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viernes, 9 de junio de 2017

Últimos días de una esperanza con sabor de helado

Últimos días en La Habana (2016), reciente estreno de Fernando Pérez, apela nuevamente a personajes acurrucados —casi atrincherados— en unos bordes a donde han sido lanzados por circunstancias intolerantes, inmisericordes, reaccionarias, en épocas pasadas que huelen inquietantemente a presente.




Fernando Pérez, busca expresar en sus películas los conflictos humanos desde una mirada provocadora, inquietante, cuestionadora.

El margen, con todo lo que de relativo y mutable tiene esta amplia categoría sociológica, cultural y política (o todo en uno), es el gran campo donde siempre se ha movido el cine de ficción de Fernando Pérez. Pletórico como está de personajes mayormente misantrópicos, relegados, segregados, melancólicos, extraviados en sus particulares selvas oscuras; a la vez que soñadores, esperanzados, disensores y disonantes respecto a sus contextos normados (verdadero significado de “normal”).

Son, sobre todo, personajes que avanzan en tarkovskiano zigzag hacia la felicidad emanada de la realización del auténtico yo en un entorno propicio, donde no deban transmutarse en estereotipos tolerables por sus semejantes. Algunos luchan, como los irredentos revolucionarios de Clandestinos (1988), o el disensor Pepe, de José Martí: el ojo del canario (2009); otros (se) buscan incesantemente sentidos de vida, como Laurita en Madagascar (1994) y Elpidio en La vida es silbar (1998); otros sueñan como Larita en Hello, Hemingway! (1990) y los múltiples protagonistas de Suite Habana (2003); otros, de hecho, rozan la felicidad antes de la inminente muerte, como Luis en La pared de las palabras (2015).

Últimos días en La Habana (2016) apela nuevamente a personajes acurrucados —casi atrincherados— en unos bordes donde han sido lanzados por circunstancias intolerantes, inmisericordes, reaccionarias, en épocas pasadas que huelen inquietantemente a presente. Como hondas mortíferas que fluyen desde el núcleo de un Big Bang nacional, aun tozudamente trepidante a pesar de la inevitable erosión del Tiempo y la Historia.

El extrovertido Diego (Jorge Martínez) y el lacónico Miguel (Patricio Wood) son dos divergentes extraños, refugiados en la noche sucia y eterna donde fueron proscritos de por vida, debido a sus respectivas consecuencias: Diego paga por practicar y manifestar su homosexualidad; Miguel expía por defender el elemental derecho de Diego a ser homosexual. Cuba los crió y el infortunio los unió.


El realizador, Fernando Pérez, imparte instrucciones a los actores, Patricio Wood (de pie, a la derecha) y Jorge Martínez (acostado)

Contrarios a Toño y Paco, los rapaces mendigos brasileños de la obra de Plinio Marcos, los protagonistas de Pérez engarzan y establecen un raro pacto simbiótico que les permite sobrevivir los desaguisados, cuyas múltiples cicatrices refulgen en sus rostros, en sus cuerpos, en el hogar-recepto donde resisten. Y es que la resistencia es otra de las constantes conceptuales de Fernando Pérez, pues a pesar de los embates, sus personajes permanecen, como el malecón que al final de Suite Habana es atacado una y otra vez por la inmisericorde espuma del mar. Incluso, la propia presencia muda de las anónimas ruinas capitalinas subraya en sus cintas más el hecho de su persistencia bajo las inclemencias más diversas, que su decrepitud. Son tan irredentos como pacíficos sobrevivientes, que no dejan de poner la otra mejilla sin fenecer.

Posiblemente, las respectivas mejores interpretaciones de Martínez y Wood en sus carreras, Diego y Miguel, son efectivamente ruinas, restos ennegrecidos que se alzan en una planicie donde ni la yerba crece, o mejor: no quiere crecer. Pero siguen vivos. Existen, respiran, aunque las naturalezas de sus resistencias son como ellos: diversas hasta la divergencia. Contrario a los comunes estereotipos heteronormativos, Diego es activo, enérgico, como el íncubo simbólico de la extraña pareja. Miguel es el recesivo súcubo, apagado, inercial; su propio fracaso lo ha endurecido tanto que ostenta una coraza pétrea, la cual ni la vida puede ya mellar. Pero todavía sueña con escapar, romper el loop y rehacer su vida en el eterno destino de ultramar, eterno paradigma, eterno Paraíso al que aspiran y donde expiran tantos cubanos.

Con puntos de contacto con Fresa y chocolate (Alea y Tabío, 1993) inevitablemente evidentes y al parecer totalmente conscientes por parte de Fernando Pérez —“Mi nombre es Diego, sin apellidos”, se presenta su personaje en algún momento—, Últimos días… viene a resultar suerte de pesimista epílogo de la icónica y (re)conocida fábula de Titón y Tabío sobre el entendimiento nacional desde la cultura compartida. Urdida en un momento de esperanzado remonte nacional, donde la crisis sobrevenida entonces prometía resetear a fondo la isla, desde el más bajo nivel de su infraestructura hasta la cúspide de la supraestructura. David alcanza la lucidez y abraza no solo al primado Diego, sino a la Cuba obliterada de Sarduy, Arenas, Pratt, Calvert Casey, Lunes de Revolución, Lydia Cabrera, Novás Calvo, Montenegro, Cabrera Infante, Virgilio, Lezama, Baquero et al, que este representa y resume. La cinta lanza al futuro inmediato un optimista mensaje de reconciliación y revisión.

A casi 25 años de distancia, ya en otro siglo y en la (demasiado) misma Cuba, Últimos días… estructura una suerte de ucrónica secuela, donde revisita a esta pareja, más bien a su simbolismo, y urde un final alternativo que los revela en plena expiación de su valiente herejía de entonces. En cierta forma, es la misma estrategia seguida más explícitamente por Miguel Coyula y su Memorias del Desarrollo (2010) respecto a la imprescindible de Titón: Memorias del Subdesarrollo (1968).

David-Miguel yace ahora aplastado, enmudecido, ninguneado bajo el peso de un status quo reacio a ceder ante los reclamos de la Historia. Un Diego no emigrante y no tan erudito agoniza, postrado en su último reducto. Aún se quieren y se apoyan mutuamente, pero nadie los siguió en su cruzada de entonces.

El actor Patricio Wood en Últimos días en La Habana.

Otra bastante reciente cinta cubana, Vestido de novia (Marilyn Solaya, 2014), ya había revelado la disolución casi inmediata del mensaje esperanzador lanzado por Fresa… a los cubanos, cuando el “ser extravagante” que es la transgénero Sisy (Isabel Santos) sufre el peso de la “ley” por su pecado contra la enérgica virilidad del “pueblo cubano”.

La aparición de un tercer vértice convierte en triángulo la relación base de la cinta (¿una suerte de reencarnación de la Nancy de Fresa…?), y se abroga casi a la fuerza la categoría protagónica: Yusi (Gabriela Ramos), la irredenta adolescente, retoño vivaz de una nueva generación que opta generalmente por reptar o huir —lo cual no deja de ocurrir con otros personajes secundarios, para mayor subrayado de su peculiaridad. Como una exhalación fresca aparece en la triste covacha de Miguel y Diego, la cabeza llena de sueños y proyectos; sobre todo, de decisión para acometerlos con una alegría verdaderamente lúdica. Esta campanilla rebelde es otro ser resiliente, tenaz, pero que al final aprende la dura lección: This is no country for young people (…or even for nobody), aunque con la leve esperanza de seguir viviendo a pesar de la maldita circunstancia de la decadencia por todas partes.

Quizás la más pesimista cinta de Fernando Pérez —a pesar de sus no pocos gags—, Últimos días… agudiza el patetismo que (casi siempre en el mejor sentido de la palabra) ha ido ganando terreno en su obra audiovisual, sobre todo con Suite… y La pared…. Hacia el final peca, definitivamente, de algunos excesos o redundancias melodramáticas que atenúan la fuerza de los personajes, sobre todo de Diego. Cierto empecinamiento conclusivo de Pérez lleva a cerrar rotundamente casi todas las historias personales, restando fuerza a las dimensiones simbólicas de estas, así como la fuerza provocadora y cuestionadora que un final más “abierto” le hubiera conferido a la cinta. Como sucedió con la casi insoportable y perentoria mirada que durante los créditos de …el ojo del canario lanza el adolescente y aherrojado Martí a la Cuba presente.

Con algo más de fortuna, Últimos días… viene a dialogar con otra interesante constante del cine cubano: el baile como jolgorio alienado; algo que da sentido al original (y chocante para muchos) título de Chupa pirulí. PM (Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, 1961), Los del baile (Nicolás Guillén Landrián, 1965), la secuencia inicial de Memorias…, las finales de Un día de noviembre (Humberto Solás, 1972), de Los bañistas y de Melaza (Carlos Lechuga, 2010 y 2012), se delatan como referentes casi obligados en la secuencia respectiva que Pérez urde hacia las postrimerías de su película, cual entrampe perceptual para un espectador que quizás busque desesperadamente un happy ending.

En la brillante y surtida tienda imbuida de espíritu navideño, todos bailan como en un comercial estereotipado, al ritmo de un olvidado tema del también olvidado grupo SBS, que invita a un baile donde todo se olvidará. Todo como parte de un alucinante certamen quizás titulado Olvidando en Cuba. Pero Miguel, en medio de este sueño tropical, recuerda dolorosamente. Recuerda que estuvo vivo y ahora es un muerto viviente. Un chocolate sin fresa. Un dolor andante. Un Rocinante sin jinete que busca emigrar (¿transmigrar?) por puro reflejo, para seguir varado en sus memorias subdesarrolladas. (2017)

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