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domingo, 21 de septiembre de 2014

La participación política de los migrantes

Por Landy Machado Cajide

La intensidad de los procesos migratorios globales, en las últimas décadas, no solo vino acompañada por la incorporación, a gran escala, de países y regiones que nunca antes habían sido partícipes de los flujos migratorios internacionales; sino que, además, hizo visible formas novedosas de expresión política de los sujetos migrantes.[1] El mismo individuo adquiere, dentro de este fenómeno, dos dimensiones en su comportamiento político al tener la capacidad de participar concretamente tanto en los procesos electorales del país receptor como en los de su país de origen. De esta manera, la participación política de los migrantes —fenómeno que en algunos casos solamente se producía en los países de destino—, su involucramiento en el proceso de toma de decisiones dentro de sus países de origen, ha sido posible a partir del voto en la distancia, hecho que vino acompañado por el reconocimiento legal de la doble ciudadanía.

Lo anterior hay que situarlo en la evolución de las migraciones humanas desde mediados del siglo xix hasta la contemporaneidad, y que está condicionada por los cambios acontecidos en los contextos específicos nacionales y las coyunturas internacionales. La precisión se ha de hacer, entonces, en el concepto tradicional de migración, que considera el proceso como una especie de viaje sin retorno, por las características que asumieron los flujos migratorios globales de mediados del siglo xix y las primeras décadas del xx, donde millones de europeos se diseminaron por toda la geografía planetaria, hacia destinos que devinieron fundamentales, como los Estados Unidos, Canadá, Australia, Argentina, Brasil etc. En esta época se introdujo la noción, no del todo errada, de que las personas abandonaban gradualmente los contactos con sus países de origen y se convertían en partes permanentes y exclusivas del país de asentamiento. A la vez, surgió la idea, por mucho tiempo dominante, de que el lugar donde los sujetos migrantes se instalaban era lo que definía su experiencia y futuro posible.

De esta manera, la condición de extranjeros se volvió el eje para investigar sus alcances, metas y limitaciones en ese nuevo escenario, lo que originó la emergencia de los estudios asimilacionistas y las bases para el nacionalismo metodológico.[2] Sobre todo se hicieron con mayor énfasis después de finalizada la Segunda guerra mundial, por las características que asumieron las migraciones internacionales a partir de 1945. En un contexto de afluencia masiva de inmigrantes en una orientación Sur-Norte, su integración y asimilación fueron —entre otras— las mayores preocupaciones para las naciones receptoras. Los estudios sobre el tema, producidos casi exclusivamente por los académicos de los países de destino, se enfocaron, entonces, en discutir los desafíos que representaba la imposición de las políticas de asimilación —generadas en las agendas de los gobiernos receptores— para las comunidades de extranjeros de diferente origen.

Esta perspectiva imperó hasta la década de los 80 del siglo pasado, cuando las circunstancias internacionales introdujeron nuevas dinámicas, así como un incremento de los flujos migratorios contemporáneos que abarcan todas las regiones geográficas. Las personas pueden desplazarse a un país vecino, o viajar hasta el otro extremo del planeta: pueden ser trabajadores, profesionales, inmigrantes o refugiados.[3] Los avances tecnológicos y en las comunicaciones no solo facilitaron los desplazamientos sino que, además, permitieron que los grupos migratorios pudieran mantener contactos regulares y cotidianos con sus lugares de origen, lo que propició experiencias inéditas comprendidas bajo la noción de comunidades transnacionales, al mismo tiempo que posibilitaron al futuro actor del proceso un acceso, sin precedentes, a la información sobre otros países.[4]

Tal situación visibiliza nuevas formas de expresión política de los sujetos migrantes en un ambiente móvil, dinámico y cambiante, como se considera actualmente a la migración contemporánea. Ya no solo su participación política es un suceso exclusivo de las sociedades receptoras, sino que también pueden involucrarse activamente dentro del proceso de toma de decisiones de su país de origen. La aparición de este fenómeno es mucho más reciente, y la noción de lo transnacional ha dado nueva vida a la forma de analizar esta experiencia. Si bien las relaciones con sus lugares de origen se producen fundamentalmente en lo económico, lo cultural y lo social, también se originan en el ámbito político por la existencia de la doble ciudadanía, extendida a nivel global, y la amplitud de los derechos políticos de los emigrados, lo cual tiene su expresión más concreta en el sufragio.[5]

Este artículo persigue exponer, de modo sucinto, las formas de expresión política de los migrantes en su doble dimensión participativa, tanto en los países donde residen como en sus naciones de origen.
Voto en el país receptor

El tema de la participación política de los inmigrantes dentro de las dinámicas electorales del país receptor es resultado de dos elementos complementarios que no necesariamente coinciden. Por un lado, el interés de las clases dominantes del país anfitrión de incorporar o no a los extranjeros en la vida política nacional. A la participación se llega después de haber cumplido los requisitos establecidos por la legislación migratoria del país receptor para los procesos de naturalización y otorgamiento de ciudadanía, que pueden ser difíciles y temporalmente dilatados. En ocasiones, suelen ser rápidos de acuerdo con las coyunturas específicas nacionales; por ejemplo, cuando se trata de inclinar la balanza en un resultado electoral, como ocurrió con los irlandeses en los Estados Unidos a mediados del siglo xix. Por otro lado, se encuentra el interés que pueda tener el extranjero de incorporarse como ciudadano a su nuevo país de residencia, que responde a la subjetividad que implica optar por una nacionalidad distinta de la propia.

Si partimos de la idea clásica generalizada de que los derechos políticos y participativos en procesos electorales dentro de un Estado son exclusivos de sus nacionales, destaca la acepción de extranjeros en el sentido de dónde quedan, cómo se incorporan y si cuentan para la democracia en los países de residencia. Y en los casos donde les sea permitida su participación política, cuáles son los impactos electorales que las comunidades inmigrantes tienen en los sistemas políticos de los países donde se integran, tanto por su capacidad de movilización como apoyo a candidatos en coyunturas específicas.

En un contexto internacional de alta movilidad migratoria, en los países de alta recepción como Francia, Alemania, Reino Unido, Canadá y los Estados Unidos, las comunidades de inmigrantes representan entre 3% y 18% de la población.[6] En algunos de ellos, los extranjeros son excluidos o limitados del derecho al voto. Muchos estudiosos consideran que este asunto se resuelve sin mayores complicaciones a través del proceso de naturalización y, con ella, la obtención automática de derechos políticos básicos, como votar.[7]

Los distintos dilemas a los cuales se enfrentan los inmigrantes en los países receptores para alcanzar la ciudadanía formal es un tema que divide actualmente a las sociedades entre quienes pueden acceder a derechos políticos elementales y quienes no. Ello resulta más visible en Europa, donde el acceso a la ciudadanía para los inmigrantes se ha convertido en un asunto politizado, traducido en el discurso y en la formulación e implementación de políticas migratorias restrictivas —más aún después del 11 de Septiembre—, en los Estados Unidos y en la Unión Europea. El hecho de que las comunidades de inmigrantes son cuerpos no asimilados, con notables diferencias culturales (lengua, costumbres, religión, estructuras y relaciones familiares) y que han absorbido una parte significativa de las funciones sociales y económicas menos atractivas, ha generado, al conjugarse con la crisis del modelo de bienestar a partir de la década de los 70, una creciente percepción del inmigrante como amenaza. El principio ius sanguini[8] reflejado en sus respectivas legislaciones —tradición muy arraigada en la historia europea y que se ha potenciado por factores políticos y económicos—, asume, ante este contexto, otro aspecto y función al devenir instrumento para preservar reales o supuestas identidades nacionales y cerrar a los inmigrantes el acceso a los beneficios de la protección estatal a los ciudadanos.

Lo descrito refleja la situación marginal a la que se encuentran sometidos los inmigrantes dentro de los países de destino, que crea una especie de círculo vicioso en el que los derechos políticos se reservan a los ciudadanos (nativos o naturalizados), y se excluye a otros por un sinnúmero de razones personales y, sobre todo, legales, por lo que no pueden influir, ni siquiera por la vía electoral, en revertir su marginalidad.

En algunos países europeos, este tema se ha asumido con mucha seriedad, porque se considera que mantener a grupos numerosos de personas en condiciones de exclusión política contraviene principios básicos de la democracia contemporánea y, por tanto, la vuelve vulnerable. No obstante, el proceso de incorporación de los inmigrantes a la vida política ha sido complejo por la visión que se tiene de los extranjeros y de su potencial, no solo en términos de su creciente índice de natalidad, sino también por otros aspectos culturales, diferentes al sistema político de los países donde se incorporan.

Los antecedentes de su incorporación a la vida política se remontan a los años 70, cuando esta tomó forma en varios países de Europa, los Estados Unidos y Canadá, al permitir su participación en elecciones municipales (Alemania) y generales (Bélgica), así como la existencia de delegados extranjeros (Francia). Las primeras aperturas evidentes del voto a los extranjeros en el viejo continente se realizaron a favor de nacionales de otros Estados con los que había existido unidad en el pasado, o compartían características de la nacionalidad, por ejemplo los países del Consejo Nórdico (Suecia, Noruega, Dinamarca, Islandia y Finlandia), y con los integrantes de la Commonwealth.

En 1992 tuvieron lugar dos acontecimientos decisivos: la aprobación por el Consejo de Europa, en Estrasburgo, del Convenio sobre la participación de los extranjeros en la vida pública local y la extensión del derecho de sufragio a todos los residentes que sean nacionales de un Estado miembro de la Unión Europea. El reconocimiento de los derechos políticos de los extranjeros quedó estructurado en tres partes de modo que cada Estado puede ratificar la Convención aceptando alguna de ellas. Los Estados signatarios fueron escasos y poco relevantes desde el punto de vista de la inmigración (Albania, Chipre y República Checa); otros comprometieron su firma solo para la participación distinta del voto (Italia), y únicamente Estados, como los nórdicos, que ya reconocían el derecho de voto, lo ratificaron en su totalidad. En Portugal y España, el reconocimiento se establece con la condición de reciprocidad, es decir, solo para los originarios de países con los cuales se ha firmado un compromiso mutuo de concesión del derecho de sufragio.

Dentro de los Estados Unidos, en Nueva York los extranjeros pudieron votar a partir de 1973 para elegir representantes en los consejos escolares (en otros estados este derecho es exclusivo para los ciudadanos). En 1991, el estado de Maryland aprobó, mediante referendo, el voto de los inmigrantes y, desde entonces, este derecho se ejerce en cinco condados.[9] En julio de 2004, en Washington DC, el Consejo de la ciudad introdujo una iniciativa para permitir a los no ciudadanos votar en las elecciones locales. Pero lo más representativo ha sido la incorporación de la minoría latina dentro del sistema político norteamericano por el alcance que ha obtenido en las últimas décadas.[10]

El voto latino ha dejado de ser la imagen del gigante dormido redescubierto en cada ciclo electoral por el resultado anunciado de una comunidad que, hasta los años 80, podía analizarse por su fuerte simpatía hacia el Partido Demócrata. Actualmente, muestra un perfil más complejo debido a la diversificación del propio flujo migratorio, que ya no se compone de manera casi exclusiva por mexicanos —aunque siguen siendo mayoría (63%)—; ahora incorpora, en mayor proporción, inmigrantes de todo el continente.

Desde las elecciones presidenciales de los 80 hasta la más reciente, en 2012, su crecimiento y participación dentro del electorado general ha sido exponencial, al mismo tiempo que sus votos son cada vez más decisivos, tanto para los candidatos demócratas como republicanos, para ganar las elecciones presidenciales, federales o para el Congreso. Su impacto se hizo más visible en las elecciones de 2006 para ambas cámaras, cuando 70% del electorado latino votó a favor de los demócratas y, con mayor profundidad, en las presidenciales de 2008 y 2012, cuando también fue mayoritario su apoyo al demócrata Barack Obama.[11]

En este caso específico pudiera decirse, entonces, que la participación política de los inmigrantes latinos se produce porque el sistema político del país receptor contribuye a fortalecer o inhibir prácticas participativas, a partir de las experiencias del migrante dentro de él. Este pasa por un proceso de asimilación de la cultura política del país receptor, lo cual no quiere decir que no reproduzca las de su lugar de origen. Esto quizás pueda explicar por qué algunas comunidades son más reacias a participar, mientras que otras son mucho más proclives a hacerlo, sea por petición y satisfacción de demandas, o en representación de su comunidad; y otros son más cerrados en cuanto a reproducir la realidad cotidiana de sus orígenes dentro de un entorno étnico-comunitario.[12]

Pero el proceso de incorporación de los inmigrantes en las sociedades de destino puede venir acompañado de una movilidad social ascendente. El ejemplo más representativo continúa siendo la comunidad latina en los Estados Unidos. Así, en el gobierno de Obama encontramos hispanos, como también en la Cámara de Representantes, en el Senado y en el Tribunal Supremo de Justicia. Los casos más relevantes —identificados no solo por los integrantes de sus comunidades étnicas, sino también por la latina en general, como sus potenciales figuras para asumir el liderazgo de la minoría— son la jueza del Tribunal Supremo, Sonia Sotomayor, de raíces boricuas; el senador republicano por la Florida, Marco Rubio, cubanoamericano; el alcalde de Los Ángeles, Antonio Villaraigosa, de origen mexicano, y el representante demócrata por Illinois, Luis Gutiérrez, puertorriqueño.

Ello demuestra que la ampliación de los derechos políticos de los extranjeros parte del reconocimiento, por un lado, de la condición de miembro de la comunidad política del país y, por otro, del principio democrático de que todos los miembros comunitarios deberían poder participar en las decisiones que los afectan. Esto no quiere decir que la inclusión de los inmigrantes o sus descendientes en los asuntos políticos de la nación receptora signifique un regreso a la dinámica de fomentar su naturalización para ampliar la base de votantes —como sucedía con los irlandeses en los Estados Unidos, en el siglo xix, y que benefició mayormente a los demócratas. Quizá sea este uno de los temores de los republicanos, dentro del Congreso, frente a la aprobación de la actual reforma migratoria a favor de once millones de indocumentados —en su mayoría latinos— por sus potenciales implicaciones en la dinámica de la política interna. El punto más crítico del debate es si se les debería otorgar o no la ciudadanía, lo cual favorecería indudablemente al Partido Demócrata por las conocidas preferencias partidistas de los hispanos. No obstante, considero que la demanda por otorgar derechos políticos a los extranjeros es una cuestión distinta ya que contraviene principios básicos de la democracia contemporánea —lo cual no excluye que, en su proceso de inclusión en el país de destino, intervengan otros elementos subyacentes, tanto de carácter político como económico.

Cuando hablamos de derechos políticos, participación política y de ejercicio del voto de los inmigrantes, nos referimos exclusivamente a los que se han naturalizado, aquellos que han optado por la ciudadanía de un país ajeno, o sea, que excluye a quienes mantienen, por diversas causas, gustos y decisiones, su condición de extranjeros. Desde una perspectiva pragmática, la naturalización y la obtención de la ciudadanía del país receptor (quienes se encuentren en condiciones de cumplir los requisitos) suponen alcanzar numerosas ventajas. Pero más allá de esta visión, resulta un tema sensible y una decisión complicada para los que emigran, por el dilema emocional que implica optar por una nacionalidad distinta de la propia. Mientras que la nación esté asociada a la patria, cuestiones tan profundas como la lealtad, la pertenencia y la identidad hacen dudar a las personas a la hora plantearse la naturalización. Ello explica, en gran parte, la baja proporción de inmigrantes que optan por la naturalización. Lo dicho es más evidente en ciertos grupos. Al respecto, Leticia Calderón refiere que, en los Estados Unidos, el conglomerado de inmigrantes mexicanos presenta, por períodos, los índices históricos más bajos de naturalización, mientras que el de los rusos es el más proclive a realizar ese trámite.[13] Existe un sinnúmero de razones, incluso geográficas, que explican las disímiles posturas frente a esta opción jurídica. Al mismo tiempo, independientemente de que muchos inmigrantes no se involucren en el proceso de naturalización, han ido en aumento las demandas para participar en las dinámicas de las naciones receptoras. Este proceso participativo se amplía, además, por la posibilidad legal de involucrarse en las elecciones de sus países de origen, dada la extensión, por parte de estos, de la doble ciudadanía a sus nacionales residentes en el exterior.
Voto en la distancia

Como la participación electoral, en sus respectivos países de origen, de las comunidades emigradas es un fenómeno reciente, los estudios al respecto presentan aún ciertas limitaciones. Steven Vertobec sugiere que todavía la teoría política contemporánea es incapaz de proporcionar una buena respuesta a la pregunta de si los emigrantes son capaces de participar en las elecciones, financiar campañas y otras actividades del gobierno democrático en su país.[14]

El hecho es que, a partir de la intensidad de los movimientos contemporáneos de población, también ocurre una expansión vertiginosa de nuevas leyes de nacionalidad, principalmente por los gobiernos de las naciones de origen de los migrantes, lo que se ha convertido en política nacional por el creciente flujo de remesas y su importancia para las economías domésticas, locales, y el PIB en general. La mayoría de los países emisores, como los latinoamericanos, reconoce como ciudadanos a los nacidos en su territorio (ius soli).[15] Pero que esos Estados hayan empezado a asumir lo que doctrinalmente se conoce como sistema mixto —combinación de los principios ius soli e ius sanguini—, coincide en el tiempo con que sus saldos migratorios empezaron a ser negativos. Esto sostiene la idea de que la doble nacionalidad constituye, por diversos factores, una política que pudiera explicar la promoción de leyes que parten del principio de la «no pérdida de la nacionalidad de origen», para facilitar el proceso de integración de sus emigrantes a un nuevo país sin perder la condición de nacionales del propio.

Como se ha expresado, en Europa el ius sanguini constituye una tradición muy arraigada y, además, resulta lógico aplicarlo, por las bajas tasas de crecimiento poblacional. Sigue siendo un caso ilustrativo España, que, por motivos históricos, culturales y migratorios, ha suscrito tratados de doble nacionalidad con casi todos los países latinoamericanos; inclusive con el impulso, en la pasada década, de la Ley de Memoria Histórica y su Disposición Adicional VII, se ha propiciado que miles de descendientes de españoles —que emigraron a América Latina por factores políticos o económicos en la época de los éxodos masivos— obtengan la ciudadanía española; a ello Jorge Martínez Pizarro se ha referido como «una especie de retorno diferido generacionalmente».[16]

Todo esto posibilita que los migrantes puedan mantener vínculos con sus orígenes, no desde una perspectiva nostálgica o folclórica, sino en contacto cotidiano, pues la tecnología permite ahora que las estancias en sus comunidades de nacimiento sean más frecuentes o por períodos más prolongados: vacaciones, fiestas locales, negocios y turismo étnico. Asimismo, favorece que la información fluya prácticamente en tiempo real, lo que ayuda a mantener un contacto más cercano y sistemático.

Igualmente, ese proceso ha coadyuvado a que las comunidades se transnacionalicen, creando un sentido de membresía que no requiere que los sujetos estén físicamente en el lugar al que pertenecen. De este modo, se originan nuevas formas de relación, no solo simbólicas, sino también cada vez más específicas, a partir de la aparición de nuevos modos de expresión y vínculo político con el país de origen, que rompen con las antiguas formas de participación dentro del sistema político que ahora trascienden los límites geográficos en los cuales reposa el concepto clásico de Estado-nación —principalmente porque hay una ruptura con la imagen geográfica tradicional que delimita el ejercicio político, y se pasa a una perspectiva más extensa de inclusión política.[17]

Cuando una comunidad se pregunta qué peso deben tener en las decisiones políticas los ciudadanos que se encuentran fuera del país, en el fondo introducen muchos más cuestionamientos que los relacionados exclusivamente con sus derechos políticos. Ponen en duda la idea de «nación» cuando se plantea modificar o no los principios que definen quiénes pueden ser considerados miembros y quiénes se mantendrán al margen. La expresión más concreta de ello está en los procesos electorales donde se define quién puede votar y quién no. Las razones por las cuales se introduce este mecanismo difieren en función del contexto histórico y político, pero hoy es un hecho que un total de 115 Estados y territorios cuentan con disposiciones expresas que permiten el voto desde el extranjero, con experiencia en su aplicación, y donde los requisitos exigidos varían significativamente de un contexto a otro. Según lo previsto por la legislación de sus respectivos países, los emigrantes pueden ejercer su derecho al sufragio en elecciones legislativas, presidenciales o en ambos casos. Algunos Estados extienden la posibilidad de que sus migrantes tengan representación incluso dentro de sus estructuras legislativas, como Francia, Ecuador, Colombia y Cabo Verde.[18]

Sin embargo, este fenómeno ha tenido obstáculos en su aplicación por la oposición —debido a razones jurídicas, de soberanía, o de seguridad— de algunos países a que otros Estados realicen procesos electorales en su territorio. En la actualidad, el concepto de soberanía se está reformando sobre una base que no tiene que ver con el territorio, sino con fundamentos morales relativos a los derechos y obligaciones de un grupo poblacional, que puede transcender fronteras geográficas determinadas. Tal concepción sugiere que el voto en el extranjero no es una violación a la soberanía de los países anfitriones, sino un medio de extender el derecho de participación a todos sus ciudadanos donde quiera que residan.[19]

Una crítica que continuamente recibe el tema de la participación política de los emigrantes en los procesos electorales del país de origen, es que los índices de registros no son representativos de la comunidad residente en el exterior. Las razones pueden ser políticas, sociales, administrativas y financieras, o particulares de la votación en el extranjero, como los requisitos o facilidades para el registro, la ubicación de los centros de sufragio, el alcance de las campañas de información, o el hecho de que, en la mayoría de los casos, los votantes representan una porción significativamente pequeña del total. Esto último no quiere decir que no puedan tener un impacto considerable en el resultado de una elección, como ocurrió en la primera experiencia de voto en el extranjero en las elecciones legislativas italianas de 2006: una cantidad relativamente pequeña de residentes en el exterior decidió el ganador. Por otro lado, no deja de ser un referente útil porque permite apreciar los comportamientos políticos de los emigrantes en relación con sus países de origen y evaluar las tendencias de participación/abstención, y las preferencias partidistas.

En el contexto latinoamericano, la participación política de los emigrantes venezolanos y ecuatorianos en los últimos comicios presidenciales fue alta en ambos casos, pero se apreciaron diferencias en cuanto a sus preferencias políticas. Los venezolanos residentes en el exterior, desde que pudieron votar por primera vez, en 2000, hasta la fecha, han favorecido mayoritariamente a los candidatos opositores. Lo contrario sucede con los ecuatorianos, que apoyaron a Rafael Correa en su reelección de 2012, no así en 2006 y 2008. Esto refleja cómo en dos países con procesos democráticos parecidos sus comunidades migratorias tienen comportamientos diferentes, relacionados con su dinámica y composición socioclasista. El incremento sostenido de la migración venezolana, a partir de 1998, coincide con la victoria de Hugo Chávez en las urnas ese año; mientras que el contexto de salida para miles de emigrantes ecuatorianos, sobre todo de sectores empobrecidos, es la dura crisis económica, política y social. La mayor parte de los flujos venezolanos está compuesta por sectores opositores al chavismo, desplazados del poder político, por lo tanto, sus tendencias electorales son contrarias al proceso bolivariano. El discurso de Correa, por su parte, así como sus políticas de inclusión respecto a la emigración, han calado profundamente entre los ecuatorianos residentes en el exterior, lo cual concuerda con el comportamiento político interno.[20]

Un ejemplo más reciente lo tenemos en El Salvador cuyo número de electores en el exterior no es significativo —aunque conforman una de las mayores comunidades latinas de los Estados Unidos. Su voto en los comicios de 2014 favoreció al candidato del Frente Farabundo Martí (FMLN), básicamente porque la diáspora salvadoreña se encuentra formada por el exilio histórico, en su mayoría miembros de la guerrilla, desplazados como resultado del cruento conflicto civil de los años 80 del pasado siglo, y que constituyen hoy un bastión considerable de este partido político en el exterior.

Los mexicanos residentes en el extranjero son menos propensos a participar en los comicios nacionales desde que se les permitiera en 2006, a pesar de que fue un reclamo histórico desde la década precedente. Ello guarda estrecha relación con la fragilidad del sistema político mexicano, afectado en los últimos años por casos de corrupción. Sus tendencias se apreciaron una vez más en la elección de 2012; aunque se implementaron campañas publicitarias millonarias para incentivar el voto, el resultado no fue, en lo absoluto, el deseado.

Todos los ejemplos mencionados contradicen viejos prejuicios que suponen que la mayoría de los emigrantes se oponen al sistema político del país de origen. Ello solo se produce cuando se trata de exilio político, pero no siempre ocurre cuando el flujo migratorio se debe a razones principalmente económicas. Por ejemplo, las diásporas haitianas, guatemaltecas y, en su momento, las salvadoreñas, cuentan con personas que han salido de sus respectivos territorios por motivaciones políticas, y son menos proclives a emprender alianzas con el Estado.

En este sentido, puede ser ilustrativa la emigración cubana: después de 1959 y hasta los años 80 era, en su mayoría, hostil al proceso revolucionario. Actualmente, tal tendencia se ha revertido, si bien se mantiene en grupos minoritarios dentro del enclave de Miami. Aunque los emigrados no participan en la vida política de la Isla, el proceso de diversificación del flujo migratorio y las motivaciones económicas, han posibilitado un cambio positivo en la relación del Estado con la emigración. Varios encuentros «La nación y la emigración», la creación de asociaciones de residentes en el exterior, y su apoyo solidario y moral al proceso revolucionario cubano en temas claves como el bloqueo y el caso de los cinco héroes cubanos, son ejemplos de ello.

Otra percepción negativa con respecto a la participación política electoral de los emigrantes es su alto porcentaje abstencionista, incluso en casos en los que el voto es obligatorio en el país de nacimiento. Los países mencionados, entre otros, indican que esta imagen es circunstancial, ya que una cosa es que el ejercicio electoral transnacional esté reglamentado (la parte que corresponde a los Estados), y otra, el interés que el proceso electoral suscita tanto en el país como entre los ciudadanos en el exterior (coyuntura política). Por ejemplo, las elecciones brasileñas de 2002 —en las cuales triunfó el candidato del Partido del Trabajo (PT), Luíz Inácio Lula da Silva— despertaron un interés inusitado en su propio país y entre algunos sectores de la diáspora brasileña, que rompieron sus propias marcas de participación electoral desde el exterior. Los dominicanos emigrantes, por su parte, reclamaron su participación en la vida política de su país desde los años 90. En los Estados Unidos, los partidos políticos dominicanos cuentan con miles de afiliados en los principales enclaves de la emigración, y de hecho fueron relevantes para que Leonel Fernández —integrante de esa diáspora— se convirtiera en presidente.[21]

Sobran los ejemplos relacionados con el tema; lo innegable es que la activa participación a través del voto en la distancia puede influir en los procesos de toma de decisiones de los países de origen.
Conclusiones

El fenómeno de la participación política de los emigrantes, tanto en los procesos electorales de sus países de nacimiento como en los de residencia, constituye una continuación de los reclamos clásicos iniciados en el siglo xix. En la actualidad, en un considerable número de naciones, la decisión de los asuntos políticos de un Estado no solo es un derecho exclusivo de los nacionales, sino que también es válido para los extranjeros naturalizados, así como para sus ciudadanos residentes en el exterior. Por lo tanto, lo expuesto resulta una muestra de las novedosas formas de expresión política que han asumido los emigrantes a partir de las dinámicas contemporáneas de las migraciones internacionales y por las coyunturas específicas en sus contextos de origen y asentamiento.

Notas
[1]. El concepto de participación política del que partimos es el elaborado por el Dr. Carlos Cabrera: «Es el conjunto de acciones individuales o colectivas que permiten a los ciudadanos “tomar parte”, involucrarse o contribuir directa o indirectamente en la producción y desarrollo de lo político, intervenir en los procesos de formación y toma de decisiones políticas objetivando con ello su posición política ante determinados objetos, procesos y fenómenos políticos que intervienen en la reproducción de su vida cotidiana. Tales acciones pueden plasmarse tanto desde cauces institucionales convencionales (actividades que tienen que ver con el apoyo a instituciones y canales legales establecidos de participación (como son elecciones, campañas electorales y apoyo a los partidos políticos), como también desde cauces no institucionales, no convencionales (actividades que se realizan fuera de las vías institucionales, como pueden ser las huelgas, las sentadas, las recogidas de firmas, las manifestaciones, los movimientos sociales o las asociaciones de ciudadanos)». Esta definición es fundamental en el desarrollo de este estudio. A ella le añadimos que las actividades que realizan los migrantes en el proceso de toma de decisiones dentro del Estado receptor o en su país de origen —votos, candidaturas, contribución a campañas— o de otra índole política, que le son permitidas en uno y otro sitio, también componen el amplio concepto de participación política. Véase Carlos Cabrera, «El estado del arte del fenómeno de la participación política» (inédito).

[2]. Antonio Aja, «Temas en torno a un debate sobre las migraciones internacionales», Centro de Estudios de Migraciones Internacionales, La Habana, 2004, disponible en http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/libros/cuba/cemi/temas.pdf (consultado el 26 de febrero de 2014).

[3]. Ídem.

[4]. José Itzigohn, «Immigration and the Boundaries of Citizenship: The Institutions of Inmigrant´s Political Transnationalism»,International Migration Review, n. 4, Nueva York, 2000, pp. 1115-39; Alejandro Portes, «Globalization from Below. The Rise of Transnational Communities», Working Papers Series, Princeton University, Princeton, 1997, pp. 18-34.

[5]. Leticia Calderón, «El estudio de la dimensión política dentro del proceso migratorio», Sociológica, n. 60, México, DF, 2006, pp. 43-5.

[6]. Dilip Ratha et al., «Datos sobre migración y remesas 2011», Unidad de Migración y Remesas del Banco Mundial, disponible enwww.worldbank.org/migration (consultado el 11 de febrero de 2014).

[7]. Leticia Calderón, ob. cit, pp. 48-50.

[8]. Según el principio ius sanguini o derecho de sangre, la nacionalidad de una persona se hereda de sus ascendientes (padres), aunque el parentesco sea adoptivo y sin importar donde haya nacido.

[9]. «Votar en el extranjero», disponible en ACE. Red de Conocimientos Electorales, http://aceproject.org/ace-es/topics/va/onePage(consultado el 27 de febrero de 2014).

[10]. Sharon R. Ennis et al., «The Hispanic Population: 2010», en 2010 Census Briefs, U.S. Census Bureau, disponible enwww.census.gov/population/www/cen2010/glance/index.html (consultado el 11 de febrero de 2014).

[11]. Por la importancia que ha adquirido el voto latino dentro de los Estados Unidos algunos gobiernos de países de alta expulsión migratoria (Colombia y México) han tratado de incentivar entre sus comunidades a ciertos grupos para que funcionen a manera delobby étnico y sirvan de puente entre dichos gobiernos y la clase política estadounidense. Este plan no ha logrado los fines propuestos debido a que la posibilidad de un activismo político «monitoreado» por gobiernos específicos se contrapone a la diversidad de intereses que cada comunidad representa, que hace difícil creer que esta estrategia pueda aglutinar a la mayoría, y menos aún en representación de una postura gubernamental que, a su vez, refleja la diversidad política de cada país y que difícilmente coincide con la que los propios inmigrantes tienen.

[12]. Leticia Calderón, ob. cit, pp. 53-5.

[13]. La naturalización no es un proceso libre de un debate interno profundo, sino que pasa por el cumplimiento de los requisitos y por las coyunturas políticas en los países de destino. Leticia Calderón, ob. cit, p. 55.

[14]. Steven Vertobec, «Desafíos transnacionales al nuevo multiculturalismo», Migración y Desarrollo, n. 1, México, DF, 2003, p. 21.

[15]. Según el principio de ius soli o derecho del suelo, las personas que nacen en un Estado adquirirán la nacionalidad de ese Estado, que puede ser distinta a la de sus padres de origen.

[16]. Jorge Martínez Pizarro, «El mapa migratorio de América Latina y el Caribe, las mujeres y el género», Serie Población y Desarrollo, n. 44, Santiago de Chile, 2003, pp. 1-95.

[17]. Ibídem, pp.13-8.

[18]. «Votar en el extranjero», ob. cit.

[19]. José Itzigohn, ob. cit., pp. 1133-3.

[20]. Landy Machado Cajide, «El voto migrante y las elecciones presidenciales en Venezuela y Ecuador. Visión comparada y aproximación al fenómeno desde la perspectiva transnacional», Ponencia presentada al X Evento de Estudios Políticos y Sociales, Universidad de La Habana, 20-22 de marzo de 2013 (inédita).

[21]. Todos los casos citados son parte de una investigación en curso sobre el comportamiento político de las comunidades migratorias latinoamericanas en procesos electorales en sus países de origen.
 
Fuente Temas 78

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