de febrero, Lora entregó el mando al teniente coronel Jesús Sablón, Rabí, quien asumió la jefatura de las fuerzas de Baire y Jiguaní. Todavía una semana después, un “AVISO AL PÚBLICO” en Baire negaba la independencia: “El jefe del movimiento participa al público que al “¿Quién vive?” de sus avanzadas se contestará “¡España!”. “¿Qué gente?”. “La autonomía”. Lo que se hace público para el general conocimiento. Baire, 3 de marzo de 1895. Por el coronel Jesús Rabí, el coronel Saturnino Lora” (Ubieta, t. II, 1911: 44). En sus memorias el general Enrique Loynaz del Castillo explicó las razones:
El 24 de febrero, en obediencia a la consigna dada desde La Habana, reuniéronse en la finca Veguita los hermanos Saturnino, Mariano y Alfredo Lora, José Antonio Cardet y sus amigos y Reyes Arencibia con los conjurados de Jiguaní. A esta reunión concurrieron treinticinco autonomistas que al saber la inminencia del movimiento revolucionario manifestáronse decididos a incorporarse a él. Invocando como siempre un falso amor a la libertad de Cuba […] consiguieron interporner entre la intención de aquellos patriotas candorosos y valientes, y la acción revolucionaria el puente mezquino de la sumisión.
…tan pronto sonaron los primeros disparos los mantenedores de la tesis de la sumisión se sometieron de nuevo a España; mientras Rabí, los Lora, los Cardet, los Reyes Arencibia y sus amigos arrojaron al suelo la bandera de la cruz española, y enarbolaron en su campamento la bandera de Cuba y la honraron con los triunfos de Las Yeguas, El Cacao y Los Negros (Loynaz, 2001: 139).
Julio Sanguily no encabezó la caballería mambisa occidental como a todos prometió. Lo “sorprendió” la policía en su mansión del Cerro; en Ibarra Juan Gualberto Gómez y Antonio López Coloma junto a otros 12 compañeros aguardaban esperanzados por él. Allí estaban sus ayudantes con el caballo ensillado, las armas y en la jurisdicción de Matanzas le esperaba una escolta para levantarse. “Yo sabía que él no servía para conspirar, y por eso conspiraba por él y por mí; pero yo sabía que él servía para lo que yo no servía; para al frente de la caballería criolla entrar a saco y guerra por todas partes y poner en conmoción al ejército contrario y desbaratarlo y hundirlo con su pericia y con su valor. Y por eso yo no quería más que eso: verlo a caballo”, relató Juan Gualberto Gómez (Pichardo y Portuondo, 1989: 209). En las próximas 48 horas fueron ocupados 260 kg de pólvora en dos depósitos clandestinos de la capital y detenidos los importadores de armas Eladio Larrañaga y José Velasco. Las evidencias expuestas y lo ocurrido con posterioridad apuntan a Julio como delator.
A pesar de la ausencia de los jefes principales, Juan Gualberto Gómez y Antonio López Coloma junto a sus compañeros resolvieron cumplir la palabra empeñada con Martí; entretanto, cuando intentaba abandonar La Habana era detenido en el andén del ferrocarril de Villanueva el general José María Aguirre. Otros alzamientos se produjeron en esa región: en Jaguey Grande, Matanzas, el doctor Martín Marrero se levantó con 41 hombres. Esperaron por Pedro Betancourt hasta las 3:00 p.m. del 25. Sostuvieron fuego con el enemigo en Palmar Bonito el 26. Luego se acogieron al indulto. Marrero huyó a Francia y pasó a Estados Unidos. Regresó con Calixto García, el 25 de marzo de 1896. En Sabana de los Charcones –a 17 km de Aguada de Pasajeros–, Cienfuegos, se levantó el habanero Joaquín Pedroso con nueve hombres, junto a 39 de la partida de José Álvarez Arteaga, Matagás, antiguos bandoleros de la comarca. Tuvieron el primer choque el 4 de marzo. Pedroso capituló con dos de su gente. Matagás se internó en la Ciénaga de Zapata con el resto, germen de la Brigada de Colón del Ejército Libertador.
El 24 de febrero de 1895 no llegó a la Isla el Tsunami previsto por Martí; pero otra vez tronó en Cuba el grito de ¡Independencia o muerte! Los cubanos hicieron suya la máxima cespedista de no permanecer de rodillas, y se levantaron. En República Dominicana y Costa Rica se aprestaban los tres líderes de la revolución social demandada por las bases populares del pueblo: Martí, Gómez y Maceo. Nada ni nadie podría impedir al Apóstol cumplir con la palabra que empeñó en su carta a Manuel Mercado 17 años atrás: pronto llegaría a conquistar la patria.

Manuscrito de la orden de alzamiento

Manuscrito de la orden de alzamiento emitida por José Martí al general Francisco Carrillo. Fuente: Vanguardia.
Manuscrito de la orden de alzamiento emitida por José Martí al general Francisco Carrillo. Fuente: Vanguardia.
Manuscrito de la orden de alzamiento emitida por José Martí al general Francisco Carrillo. Fuente: Vanguardia.
Manuscrito de la orden de alzamiento emitida por José Martí al general Francisco Carrillo. Fuente: Vanguardia.
Manuscrito de la orden de alzamiento emitida por José Martí al general Francisco Carrillo. Fuente: Vanguardia.