Puede ocurrir que en un determinado momento uno se encuentre entre aniversarios felices y luctuosos. El tiempo, el implacable, gusta de ponernos entre la espada y la pared. Este 21 de enero mi hijo Miguel David cumple 21 años. Pero en igual día de 1924, la Humanidad perdió a un gigante al que llamaron y llaman Lenin.
Sería cómodo intentar esbozos biográficos o emborronar una apología. Hombres como Lenin son: se toman o se dejan con virtudes y defectos y, a fín de cuentas, la Historia barre la hojarasca e ilumina su figura como lo que fue: el político que fundó revolucionariamente el primer Estado de obreros y campesinos del planeta, enfrentó una guerra civil y la invasión de los ejércitos de 14 países y supo, en momentos críticos, mostrar capacidad de maniobra para hacer realidad lo que siempre dijo: “una revolución vale lo que es capaz de defenderse”. De muchas formas, desde las cargas de caballería a lo Budionny hasta la Nueva Política Económica, sin dejar de pasar por el humillante Tratado de Brest-Litovsk.
Siempre que pienso en Lenin recuerdo una anécdota desagradable de mis tiempos como agente encubierto de la Seguridad del Estado. Entre 1984 y 1991, ya con mucho de Marx y Engels a cuestas, emprendí el estudio de las obras completas del fundador de la Unión Soviética. Tomo a tomo, y son 55 los de la Editorial Progreso de Moscú, impresos en 1974. De más decir que muchísimo aprendí: Lenin filósofo, Lenin economista, Lenin más que todo político…y Lenin demócrata.
De aquellas lecturas calmadas hice un dossier mecanografiado, a inicios de 1992, el cual era una compilación de citas sobre los temas Partido, Democracia y Derechos Humanos. Estuvo conmigo, como tesoro, hasta que en 1997 cayó en manos de algún oficialillo, durante un allanamiento de la Seguridad realizado en mi hogar con el “propósito” de “ocupar medios” al supuesto “contra”, metido hasta el cuello en líos antiterroristas, como cuadraba a un "seguroso".
Es mi culpa haberlo perdido: mi mejor jefe me advirtió que sacara de la casa todo lo comprometedor que no tuviera que ver con la operación, y a mí ni me pasó por la cabeza que estudiar a Lenin fuera “contrarrevolucionario”. Pero lo peor vino después: cuando reclamé mi dossier por los canales establecidos, en tanto que agente protagonista de una operación culminada con éxito, recibí una respuesta lacónica: “la Jefatura decidió no devolverte el file de Lenin”. Quizás muera sin saber si un coronel estudioso me robó la investigación, o si un coronel burócrata consideró que ese Lenin es demasiado “subversivo”. Kevin, camarada de armas, sabes mejor que nadie que no estoy mintiendo.
Cuento la anécdota no por rencor, sino para que el lector sepa porqué no podré citar con la exactitud que me exijo como periodista. Porque ahora, cuando ese Estado que Lenin fundó dejó de existir por haber traicionado a troche y moche los verdaderos principios del marxismo, vale como nunca acercarse al Lenin de sus finales de vida, al Lenin que vio horrorizado la creciente burocratización de la vida soviética y, de inicio, desautorizó a Stalin y a Trostki como sucesores suyos.
Para Lenin, esos últimos momentos de su vida debieron de ser un infierno, porque él se sabría responsable en alta medida de lo que estaba pasando. Remontémonos al X Congreso del Partido Bolchevique, celebrado en marzo de 1921. Allí, prácticamente sólo como voto de confianza a EL, porque el desacuerdo era general, se aprobó un artículo secreto en los Estatutos partidistas, según el cual el órgano electo podía expulsar de sus filas a cualquiera de sus miembros. O sea, que el Comité Central, por ejemplo, podía destituir a cualquiera de sus miembros sin contar con el elector, en este caso el Congreso. Como medida coyuntural, y con Lenin a la cabeza, pareció una buena idea para evitar la escisión que amenazaba a los bolcheviques. Pero, visto en la distancia, era un recurso excelente para eliminar a las minorías partidistas, aunque se mantuvieran dentro de los principios del centralismo democrático.
Muchos de sus escritos posteriores, los del Lenin enfermo de muerte, se dedicaron a la defensa enfebrecida de los derechos de las minorías, particularmente en lo referido a garantizar su espacio en la prensa partidista. Lenin, en momento alguno, tuvo temor a los debates abiertos e incluso, en el congreso citado, manifestó que el tema de la existencia de uno o varios partidos era irrelevante, porque de todas formas iban a existir; lo importante, para él, eran las alianzas a concertar con las agrupaciones rivales. Llegó más lejos: opinó que con una estructura de soviets como debía ser, eran innecesarios los partidos políticos.
La Historia, la implacable, dio razón a sus temores. Según acotación marginal presente en las Obras Completas de la Editorial Progreso, a la semana de muerto Lenin, nada más que a la semana, Stalin aprovechó su mayoría en el Comité Central y se quitó de encima a Trostki, por supuesto que a tenor del artículo aprobado en el X Congreso bolchevique. Ahí, justo ahí, nacieron los totalitarismos que agitaron el siglo XX, signados a la izquierda por la copia mecánica del articulo de marras en los estatutos de muchos partidos obreros, entre ellos el vigente en el actual Partido Comunista de Cuba.
Lenin, ese Lenin agonizante que se da la mano con Rosa Luxemburgo, es de urgencia estudiar y revelar a las mayorías, al pueblo trabajador, a los campesinos, a todos, y es un deber de comunista, si uno se atreve a llamarse tal, acabar de levantar vuelo como las águilas -- Lenin y Rosa, sin dudas -- para liquidar el picoteo de las gallinas.
Manuel David Orrio en Kaos en la Red
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