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Por LILY POUPÉE
Por LILY POUPÉE
Así como cada uno de nosotros prefiere que nadie nos modifique el orden en que colocamos nuestras pertenencias personales, situadas “a lo loco” para los demás pero muy bien ubicadas según nosotros, existe una manera caótica de vivir que sólo un integrante de la Cuba de hoy es capaz de aceptar con resignación como “normal”.
Podría citar muchos ejemplos, pero me limitaré a algunos que ilustran el inútil empeño de batallar contra una rutina que llegó, al parecer, para quedarse. Nos hemos acostumbrado a unos disparates que, de tan comunes, dejan de serlo para conformar la naturalidad de nuestro entorno.
Así, enfrentamos situaciones que no resultan estrafalarias ni absurdas, sino naturales. Al entrar a un establecimiento de esos burocráticos que abundan y nos inundan, primero debemos inscribirnos en uno de los registros que necesitamos para la gestión que nos llevó hasta allí y, además, solicitar un turno para ser atendidos.
Nosotros sabemos (lo sabemos sin que nadie tenga que aclararlo), que en la ventanilla que dice “Inscripciones” es donde se reparten los turnos, mientras que en la de al lado, cuyo letrero indica “Turnos” se hace la cola para las inscripciones. Yo no sé si nuestros pobladores primitivos hubieran protestado ante tal desatino: nosotros no. Porque hay cosas más importantes.
Si vamos a realizar el cambio de chapa de un carro (gestión solicitada por las autoridades, pero que debemos acometer nosotros como si nos importara), además de mostrar todos los documentos que se requieren y permitir que el oficial de tránsito revise desde las luces laterales hasta el número del motor del vehículo, hay que pasar por una sección de fotos.
Como es lógico, en el sitio escogido para tales maniobras existe una explanada cuya señalización reza: “Sección de fotos”. Nadie puede explicar por qué, pero todo el mundo sabe que el fotógrafo de los carros estará en cualquier lugar menos en dicha sección, ya que allí es donde se colocan las nuevas chapas, mientras que donde dice “Nuevas chapas” se recogen las viejas.
Con suerte, al encargado de registrar las imágenes en una cámara digital que, por cierto, se descarga cada dos o tres carros, lo encontramos en la parte de atrás de un apartado cuyo anuncio de “Recogida de documentos” no significa nada porque es donde se venden cucuruchos de rositas de maíz. Nadie se queja, porque todos sabemos que hay cosas más importantes.
El tema de la doble circulación de moneda merece tantas páginas que, precisamente por su importancia, pasaremos de largo, no sin antes señalar que dicha duplicidad ha provocado momentos hilarantes, por decirlo suavemente.
Parecería que al anunciar el precio de un producto quedara implícito el tipo de moneda que se necesita para adquirirlo, pero esto no siempre ocurre, sobre todo cuando los protagonistas son personas mayores, para quienes resulta todavía asombrosa la rápida devaluación del dinero que se acostumbraron a manejar en sus tiempos mozos.
Conozco a un señor de ochenta años a quien un joven artista le dio la tarea de vender veinte asienticos de madera hechos por él, a cinco pesos cada uno. Para gran regocijo del muchacho artesano, el viejito sólo demoró tres horas en efectuar la venta. El joven no podía creer que en noventa minutos hubiera recaudado 100 CUC (equivalentes más o menos a 2.500 pesos cubanos) cuando el señor le dio la noticia y, a continuación, le extendió cinco tristes cuquitos, equivalentes a ciento veinticinco pesos. Por suerte, al joven le causó gracia el incidente y, por compasión, los dejó en las manos del señor mayor que no entendió nada de lo sucedido porque para él cinco pesos son cinco pesos y no otra cosa.
Los vendedores de los mercados agrícolas son verdaderos maestros en el arte del cambalache. Para ellos, el CUC oscila de forma pendular según el mismo antojo con que varían las pesas: hoy puede equivaler a 23 pesos, pero mañana a 24, de forma que estamos expuestos no a la bolsa de valores de Tokio, sino al criterio de un intermediario de Quivicán, primo segundo de un cultivador de plátanos de Consolación.
Curiosamente, el menudo (el dinero metálico como tal, y no el papelito) conserva siempre el mismo valor: por ejemplo, una monedilla de diez centavos equivale a dos “pesos cubanos”. Pero (y he aquí el detalle curioso), si juntamos diez de ellas, en lugar de representar veinte pesos se considera que se ha llegado al tope de una morrocota (para los antiguos, onza de oro), la cual entra automáticamente al ruedo de la oscilación entre 23 o 24 pesos, ya que la morrocota es un CUC, quiéranlo o no Wall Street o un vendedor oriundo de Guanajay.
Deberíamos quejarnos ante tal desafuero monetario pero, repito, hay cosas mucho más importantes que andar sacando cuentas. Tampoco se trata de despilfarrar lo poco que logramos ganar, así que en realidad vamos ejercitando las matemáticas desde que ponemos un pie o una rueda en la calle y los parqueadores nos van sacando la mitad del salario.
En las tiendas donde se recaudan divisas (elegante forma de decir carísimas) hay unos estantes a los cuales siempre me dirijo en primera instancia: la zona de las rebajas. Nunca hay que perder la esperanza, digo yo, aunque los productos sometidos a tales beneficios sean tan inútiles como remolacha agria rayada, spray limpiacristales, agua para planchar ropa, maíz dulce y cacahuetes en su vaina.
En un país donde la remolacha y el maíz de verdad crecen hermosamente; donde usamos de toda la vida papel de periódico mojado para los espejos y ventanas, planchamos lo menos posible y se vende maní tostado y sin cáscara a la salida de cualquier cine (a un peso o una monedita de cinco centavos, aclaro), resultan ridículas dichas ventas en las tiendas, pero asuntos más importantes nos ocupan.
Como acudo a los estantes ya mencionados, quiero compartir la experiencia de algo tan divertido, tan sobresaliente en medio de nuestra absurdidad cotidiana, que merece ser contado.
¿Podrán creer el lector y la lectora que bajo el anuncio de “Oferta” haya frascos de mermeladas y otras confituras cuyo precio en lugar de disminuir haya aumentado? Yo misma, acostumbrada al disparate, no daba crédito a lo que veían mis ojos, razón por la cual me dirigí varias veces al mismo establecimiento durante varios días y a distintas horas, no fuera a ser cosa que un alucinógeno con forma de aromatizante de alfombras (otra cosa prescindible por completo que integra la lista de los llamados artículos de lenta rotación, aunque mejor sería considerarlos estáticos perpetuos), hubiera traspasado mi cerebro e inundado mi quiasma óptico mediante ósmosis.
Pero no: unos pomos de jalea de ciruela cuyo valor anterior a la “oferta” era de tres CUC (¿el plural será CUCs o las personas que lo inventaron estaban tan enfrascadas en temas muy importantes que no les importó la ortografía?) de repente subió a cuatro. Y unas galleticas dulces rellenas con mermelada de albaricoque, también anunciadas bajo el sello de “oferta” incrementaron su costo de cinco a seis CUC o CUCs.
No hay cabida para la equivocación: están en la sección de ofertas. Pero cuestan más. No obstante mi perplejidad inicial (reconozco que mi capacidad de asombro asombra), me repuse del susto luego de varias visitas, y tomé valor para acercarme bien a esas pobres criaturas veleidosas con forma de dulces que nadie comerá. Entonces fue cuando vi, en letras cursivas y al pie de cada anuncio la siguiente frase, verdaderamente irónica: “seguimos en el barrio”.
Mi segundo impulso al leer que “siguen en el barrio” (el primero fue sostenerme con ambas manos del anaquel y dejar caer mi cabeza repetidamente contra los pomos de ciruela y los rellenos de albaricoque), fue solicitar la presencia del jefe, gerente, administrador, responsable o manager, como quiera llamársele a esos personajes que dirigen la recaudación de divisas, para que me explicara a cuál barrio pertenecen esos dulces traídos posiblemente de Albania, pero luego recapacité. Los jefes, gerentes y administradores suelen estar siempre reunidos discutiendo asuntos importantes, y yo no podía hacerlo perder tiempo.
Para tranquilizarme, recordé un episodio del cual fui testigo hace años, y que se explica por sí mismo. Trabajaba yo en un lugar X donde, debido a mi ímpetu juvenil, había logrado ser escuchada en cuanto al peligro del desorden que recién comenzaba, aunque estaba lejos de imaginar la magnitud que alcanzaría con el paso del tiempo. No yo, que nunca alcancé ni magnitud ni absolutamente nada de nada, sino el irracional curso de las cosas.
Mi solicitud de implantar un mínimo orden, una ínfima agilidad coherente en las gestiones y trámites, fue recepcionada (así se decía) y la misma asamblea a la cual dirigí mi sugerencia de crear mecanismos organizativos aprobó el origen de la agenda que debía funcionar como respuesta ante el reguero.
Termino esta página mencionando el nombre de dicha entidad, que significa “comisión para la agilización yoptimización de los servicios” o CAOS.
Si dispusiera de más tiempo y de más espacio, con mucho gusto pasaría a explicar cómo se desarrollaron las funciones de la CAOS, pero asuntos de importancia de última hora me reclaman. Por ejemplo, probar el sabor del albaricoque que se oferta rebajado. O, mejor dicho, que subió desde un precio que nadie pudo pagar, y por eso fue elevado. Cosas y casos del caos. Que poco deben extrañarnos ya, la verdad sea dicha.
Podría citar muchos ejemplos, pero me limitaré a algunos que ilustran el inútil empeño de batallar contra una rutina que llegó, al parecer, para quedarse. Nos hemos acostumbrado a unos disparates que, de tan comunes, dejan de serlo para conformar la naturalidad de nuestro entorno.
Así, enfrentamos situaciones que no resultan estrafalarias ni absurdas, sino naturales. Al entrar a un establecimiento de esos burocráticos que abundan y nos inundan, primero debemos inscribirnos en uno de los registros que necesitamos para la gestión que nos llevó hasta allí y, además, solicitar un turno para ser atendidos.
Nosotros sabemos (lo sabemos sin que nadie tenga que aclararlo), que en la ventanilla que dice “Inscripciones” es donde se reparten los turnos, mientras que en la de al lado, cuyo letrero indica “Turnos” se hace la cola para las inscripciones. Yo no sé si nuestros pobladores primitivos hubieran protestado ante tal desatino: nosotros no. Porque hay cosas más importantes.
Si vamos a realizar el cambio de chapa de un carro (gestión solicitada por las autoridades, pero que debemos acometer nosotros como si nos importara), además de mostrar todos los documentos que se requieren y permitir que el oficial de tránsito revise desde las luces laterales hasta el número del motor del vehículo, hay que pasar por una sección de fotos.
Como es lógico, en el sitio escogido para tales maniobras existe una explanada cuya señalización reza: “Sección de fotos”. Nadie puede explicar por qué, pero todo el mundo sabe que el fotógrafo de los carros estará en cualquier lugar menos en dicha sección, ya que allí es donde se colocan las nuevas chapas, mientras que donde dice “Nuevas chapas” se recogen las viejas.
Con suerte, al encargado de registrar las imágenes en una cámara digital que, por cierto, se descarga cada dos o tres carros, lo encontramos en la parte de atrás de un apartado cuyo anuncio de “Recogida de documentos” no significa nada porque es donde se venden cucuruchos de rositas de maíz. Nadie se queja, porque todos sabemos que hay cosas más importantes.
El tema de la doble circulación de moneda merece tantas páginas que, precisamente por su importancia, pasaremos de largo, no sin antes señalar que dicha duplicidad ha provocado momentos hilarantes, por decirlo suavemente.
Parecería que al anunciar el precio de un producto quedara implícito el tipo de moneda que se necesita para adquirirlo, pero esto no siempre ocurre, sobre todo cuando los protagonistas son personas mayores, para quienes resulta todavía asombrosa la rápida devaluación del dinero que se acostumbraron a manejar en sus tiempos mozos.
Conozco a un señor de ochenta años a quien un joven artista le dio la tarea de vender veinte asienticos de madera hechos por él, a cinco pesos cada uno. Para gran regocijo del muchacho artesano, el viejito sólo demoró tres horas en efectuar la venta. El joven no podía creer que en noventa minutos hubiera recaudado 100 CUC (equivalentes más o menos a 2.500 pesos cubanos) cuando el señor le dio la noticia y, a continuación, le extendió cinco tristes cuquitos, equivalentes a ciento veinticinco pesos. Por suerte, al joven le causó gracia el incidente y, por compasión, los dejó en las manos del señor mayor que no entendió nada de lo sucedido porque para él cinco pesos son cinco pesos y no otra cosa.
Los vendedores de los mercados agrícolas son verdaderos maestros en el arte del cambalache. Para ellos, el CUC oscila de forma pendular según el mismo antojo con que varían las pesas: hoy puede equivaler a 23 pesos, pero mañana a 24, de forma que estamos expuestos no a la bolsa de valores de Tokio, sino al criterio de un intermediario de Quivicán, primo segundo de un cultivador de plátanos de Consolación.
Curiosamente, el menudo (el dinero metálico como tal, y no el papelito) conserva siempre el mismo valor: por ejemplo, una monedilla de diez centavos equivale a dos “pesos cubanos”. Pero (y he aquí el detalle curioso), si juntamos diez de ellas, en lugar de representar veinte pesos se considera que se ha llegado al tope de una morrocota (para los antiguos, onza de oro), la cual entra automáticamente al ruedo de la oscilación entre 23 o 24 pesos, ya que la morrocota es un CUC, quiéranlo o no Wall Street o un vendedor oriundo de Guanajay.
Deberíamos quejarnos ante tal desafuero monetario pero, repito, hay cosas mucho más importantes que andar sacando cuentas. Tampoco se trata de despilfarrar lo poco que logramos ganar, así que en realidad vamos ejercitando las matemáticas desde que ponemos un pie o una rueda en la calle y los parqueadores nos van sacando la mitad del salario.
En las tiendas donde se recaudan divisas (elegante forma de decir carísimas) hay unos estantes a los cuales siempre me dirijo en primera instancia: la zona de las rebajas. Nunca hay que perder la esperanza, digo yo, aunque los productos sometidos a tales beneficios sean tan inútiles como remolacha agria rayada, spray limpiacristales, agua para planchar ropa, maíz dulce y cacahuetes en su vaina.
En un país donde la remolacha y el maíz de verdad crecen hermosamente; donde usamos de toda la vida papel de periódico mojado para los espejos y ventanas, planchamos lo menos posible y se vende maní tostado y sin cáscara a la salida de cualquier cine (a un peso o una monedita de cinco centavos, aclaro), resultan ridículas dichas ventas en las tiendas, pero asuntos más importantes nos ocupan.
Como acudo a los estantes ya mencionados, quiero compartir la experiencia de algo tan divertido, tan sobresaliente en medio de nuestra absurdidad cotidiana, que merece ser contado.
¿Podrán creer el lector y la lectora que bajo el anuncio de “Oferta” haya frascos de mermeladas y otras confituras cuyo precio en lugar de disminuir haya aumentado? Yo misma, acostumbrada al disparate, no daba crédito a lo que veían mis ojos, razón por la cual me dirigí varias veces al mismo establecimiento durante varios días y a distintas horas, no fuera a ser cosa que un alucinógeno con forma de aromatizante de alfombras (otra cosa prescindible por completo que integra la lista de los llamados artículos de lenta rotación, aunque mejor sería considerarlos estáticos perpetuos), hubiera traspasado mi cerebro e inundado mi quiasma óptico mediante ósmosis.
Pero no: unos pomos de jalea de ciruela cuyo valor anterior a la “oferta” era de tres CUC (¿el plural será CUCs o las personas que lo inventaron estaban tan enfrascadas en temas muy importantes que no les importó la ortografía?) de repente subió a cuatro. Y unas galleticas dulces rellenas con mermelada de albaricoque, también anunciadas bajo el sello de “oferta” incrementaron su costo de cinco a seis CUC o CUCs.
No hay cabida para la equivocación: están en la sección de ofertas. Pero cuestan más. No obstante mi perplejidad inicial (reconozco que mi capacidad de asombro asombra), me repuse del susto luego de varias visitas, y tomé valor para acercarme bien a esas pobres criaturas veleidosas con forma de dulces que nadie comerá. Entonces fue cuando vi, en letras cursivas y al pie de cada anuncio la siguiente frase, verdaderamente irónica: “seguimos en el barrio”.
Mi segundo impulso al leer que “siguen en el barrio” (el primero fue sostenerme con ambas manos del anaquel y dejar caer mi cabeza repetidamente contra los pomos de ciruela y los rellenos de albaricoque), fue solicitar la presencia del jefe, gerente, administrador, responsable o manager, como quiera llamársele a esos personajes que dirigen la recaudación de divisas, para que me explicara a cuál barrio pertenecen esos dulces traídos posiblemente de Albania, pero luego recapacité. Los jefes, gerentes y administradores suelen estar siempre reunidos discutiendo asuntos importantes, y yo no podía hacerlo perder tiempo.
Para tranquilizarme, recordé un episodio del cual fui testigo hace años, y que se explica por sí mismo. Trabajaba yo en un lugar X donde, debido a mi ímpetu juvenil, había logrado ser escuchada en cuanto al peligro del desorden que recién comenzaba, aunque estaba lejos de imaginar la magnitud que alcanzaría con el paso del tiempo. No yo, que nunca alcancé ni magnitud ni absolutamente nada de nada, sino el irracional curso de las cosas.
Mi solicitud de implantar un mínimo orden, una ínfima agilidad coherente en las gestiones y trámites, fue recepcionada (así se decía) y la misma asamblea a la cual dirigí mi sugerencia de crear mecanismos organizativos aprobó el origen de la agenda que debía funcionar como respuesta ante el reguero.
Termino esta página mencionando el nombre de dicha entidad, que significa “comisión para la agilización yoptimización de los servicios” o CAOS.
Si dispusiera de más tiempo y de más espacio, con mucho gusto pasaría a explicar cómo se desarrollaron las funciones de la CAOS, pero asuntos de importancia de última hora me reclaman. Por ejemplo, probar el sabor del albaricoque que se oferta rebajado. O, mejor dicho, que subió desde un precio que nadie pudo pagar, y por eso fue elevado. Cosas y casos del caos. Que poco deben extrañarnos ya, la verdad sea dicha.
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