Jesús Arboleya • 4 de Julio, 2017
LA HABANA. Donald Trump llegó a la presidencia de Estados Unidos con la oposición de los dirigentes de su propio partido, sin el respaldo de los principales grupos económicos, frente a los ataques de la gran prensa y con el voto en contra de la mayoría del electorado.
Tal enajenación de los mecanismos básicos del sistema, de por sí aquejado por la polarización política y el descrédito de sus componentes, se vio reflejado de manera inevitable en la composición y el funcionamiento del gabinete, así como en sus relaciones con el resto del aparato estatal.
El equipo de gobierno, conformado a contrapelo de criterios tradicionales de selección y los temores de posibles candidatos, quedó finalmente integrado por una mezcla bastante ecléctica de ideólogos conservadores fundamentalistas, grandes empresarios, militares retirados y parientes cercanos, quizás los únicos en que el presidente parece confiar realmente.
Estas personas no están aglutinadas alrededor de visiones y proyectos comunes, lo que explica la imagen de caos, las divisiones y los conflictos intestinos que han caracterizado los primeros meses de la administración Trump.
También ha tenido expresión en las relaciones con el Congreso. A pesar de contar con la mayoría republicana en ambas cámaras, Trump ha sido incapaz de articularla en función de sus principales propuestas y ninguna de sus iniciativas legislativas ha sido aprobada por este cuerpo político, al menos hasta el momento.
A todo esto se suma el asedio mediático proveniente de los principales órganos de prensa, así como la puesta en marcha de varias investigaciones relacionadas con asuntos de seguridad nacional, dígase los supuestos vínculos ilegales con Rusia, o posibles actos de corrupción, debido al papel de sus empresas en el mercado mundial.
En estas condiciones, la política doméstica de Donald Trump se ha resumido en tratar de alcanzar cierto nivel de consenso con la clase política que tanto criticó en su campaña. Ello explica la reversión de algunas de sus propuestas y la afanosa búsqueda de aliados, especialmente dentro de los congresistas republicanos, enfrascados en sus propias divisiones internas.
La política exterior es, en buena medida, rehén de esta situación, y muestra las mismas indefiniciones. Hasta hoy, no es posible identificar una doctrina de política exterior que sirva de guía a las acciones de esta administración, de ahí la falta de coherencia, incluso las contradicciones, que emanan del discurso y las acciones del propio Trump y sus principales funcionarios.
Cuba es un buen ejemplo de lo tóxica que puede ser esta dinámica. Más allá de la obsesión de renegar de todo lo hecho por el anterior presidente, un factor no exento de racismo que unificó al electorado blanco republicano, no existe una sola razón que justifique el distanciamiento de la política diseñada por Barack Obama hacia la Isla. Así lo comprendió el propio Donald Trump al principio de su campaña y se expresó con escasas reservas.
Más tarde cambió de opinión. Primero, para ganar el apoyo de los electores cubanos más conservadores en el sur de la Florida. A la larga, no fue un voto determinante, ni siquiera mayoritario en la comunidad cubanoamericana, pero en las condiciones de la campaña, sobre todo en el momento de las primarias, importaba desde el punto de vista simbólico, dado que sus principales oponentes eran cubanoamericanos conservadores.
Ya al frente del gobierno llegaron los problemas con el voto republicano en el Congreso para aprobar sus iniciativas, así como las investigaciones, que incluso amenazan con la posibilidad de un impeachment.
Debido a esto, los congresistas cubanoamericanos adquirieron un valor especial. De manera particular importaba Marco Rubio, un senador destinado a mantenerse en el puesto durante los próximos seis años, que forma parte del Comité de Inteligencia, a cargo de estas investigaciones, y que durante la campaña recibió el apoyo de algunos de los más importantes financistas republicanos.
Rubio se dejó querer y ofreció su apoyo a cambio del compromiso de revertir la política hacia Cuba. No lo hizo porque ello represente el interés mayoritario de los electores cubanoamericanos, tampoco lo creo aferrado a un sentimiento patriótico, sino porque es una manera de recuperar el peso que la derecha cubanoamericana tenía respecto al tema cubano y América Latina en general. Fue como un perro orinando para marcar su territorio. Lo que Rubio buscaba era el reconocimiento de su influencia a escala nacional y contra ello conspira una política de acercamiento con Cuba.
Simplemente fue un ejercicio de política doméstica, donde Trump vendió las relaciones con Cuba, a cambio de apoyos que consideró convenientes para su gobierno, incluso para su propia supervivencia. No fue un gesto de fuerza, sino una manifestación de debilidad, lo que no deja de ser muy peligroso.
Le debe haber parecido buen negocio, porque Cuba no entra en sus prioridades políticas y pensó que podía ponerla en subasta. Incluso pudiera pensar que no vendió la sustancia del producto y lo hecho es reversible, si mañana el businessaconseja otra cosa. Para entenderlo hace falta una contadora.
Sin embargo, como toda política requiere de una racionalidad, dentro de su gobierno existen personas que pudieran aprovechar un acto oportunista para llenar el vacío doctrinal con sus visiones ideológicas. Ya el vicepresidente Mike Pence, un fanático conservador con una manifiesta vocación intervencionista, anda hablando de “responsabilidades regionales”, para explicar la política de Estados Unidos hacia Cuba y Venezuela.
A eso sí vale la pena ponerle atención. Importa más que el espectáculo del rubio grande paseándose por el escenario miamense como pavo en el corral, para recibir la adulación desenfrenada de un grupo de hispanos, que evidentemente le gustan un poco más que el resto. Quizás por la fantasía de Bahía de Cochinos, cuya verdadera historia evidentemente no le han contado.
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