Mi blog sobre Economía

lunes, 9 de febrero de 2015

Cuba: A propósito de la relación entre política y economía

Por Julio César Guanche

Dentro de cinco años, el triunfo de 1959 arribará a su aniversario 60. Sesenta años es bastante tiempo. El proceso soviético duró apenas quince años más. Es imposible vaticinar cómo recibirá Cuba el 1 de enero de 2019, pero existen algunas certezas. Entre ellas, sobresale una: los representantes de la generación llamada “histórica” — en verdad, todas las generaciones son asimismo “históricas”— vivos para esa fecha tendrán cerca de 90 años. Por otra parte, Raúl Castro, cuando limitó a dos periodos el mandato de los más altos cargos representativos de la nación, impuso a su gobierno el tope de 2018. Entre una razón y otra, nadie que habitase la Isla a la caída de Gerardo Machado (1933) podrá ya conducir el rumbo nacional.

Es un escenario novedoso, aunque no sea terra incognita. El país ha vivido ya sin Fidel Castro. La salida del poder del líder revolucionario fue imaginada por décadas como el anuncio de cambios sísmicos en el mapa del país. Lo que ha ocurrido desde entonces hasta hoy ha comportado cambios, pero bastante alejados de la escala de los terremotos. A su vez, la sucesión de Raúl Castro parece haber sido asumida en las máximas esferas de decisión como un evento planificado en el que ocupen el poder los siguientes en la jerarquía institucional. Dado el nivel de problemas acumulados en la sociedad cubana, de conflictividades y tensiones que encuentran escasos canales de circulación y procesamiento, todo ello unido a la muy diversa localización, ideológica y geográfica, de los actores sociales y políticos interesados en el carácter del régimen político cubano, es una apuesta situada en la escala de lo posible, aunque interpretada en clave optimista.

Esa imaginación, entrenada en hacer política bajo control, en tanto administración de las cosas, sobredimensiona la capacidad de planificar y regular circunstancias, y no encara como posibilidad que la política adquiera dinámicas que, si bien sigan trayectorias de dependencia condicionadas por su historia, también dejen abierto el cambio súbito que desestabiliza las formas anteriores de control y/o legitimidad. Entre los datos que no toma en cuenta esa planificación del futuro se encuentra el número de cubanos que, dentro y fuera de Cuba, viven ya sin Raúl Castro, esto es, que hacen su vida por “cuenta propia”. Si un número determinado de personas no encuentran vínculo entre el sistema político insular y su forma de vivir —o lo encuentran no satisfactorio— es contradictorio hacer descansar la legitimidad de un cambio sobre las mismas bases que son criticadas.

Durante estas seis décadas, Cuba ha sido una excepción en muchos campos respecto a América latina. Con frecuencia, ha sido una nota a pie de página que consigna la diferencia cubana con la media regional, ora porque los indicadores nacionales sean superiores, por ejemplo en escalas de medición de salud y educación, ora porque no se dispone de datos para la comparatística, o bien porque la estructura política institucional es de una singularidad tal que la hace inconmensurable con la existente en el resto del continente, sea propia de procesos de derecha, de centro o de izquierda. Tradicionalmente, el discurso oficial cubano ha hecho uso de dicha excepcionalidad como celebración narcisista de su diferencia. Sus críticos la emplean para lo contrario: mostrar cómo el país se ha quedado patológicamente “atrás”. Un hecho parece irrebatible: existe una asincronía entre Cuba y América latina que se expresa, entre otros lugares, en el tipo de problemas debatidos en la Isla y, sobre todo, en la imaginación de los discursos y las prácticas que buscan darles respuestas. Por lo mismo, ha sido escasamente percibido cómo, en varios aspectos (algunos de ellos son tratados en el presente dossier), Cuba se parece a América latina en la medida en que comparten un rango de problemas similares.

Con todo, la asincronía ha sido captada también por el discurso oficial cubano, que llama “actualización” al proceso de modificaciones experimentado en el país desde 2008. Se trata de una búsqueda de puesta al día cuya referencia no es tanto la “política” de contenido socialista más contemporánea, sino la “práctica” que resulte eficaz para encarar los problemas propios y del sistema de relaciones en que el país debe insertarse. El foco de esos problemas “prácticos” ha sido ubicado en la “economía”. La reforma/actualización cubana se presenta como una intervención sobre la organización de la economía que, también ella, afirma que progresará sin estar conectada a cambios en el modelo político. Como se ha dicho expresamente por funcionarios a cargo de la “actualización”, este último ámbito no experimentará reformas.

La escisión entre economía y política está firmemente asentada en la imaginación desde la cual se dirige el país. El VI Congreso del Partido Comunista de Cuba, principal instancia de decisión de ese organismo, se dedicó por entero a “la economía”, mientras que “la política” fue atendida tiempo después en una “Conferencia Nacional”, conclave de inferior jerarquía en el diagrama de autoridad partidista. Hoy el discurso oficial cita de modo continuo los “Lineamientos de la política económica y social del Partido y la Revolución”, aprobados en el Congreso —al punto que ese documento hace las veces de Constitución, mientras la vigente Carta Magna espera pacientemente por ser reformada y las incongruencias con su texto se explican como parte de “experimentos en curso”. En contraste, no se referencian los acuerdos tomados en aquella Conferencia.

Diversas posiciones entienden que poder separar la política de la economía es un logro largamente ansiado para el contexto cubano. Sería un paso necesario en tanto evita la enorme interferencia que ha sido infligida a la economía, misma que ha comprometido sus resultados de eficiencia a manos de una planificación altamente burocrática. Al propio tiempo, la celebración de la separación entre economía y política dice mucho sobre el marxismo oficial cubano, que desconoce un hecho crucial: afirmar esa separación es renunciar ya no al contenido crítico del marxismo sino también a la posibilidad de una democracia que sea expansiva, al unísono, en lo que respecta a los derechos políticos y a los sociales, culturales, ecológicos, etcétera.

Dicha premisa desconoce las reelaboraciones institucionalistas y marxistas sobre la relación entre estado y economía. Para los institucionalistas, el Estado y el mercado no son modos diferentes de organización de la actividad económica, sino esferas de actividad mutuamente constituyentes. Si el problema del desarrollo es crítico para la teoría del Estado, este se obtiene de la construcción de sinergias entre estado, economía y sociedad civil, y no de agregar más o menos “interferencia” estatal. Para los marxistas, no hay nada que pueda ser llamado “economía” que no se constituya desde el mundo de la “política”: el mercado (sea el inmobiliario, el financiero, el de fuerza de trabajo, o el “mercado” a secas) es resultado de la sucesiva intervención estatal y de la creación, también desde la “política”, de las condiciones materiales y legales necesarias para su existencia y despliegue.

Si se atiende a la democracia, la relación entre economía y política resulta clave para construir la dependencia entre la libertad política y la capacidad de controlar los medios materiales necesarios para la existencia personal y social. La libertad tiene fundamentos materiales, no solo políticos. Sin un umbral de igualdad social, o de independencia material, es impracticable la ciudadanía. A través de la politización de la “economía” se hace posible complementar la dimensión formal de la ciudadanía con la dimensión material de esta relación política, colocando como un problemapolítico —y como una responsabilidad ciudadana y estatal— la exclusión y la desigualdad sociales.

Son tesis distintas a las liberales, que encuentran en la disociación entre política y economía la manera de proteger a ambas: si la política no interviene en la economía no limita la expansión del mercado y la producción capitalistas; y si la economía no interviene en la política es porque esta se procesa ya entre ciudadanos “iguales”. Por ese camino, el problema para el liberalismo es el imperium, el exceso de poder político concentrado, que promete dispersar, pero no el dominium, el poder nacido de ámbitos “privados” de decisión, como la hacienda terrateniente o la empresa capitalista. En ello, si el liberalismo busca dispersar el poder, la democracia aspira a redistribuirlo.

Este dossier de OSAL se hace cargo de los cambios políticos, que, quiérase reconocer o no, están operando en la Cuba actual. Sin embargo, no atiende solo a las “consecuencias políticas” de los cambios económicos, sino a la dimensión política que atraviesa toda decisión económica. Por ello, a diferencia de la mayor parte de los abordajes sobre la reforma se evitan aquí los estudios de los economistas —que tienen similar importancia, pero son los mayormente disponibles— y recorre rutas de análisis que han permanecido a la sombra del proceso de “actualización”, o en todo caso han sido objeto de insuficiente debate oficial y público.

Los lectores encontrarán aquí un campo de temas a cuya importancia intrínseca se le ha de sumar la forma en que el enfoque de este dossier los organiza, de modo que queden relacionados: el marco institucional de protección de la ciudadanía ante los resultados de la reforma; el papel de la ley, la soberanía, la representación popular y la Constitución como cauce de los cambios, y no como apéndices de este; el análisis del nuevo Código de trabajo, de la regulación de nuevas relaciones laborales, y de la cultura de sobrevivencia en el país; la cultura política de los trabajadores “por cuenta propia” (que la tienen, claro está, más allá de ser estadísticas de empleados en el sector no estatal); y el rol de la prensa y del debate intelectual en el proceso.

Quienes escriben integran, en su mayoría, una izquierda socialista cubana, con conciencia histórica de sí misma, formación teórica y visión del mundo. Algunos de ellos no son los especialistas más conocidos fuera de Cuba sobre temas cubanos, pero aquí radica otra ventaja: se sugiere atender a estos nombres que, junto a otros que están en la Isla y fuera de ella, vienen haciendo desde hace años investigación concreta, y aportando información nueva, necesaria para salir del vasto cruce de opiniones sobre la Isla y contribuyendo a colocar la discusión sobre la realidad cubana en el campo contrastado del debate científico y en el terreno de las discusiones políticas potencialmente más fértiles. Su mirada se detiene sobre estos aspectos preocupada al unísono por la política y por la economía porque su interés no es solo limitar el poder o hacer crecer el PIB, sino producir una concepción democrática tanto de la política como de la economía.

(Contiene textos de: Dmitri Prieto Samsónov, Isbel Díaz Torres, Raúl Garcés, Ailynn Torres Santana, Diosnara Ortega, Pablo Rodríguez Ruiz, Boris Nerey, Julio Antonio Fernández Estrada, Alejandra González Bazúa.)

La Habana, diciembre de 2014

Julio César Guanche
Miembro del Consejo Editorial de OSAL
Compilador de este dossier
 

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