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domingo, 14 de mayo de 2017

Cuba: Historia clínica del asesino de León Trotsky

Por Leonardo Padura

El doctor Miguel Angel Azcue, oncólogo, seguramente habría tardado muchísimos años en saber quién había sido, en realidad, aquel paciente a quien, en los primeros meses de 1978, le diagnosticó, sin margen de dudas, un cáncer de amígdalas en fase avanzada. Incluso, es más que probable que el médico jamás hubiera llegado a saber la identidad de aquel español cetrino y avejentado que fue traído a su consulta por el propio director del hospital, el doctor Zoilo Marinello.

Para que el 21 de octubre de 1978 el doctor Azcue pudiera enterarse de quién había sido en verdad aquel paciente enigmático (y ya entenderán por qué uso este calificativo) tuvo que ocurrir toda una serie de coincidencias, preparadas y desarrolladas casi por un destino superior, interesado en revelarle al médico una historia recóndita y alarmante.

El primer hecho imprescindible para que todo el montaje se hiciera efectivo fue que el 20 de octubre, devorado por aquel cáncer que el doctor Azcue vio y diagnosticó de inmediato, muriera en La Habana Ramón Mercader del Río, el invisible asesino de Trotski. El segundo hecho indispensable es que, contra lo que se había dispuesto, la noticia del fallecimiento de Mercader atravesara las férreas cortinas del anonimato y el silencio, y por alguna vía se filtrara a la prensa internacional. Porque, de más está decirlo, la prensa cubana nunca publicó esa ni ninguna otra noticia relacionada con la presencia durante cuatro años o con la muerte, en Cuba, del español que en 1940 había asesinado violentamente al segundo hombre de la Revolución de Octubre.

Los otros hechos que se conjugaron para que el médico se asombrara hasta la conmoción fueron que aquel 21 de octubre de 1978, el doctor Azcue y su colega, el doctor Cuevas, salieran de La Habana hacia Buenos Aires para participar en un congreso de oncología al que habían sido invitados. De no haber existido ese congreso y la invitación, Azcue y Cuevitas –como todos llaman al experimentado oncólogo cubano– no habrían estado a bordo de la nave de Aerolíneas Argentinas, una de las que por ese entonces cubría el trayecto La Habana-Buenos Aires. Pero es que si en lugar de viajar con la compañía rioplatense, lo hubieran hecho con Cubana de Aviación, quizás Azcue y Cuevas tampoco habrían accedido a la verdad: la diferencia radica en la prensa que, en una y otra aerolínea, se entrega a los pasajeros. En Cubana, prensa cubana; en Aerolíneas Argentinas, prensa argentina. Los periódicos cubanos, como se ha dicho, hubieran contribuido a mantener a Azcue en la ignorancia, al menos un día más, o tal vez muchos días más, quizás, incluso, por siempre; la prensa argentina, en cambio, le mostró un titular que desde el primer momento lo conmovió en muchos sentidos –“Muere en La Habana el asesino de León Trotski”– y una foto que lo removió de arriba abajo: aquel Ramón Mercader que aparecía en el periódico tenía que ser el mismo paciente que, meses atrás, él y Cuevitas habían diagnosticado con cáncer... y así se lo ratificó a Azcue su colega del Hospital Oncológico y compañero de fila en el avión de Aerolíneas Argentinas donde, para casi completar las conjunciones de esta historia, le habían entregado a los médicos un periódico de Buenos Aires y no uno de La Habana.

Pero es que en realidad la historia de la relación del doctor Azcue con el asesino de Trotski había comenzado treinta y ocho años antes, en México D.F., cuando siendo un niño le escuchó decir a su padre que habían asesinado al líder soviético en su casa de Coyoacán. Azcue, que había nacido en España, había llegado muy joven en México y no se trasladaría a Cuba hasta unos 20 años después, había vivido desde entonces con la curiosidad desvelada por aquella historia que había conmovido no solo a su padre, un republicano español, sino a millones de hombres en el mundo. Del asesino de León Trotski pudo conocer, a lo largo de todos esos años, lo poco que todos sabían: que su nombre (presumiblemente falso) era Jacques Mornard, que aseguraba ser un trotskista desencantado aunque todos sabían que era un embuste, que había matado a Trotski con un piolet, con mucha premeditación y toneladas de alevosía, y que por ese crimen cumplía veinte años de condena en cárceles mexicanas... y prácticamente nada más. Quizás esa misma nata de misterio, silencio, complot y engaños que se habían condensado alrededor de la figura del asesino, mantuvieron vivo, a través del tiempo, el interés de Azcue por aquel hombre: lo mantuvo en México, lo trajo consigo a Cuba y lo conservaba casi perdido en un rincón de su memoria –pero vivo y latente– cuando subió en el avión de Aerolíneas Argentinas y abrió el periódico que lo enfrentaría con una verdad conmovedora: él, Azcue, había tenido ante sí a aquel asesino, le había hablado, lo había tocado y había sido el encargado de decirle que muy pronto iba a morir.

Azcue siempre recordaría vívidamente la tarde en que el doctor Zoilo Marinello lo enfrentó con aquel paciente. El hecho de que el director del hospital le pidiera que, con sus otros colegas oncólogos especialistas en “cabeza y cuello”, examinara a aquel español, que era un caso “suyo”, motivó la curiosidad de Azcue. Luego, el hecho de que aquel hombre al cual, según él mismo, lo habían visto muchos médicos (no dijo quiénes ni dónde) que no habían sido capaces de diagnosticar el evidente y muy extendido cáncer de amígdalas que lo estaba matando, generó la sorpresa del team de especialistas y marcó una muesca en la memoria del médico. Por último, el hecho de que el tratamiento de consuelo –unas pocas radiaciones– que Azcue y sus colegas le aconsejaron al paciente, ante lo extendido de la enfermedad, no le fuera suministrado en el Hospital Oncológico, sino en otra institución, terminó de fijar en el recuerdo de Azcue la estampa de aquel paciente específico que, de lo contrario, tal vez se habría convertido en uno más de las decenas, cientos de personas que examinaba cada año.

En la recomendación del director del hospital había además varios elementos que solo meses después, cuando supo quién era en verdad su paciente, el doctor Miguel Angel Azcue comenzó a valorar: el doctor Zoilo Marinello era un viejo militante comunista, hermano del político y ensayista Juan Marinello, uno de los líderes del antiguo Partido Socialista Popular (Comunista) más reconocidos en Cuba. Como el médico sabría mucho más tarde, Ramón Mercader y su madre, Caridad del Río, tenían relaciones de amistad con algunos de esos viejos militantes comunistas cubanos, entre ellos el propio Juan Marinello y el músico Harold Gratmages, con el que –mucho, mucho más tarde lo sabría Azcue– había trabajado Caridad cuando Gratmages fungió como embajador cubano en París (1960-1964). Por lo tanto, si alguien sabía o tenía que saber quién era el republicano español invadido por el cáncer, ese hombre era Zoilo Marinello. No se trataba, pues, de una recomendación corriente.

También fue años después de la muerte de Mercader y de haber sabido su identidad, que el doctor Azcue tendría una nueva y extraña conmoción relacionada con aquel tétrico y oscuro personaje. Ocurrió en la zona montañosa del centro de la isla, el Escambray, donde existe un museo dedicado a “la lucha contra bandidos”, como fue calificada desde los años de la década de 1960 la guerra de baja intensidad que se desarrolló en esa zona entre las guerrillas de opositores al sistema y las milicias y el ejército revolucionario. En aquel museo, entre muchas fotos, hay una de un grupo de combatientes “cazabandidos” en la que aparece un hombre que... ¡según Azcue debe ser Ramón Mercader! ¿Es posible que cuando todos lo creíamos en Moscú Mercader estuviera en Cuba, colaborando con los cuerpos cubanos antiguerrillas o de contrainteligencia? Aunque las evidencias que se manejan hacen poco factible esa posibilidad, el doctor Azcue piensa que solo si Mercader tenía un gemelo, el hombre de la foto museable (no identificado en las explicaciones escritas de la muestra) no es él.

Veinticinco años después de la muerte de Ramón Mercader, mientras yo comenzaba a realizar la investigación para la escritura de la novela sobre el asesinato de Trotski que titularía “El hombre que amaba a los perros”, tuve la desgracia y la suerte de conocer al doctor Miguel Angel Azcue. El motivo fue en principio doloroso y preocupante: a raíz de la extirpación de una pequeña verruga que mi padre tenía en la nariz, la biopsia de oficio que se realiza en esos casos había dado positivo, o sea, que existían células cancerígenas. De inmediato me movilicé para ver qué podíamos hacer con mi padre y, como siempre hacemos en Cuba, la primera opción fue buscar un camino directo hacia la posible solución: el camino de los amigos.

Entonces le escribí a mi viejo amigo y compañero de estudios José Luis Ferrer, que vive desde 1989 en Estados Unidos, pues su madre, la doctora María Luisa Buch, había sido la subdirectora del Hospital Oncológico (a las órdenes del doctor Marinello) y, aunque ella había muerto, seguramente quedarían amigos en el staff de la institución. Por esta vía, apenas unos días después llegué con mi padre de la mano a la consulta del doctor Azcue, quien, desde el principio, tomó el caso como suyo y –hoy lo sabemos: y aquí radica la parte afortunada de la historia– salvó la vida de mi padre.

Fue en una de esas visitas a la consulta del doctor Azcue y cuando ya le había regalado algunos de mis libros y surgido una amistad extra hospitalaria cuando le comenté que estaba preparando la escritura de una novela sobre el asesino de Trotski. Recuerdo que la mirada del buen médico se clavó en la mía antes de decirme, con sorna y con orgullo: –Pues yo conocí a ese hombre y tengo con él una historia increíble...



Leonardo Padura, escritor cubano. Premio Princesa de Asturias de las Letras en el año 2015. Autor entre otros libros de “El hombre que amaba a los perros” (Tusquets, 2009, primera edición)

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