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sábado, 16 de mayo de 2015

Los riesgos de la ilusión de foco en el 17D

Juan Antonio García Borrero • 16 de mayo, 2015



Era de sospechar que los discursos simultáneos de los presidentes Barack Obama y Raúl Castro el 17 de diciembre del 2014, anunciando el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y los Estados Unidos, monopolizaran la atención de buena parte del planeta. La tendencia cada vez más inevitable a leer la vida como si se tratara de un filme, nos hizo creer que aquel día asistíamos a ese tramo del discurso cinematográfico en el que, tras la presentación de los principales personajes del drama, y el desarrollo de sus múltiples peripecias y confrontaciones, se llegaba, por fin, a un desenlace.

Pero hay en esa lectura el riesgo de otro gran espejismo. Digamos que una vez más podríamos incurrir en esa ilusión de foco que en el teatro nos hace jurar que solo existe aquello que permanece iluminado en el escenario. Por supuesto que no se podrían negar la trascendencia de esas decisiones gubernamentales que han puesto fin (al menos temporalmente) a una modalidad de confrontación explícita, si bien las oposiciones y los disensos seguirán existiendo de un modo sordo, sumergido.

En tal sentido, cabría preguntarse si el 17 de diciembre de 2014 (“17D” en el nuevo imaginario geopolítico de estos tiempos) en verdad es el síntoma de algo que, en definitiva, ya estaba funcionando en la sociedad cubana desde hace mucho tiempo. De ser cierta esa interpretación, el 17D no anuncia el nacimiento de una nueva era, sino que tan solo le concede legitimidad a un estado de cosas que ya operaba de modo apagado en la vida cotidiana de los cubanos.

Por eso lo interesante sería desplazar en algún momento la atención de esa parte del escenario que ahora luce resplandecida, a aquello que por permanecer en las sombras no apreciamos ahora mismo. O lo que es lo mismo: dejar a un lado la fascinación por el relato histórico donde apenas permanecen en la memoria las grandes crestas, los “grandes acontecimientos políticos” para indagar en eso que alguna vez Michel de Certeau nombró “la invención de lo cotidiano”, es decir, para descubrir en el fragor del día a día esa multitud de personas que escucharon la noticia, la comentaron en su momento, se alegraron o se sintieron traicionadas, pero que pasado los dos o tres minutos, volvieron a lo suyo, a lo que no se puede eludir: al oficio de sobrevivir.

De modo que tarde o temprano habría que pensar en el 17D más en términos culturológicos que puramente políticos. El discurso del presidente Barack Obama no ha disimulado su intención de intervenir en esta área donde los ciudadanos buscan hacer realidad esos sueños perseguidos por el más común de los mortales, viva donde viva; sueños propios que tendrían que ver con la prosperidad material, pero también con el ejercicio de las libertades individuales, y la ansiedad de ser reconocidos por un pacto social que lo tomen en cuenta a la hora de proteger los derechos humanos más elementales.

Si hoy una parte del mundo entiende que las democracias capitalistas conforman el único sistema que, con todos sus defectos, es capaz de garantizar el espacio para el ejercicio de esos derechos, se debe más a la efectividad de sus mensajes culturales que a la retórica política propiamente, o a las realidades concretas. Y los cubanos de ahora mismo no han estado ajenos a la influencia de esos mensajes, sobre todo en esta época en que la revolución electrónica se ha encargado de llevar hasta los hogares más humildes, no obstante las precariedades tecnológicas y la ausencia de un Internet de acceso público, la imagen de ese capitalismo light que suelen vendernos los medios, un capitalismo donde no faltan los conflictos sociales, pero que gracias a ese mismo sistema (y al valor sagrado y engañoso de la libertad de expresión de los ciudadanos) se alcanzan a resolver en su seno, sin necesidad de una ruptura sistémica.

El proceso socio-político liderado por Fidel Castro desde el 1 de enero de 1959 nació en clara oposición a esa manera hegemónica de representarse el mundo de entonces. Era otra época, desde luego, y la presencia de la URSS permitía pensar en el socialismo como una alternativa posible a esos modos de convivir, donde la dictadura del mercado diseña las no menos cruentas y excluyentes relaciones de poder. No creo que el 17D deba interpretarse como un gesto de claudicación utópica, al menos en lo que a los cubanos se refiere. Más bien tendríamos aquí una muestra bastante elocuente de realismo político asumido por los gobernantes de ambos países, pero donde se intenta actualizar el diferendo simbólico que desde siempre ha mantenido la nación cubana con su vecino.

Porque si algo tendría que quedar claro es que el nacionalismo cubano no lo inventó Fidel Castro. Todavía no se había proclamado la República cubana en 1902, tras la retirada del poder de los españoles en 1898, y ya en la isla se hacían sentir esas pugnas donde se enfrentaban los patriotas que habían combatido al régimen colonial con quienes interpretaban la modernidad nacional de acuerdo a los parámetros que dictaba la vida estadounidense en aquellos instantes.

Hoy el escenario sería similar en términos de influencias e intervenciones. Solo que en vez de una intervención militar, hace mucho que Cuba ha conocido de lo que podría llamarse una intervención cultural por parte de los Estados Unidos. De allí que importe más la lectura sintomática de estos fenómenos que la descripción explícita de lo que está pasando a nivel oficial.

Para los cubanos, el 17D será una fecha histórica; para los ciudadanos norteamericanos no tanto. Desde luego que agradecerán todas esas medidas que ayudan a que ambos pueblos consigan ese nivel de proximidad que a lo largo de la Historia ha permitido que la cultura humana se enriquezca. Pero esto será asumido como parte de un proceso mayor en el cual el mundo se hace cada vez más aldeano. En ese futuro que ya está instalado entre nosotros (hablo de los cubanos que vivimos en la isla) tendremos que aprender a lidiar con nuevas ilusiones de foco. Será un desafío mayor, y optimista trágico como soy, sospecho que ahora abundarán, más que antes, los rehenes de las sombras. Pero a pesar de todo, siempre será preferible la esperanza a la convicción de que no había ninguna luz al final del túnel.

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