Mi blog sobre Economía

viernes, 19 de septiembre de 2014

El pacto de Europa


Por Michael Spence, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at NYU’s Stern School of Business


MILÁN – El pasado mes de julio, la Comisión Europea publicó su sexto informe sobre la cohesión económica, social y territorial (término que se puede traducir aproximadamente por igualdad y carencia de exclusión). En él se expone un importante plan de inversión –450.000 millones de euros (583.000 millones de dólares) con cargo a tres fondos de la Unión Europea– entre 2014 y 2020. En vista de las difíciles condiciones económicas y fiscales actuales, por las que es probable que escasee la inversión del sector público en los presupuestos nacionales, dicho programa representa un compromiso de la mayor importancia con la inversión del sector público orientado al crecimiento.

La estrategia de cohesión de la UE es admirable e inteligente. Mientras que en el pasado dicha inversión estaba muy centrada en las infraestructuras físicas –en particular, el transporte–, el programa la ha orientado hacia un conjunto de metas más equilibrado, incluidas las correspondientes al capital humano, el empleo, la economía basada en los conocimientos y la tecnología, la tecnología de la información, el crecimiento con menores emisiones de carbono y la gestión idónea de los asuntos públicos.

Ahora bien, podemos preguntarnos cuáles serán los beneficios económicos y sociales de esas inversiones. Cierto es que, para mantener tasas altas de crecimiento, hace falta mantener niveles elevados de inversión pública, que aumenta el beneficio (y, por tanto, los niveles) de la inversión privada y, con ello, también la producción y el empleo, pero la inversión pública es tan sólo uno de los componentes de unas estrategias de crecimiento logradas. Hará aportaciones positivas en todos los sectores, pero, si se eliminan otras limitaciones vinculantes, sus efectos serán mucho mayores más allá del corto plazo.

Tres cuestiones complementarias parecen decisivas. Una, de la que se ocupa principalmente el Banco Central Europeo, tiene que ver con la estabilidad de los precios y el valor del euro. La segunda es fiscal y la tercera, estructural.

Las tasas de inflación, que ahora están muy por debajo del objetivo anual del BCE, que es del dos por ciento, están en la zona de peligro deflacionario. Como la deflación aumenta la carga real de la deuda soberana y las obligaciones públicas distintas de la deuda, como, por ejemplo, los sistemas de pensiones, su aparición socavaría el ya frágil estado de las haciendas públicas de muchos países y acabaría con el crecimiento.

En una situación posterior a una crisis y caracterizada por una política monetaria heterodoxa y dinámica en otros países avanzados, las políticas, menos dinámicas, del BCE (que se deben a su más restrictivo mandato) han originado un tipo de cambio que ha menoscabado la competitividad y las posibilidades de crecimiento de muchos sectores comercializables de las economías de la zona del euro. Se trata de un aspecto decisivo, porque antes de la crisis la mayoría de las economías experimentaron unas modalidades de crecimiento caracterizadas por niveles insosteniblemente elevados de demanda agregada interna. Así, pues, la reequilibración requiere orientarse hacia el sector comercializable y la demanda exterior. Un euro más débil ayudará.

El BCE lo entiende y, sin mostrarse explícito al respecto, está ampliando sus programas de compra de activos para aumentar la inflación y hacer bajar el euro. El Presidente del BCE, Mario Draghi, ha dicho con claridad que la del restablecimiento del objetivo de inflación y la debilitación de la divisa no es una estrategia en pro del crecimiento. Hacen falta unas reformas difíciles para poner en orden los asuntos fiscales de muchas economías nacionales y aumentar su flexibilidad estructural. El BCE no puede hacerlo solo.

En la esfera fiscal, los niveles de deuda soberana son demasiado elevados y siguen en aumento, pero el problema mayor es la carencia de fondos para afrontar las obligaciones distintas de la deuda en materia de fondos de pensiones y sistemas de seguridad social, que, según se calcula, ascienden a cuatro veces o más el tamaño de la deuda soberana. Está claro que, para detener el aumento de dichas obligaciones, es necesario aplicar planes creíbles.

Pero también se deben reducir dichas obligaciones, porque ya están imponiendo una carga fiscal aplastante, debida en gran medida a un rápido envejecimiento, al que contribuye en gran medida el aumento de la longevidad. Los Estados Unidos tienen un problema similar, si bien está más lejano. Un análisis reciente sobre este país indica que las obligaciones de los programas de ayudas sociales afectarán a los presupuestos públicos dentro de unos diez años. En cambio, en Italia, por ejemplo, con su demografía menos favorable, ya se han notado sus efectos.

El crecimiento reduciría esa carga, pero conseguirlo a corto y medio plazo resulta muy problemático. La inflación reduciría el valor real tanto de la deuda como de las obligaciones distintas de ésta y no indizadas, pero se ha descartado incluso una inflación elevada y controlada; de nuevo, el riesgo actual es la deflación.

Los gobiernos podrían aumentar los impuestos para sufragar una fracción mayor de los gastos necesarios, pero no es probable que ello contribuya al crecimiento e impondría una carga a la fuerza laboral y a los jóvenes que están intentando entrar en ella, un valioso subconjunto de los cuales se caracterizan por su movilidad y podrían marcharse, sencillamente. Asimismo, emitir más deuda para sufragar la porción de las obligaciones cuyo vencimiento está cercano no hace otra cosa que cambiar la composición de las obligaciones sin reducirlas.

La otra única opción es la reducción directa. En el caso de la deuda soberana, eso significa la suspensión de pagos, que sólo se dará en circunstancias extremas; en el caso de las obligaciones distintas de la deuda, significa cambiar los criterios sistémicos –por ejemplo, aumentar la edad de jubilación–, lo que resulta políticamente polémico y excepcionalmente difícil de hacer.

El tercer ingrediente que falta es la flexibilidad estructural, necesaria por dos razones. En primer lugar, la mayoría de las economías avanzadas han mantenido las modalidades de crecimiento desequilibrado que provocaron la crisis mundial en 2008. El restablecimiento del crecimiento requiere cambios estructurales.

En los EE.UU., aunque el crecimiento sigue siendo inferior al potencial, los datos indican que la mitad, aproximadamente, de su recuperación se ha debido a un traslado del capital y la mano de obra al componente comercializable de la economía y al gran impulso aportado por el gas de esquisto, cosa que no está ocurriendo –o sólo a un ritmo muy lento– en las economías meridionales europeas, donde se deben abordar las rigideces estructurales en los mercados laboral y de servicios. La excepción es España, que inició reformas del mercado laboral a finales de 2012. Cuando las repercusiones de dichas reformas resulten más visibles, tal vez aumente el impulso reformador en otros países.

Incluso sin los desequilibrios relacionados con la crisis, en todas las economías es necesaria la flexibilidad estructural para adaptarse a los cambios debidos a la mundialización y a los de carácter tecnológico que ahorran mano de obra, requieren conocimientos especializados y están relacionados con el aumento de valor del capital digital. En los treinta últimos años, la economía mundial ha contado con 1.500 millones más de trabajadores conectados de los países en desarrollo y se perfila la aparición de 3.000 millones de nuevos consumidores.

Las tecnologías digitales han eliminado millones de empleos rutinarios, manuales o de oficina, y estamos entrando rápidamente en el reino del empleo basado en los conocimientos. Para que la inversión en capital humano esté a la altura del cambio de composición del empleo, es necesaria una flexibilidad estructural.

Europa tiene posibilidades reales de concertar un pacto: el de que los países miembros apliquen reformas estructurales y fiscales a cambio de una relajación a corto plazo de las restricciones fiscales... no para aumentar las obligaciones, sino para centrarse en las inversiones orientadas al crecimiento a fin de desencadenar una recuperación sostenida. Los inversores privados tomarían nota de ello, lo que aceleraría el proceso de recuperación. Ahora el imperativo es el de aprovechar la oportunidad.

Traducido del inglés por Carlos Manzano.
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