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sábado, 26 de junio de 2021

Vicente Vérez: Del niño humilde que inventó un laboratorio, al científico consagrado que hizo nacer vacunas (+ Video)

 Por: Arleen Rodríguez Derivet, Andy Jorge Blanco, Sheyla Delgado Guerra Di Silvestrelli

 

El doctor Vicente Vérez, director general del Instituto Finlay de Vacunas. Foto: Andy Jorge Blanco/Cubadebate.

Iba a ser difícil llegar este viernes a la Mesa Redonda. Ya él lo estaba suponiendo a lo largo del mismo día de su cumpleaños. Era este, aunque no lo supiese, un Gracias a muchas voces, un ademán sincero y un abrazo de pueblo. Las emociones todas se las llevó a esta emisión especial del espacio radio-televisivo que se propuso recorrerle la vida y las venas, la obra del científico y las memorias del hombre que le ha dado mucho a su gente, a su país y a su tiempo.

De cómo aquel niño curioso, criado en un hogar modesto en recursos y rico en valores humanos, llegó a convertirse en el científico consagrado que ha hecho nacer vacunas, trató este diálogo devenido semblanza: la historia de vida del Dr. Vicente Vérez Bencomo, líder del proyecto de vacunas Soberana y Director General del Instituto Finlay.

“Una de mis pasiones son los retos”

Llegó al mundo en una clínica habanera y vivió su niñez bajo el calor y los valores de una familia en Centro Habana. Su madre: ama de casa, hija de una familia campesina de Alquízar, que se mudó a La Habana. El padre había traído de Lugo, España, la esperanza del hogar que ella le diera.

Vivían de un salario pequeño para mantenerlos a todos. “Pasé la mayor parte de mi infancia en un pasaje de Centro Habana, muy humilde, en la calle Salud (un interior); un pasaje que atraviesa dos calles: Salud y Jesús Pelegrino, allí pasé toda mi infancia, tenía cinco años cuando triunfó la Revolución. Vivo esos primeros años fuertes (...), que marcan mucho a un niño”.

Nació un mes y un día antes del asalto al cuartel Moncada, en el año 1953, por eso asegura: “nací (casi) con el Moncada… Los sueños empezaron casi a forjarse con el asalto al Moncada”.

“La vida con los años me ha hecho reflexionar y valorar eso, en otra dimensión. De los niños de nuestro barrio, todos estudiamos en la primaria, algunos pudimos estudiar en la secundaria y solamente tres pudimos estudiar en la universidad, a pesar de que oportunidades habíamos tenido.

“Evidentemente el entorno social es un elemento que la Revolución no pudo eliminar de un solo plumazo. Llevó años. Ahora realmente uno ve a una familia donde todos sus hijos estudiaron en la universidad y lo ve como algo normal. En el Centro Habana de los años 60 del pasado siglo, en el triunfo de la Revolución, no era así, era un lugar desfavorecido; un lugar que necesitaba que pasaran años de esfuerzo de la Revolución para que realmente llegáramos a lo que es hoy.

Regresa atrás en sus memorias infantiles y dice que, de niño, no siempre soñó con ser químico, pero sí de esos años le queda fresca su  persistente curiosidad. “Una curiosidad infinita, no había un juguete que no rompiera. Recuerdo que aquellos juguetes chinos venían con unas marquitas y no había uno que yo no abriera porque me interesaba mucho saber qué había dentro de aquel juguete: cómo caminaba, cómo funcionaba aquel motorcito…. Y esa curiosidad infinita, quizás un poco prematura —porque bueno, todos los niños y jóvenes tienen curiosidad— (…) me fue motivando a saber, a buscar, a ver, a leer y a tratar de entender el mundo porque, en definitiva, a los que nos interesa la ciencia, esa curiosidad se transforma en una curiosidad por entender el mundo en que uno vive”.

Su hija lo había dicho antes: desde que tiene uso de razón, recuerda haber visto a su papá casi siempre en un laboratorio. Cuenta el Dr. Vérez la historia de cómo aquella casa en el pasaje de Centro Habana por poco se incendia un día por un experimento suyo.

Siempre me gustaba hacer experimentos de todo tipo; mezclar sustancias y ver que aquello cambiaba. Esa magia de la química… y ver que algo nuevo se genera simplemente por la mezcla de la reacción anterior. Eso fue algo que siempre me apasionó mucho —desde joven, desde pequeño— porque estamos hablando del primer año de secundaria, entonces con unos 10 años. (…) En aquel tiempo de secundaria eran laboratorios donde prácticamente no se hacía ningún experimento, la química era teórica, y yo necesitaba ver la química, necesitaba ver esa magia.

“Por lo tanto, era una lucha muy grande: logré convencer a la escuela para que me diera una carta, (...) a mis padres para que sacaran diez pesos del poco dinero que tenían y, entonces, me vendieran una caja de cristalería que yo había, cuidadosamente, seleccionado con lo mínimo que me hacía falta para llevármela y armar un laboratorio en la casa. Y armé ese laboratorio. Un niño de diez años tiene siempre curiosidad, yo siempre fui una gente intrépida, esa es otra de mis características. (….) Intrépida, decidida…”.

De pronto, se detiene en aquella anécdota con un brillo en la mirada de niño al vórtice de una travesura: “un experimento donde quería extraer aceite de rosas, copio el experimento de una enciclopedia, me voy para la casa, busco los pétalos de rosa, alcohol de 90 de la farmacia, preparo todo aquello… Decía: calentar a ebullición los pétalos de rosas en alcohol. Yo pongo una cápsula de porcelana, echo los pétalos de rosa, alcohol, pongo un mechero debajo y lo enciendo”. Y sonríe fuertemente antes de confesar: “esa fue mi primera comprensión de qué era lo que pasaba. Bueno, aquello por supuesto cogió fuego… ¡y el trabajo que pasé para apagarlo, sin que me clausuraran el laboratorio!, comparte el Dr. Vérez, sobre el experimento fallido en su barbacoa.

Por alguna razón, las evocaciones ante su entrevistadora Arleen Rodríguez apuntan ahora a un rostro familiar: “Mi hermano siempre pagó mis intrepideces. Era más pequeño, cuando había algún castigo o alguna cosa, él era siempre el que mayores consecuencias tenía. Era como vivíamos y como hacíamos. Recuerdo con mucho cariño todo aquello”, asegura.

Resume el cariño desde el mismo agradecimiento a la humildad en la que creció: “me formé en un ambiente muy humilde, y eso es algo de lo cual me siento muy orgulloso”. Ambiente obrero.

Es una visión diferente de la vida. A un niño de Centro Habana, incluso dentro de la Revolución, le era mucho más difícil triunfar en la escuela, en la secundaria, en la universidad, y tenía muchas menos recompensas. Yo recuerdo que en mis amigos había quienes eran de familias de médicos, de intelectuales.

“Como yo he dicho públicamente, mis padres no llegaron a sexto grado ninguno de los dos, lamentablemente y a pesar de que inteligencia no les faltaba. A amigos míos les regalaban una bicicleta por notas más bajitas de las que yo tenía y, bueno, yo no tuve una bicicleta. Y, sin embargo, con los años he aprendido a valorar que lo que me daban mis padres por mis notas era mucho más importante que la bicicleta. Ellos siempre estaban muy orgullosos, ellos siempre me transmitían ese orgullo, esa honestidad limpia, ese cariño limpio. Eso, a lo mejor, cuando uno es joven no lo entiende. Pero cuando pasa el tiempo, uno entiende el valor de todas esas cosas”.

De ahí pasa a una institución universitaria prestigiosa en la antigua Unión Soviética: el Instituto Lomonósov de Química.

“Estudié ingeniería química. Soy ingeniero-tecnólogo químico, en la URSS eran siempre perfiles estrechos. Mi formación fue excelente, es una ingeniería muy fuerte, que te da la visión de resolver problemas y entender procesos, de desarmar la vida en procesos y entenderlos. Y, por otra parte, mi pasión por la vida se pudo completar”, dice.

Estudiar esa ingeniería “fue un reto muy difícil, sobre todo por el idioma: el ruso para los latinos es muy complejo”. Repasa cómo fue que con 17 años estudiar ese idioma, aprenderlo, “caer en una universidad estudiando de a lleno todo en ruso, exámenes orales… fue realmente un reto. Te digo sinceramente, una de mis pasiones son los retos”.

Dice el Dr. que llegó a pensar en ruso, incluso hoy lo hace a veces, hasta determinados conceptos asimilados les retornan en ese idioma, aunque hablarlo con fluidez ahora se le dificulta por la falta de práctica. A finales de los ´90 regresó a Moscú, apenas lograba entender o armar una frase completa ante el taxista que lo recibiera en el aeropuerto. Pero como lo que bien se aprende, siempre le devuelve la luz a la memoria, así logró impartir a los ochos días su última conferencia en ruso.

De la capital de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Vicente Vérez Bencomo regresa a su ciudad natal, a la Universidad de La Habana. Entra con sus pasiones y su humildad habituales, acaso sin saber que allí haría ciencia y, especialmente, historia.

Su amiga Leslie Yáñez González, quien entonces fuera decana en la Facultad de Química de la UH, nos devuelve al Vicente en plena ebullición de sueños.

Cuenta Leslie que ya en el año ´84 él había regresado con su Doctorado en Ciencias, crea el laboratorio de carbohidratos en la Facultad de Química y, ese mismo año, empieza a simultanear la dirección de un laboratorio de química sintética en el Centro Nacional de Biopreparados. Es en el año ´90 cuando se funden esos dos laboratorios y surge el Centro de Estudios de Antígenos Sintéticos: él es su líder científico y su director. De ahí pasa a la estructura del Polo Científico.

El talento de Vicente, la pasión por el trabajo, la capacidad que él tiene de aglutinar tantas personas alrededor de un proyecto, su entusiasmo, el proponerse obtener una meta y tratar de lograrlo de todas formas, la capacidad que tiene también de sortear todos los obstáculos. Pero, indiscutiblemente, lo que constituye un hito en la vida de Vicente como persona, como científico, como investigador, y un hito en la propia química sintética, es la vacuna contra el Haemophilus influenzae tipo b (Hib)”, refiere Leslie.

De hecho, es la primera en Cuba y en el mundo, comercializable, con un antígeno totalmente sintético, y esa vacuna se aplica a todos nuestros niños, como parte actualmente de la vacuna pentavalente. Por tanto, todos nuestros niños en su primer año de vida reciben esa vacuna. “Eso, indiscutiblemente para Vicente y su colectivo representó un gran logro. Para la UH y para la Facultad de Química en particular, un orgullo que Vicente Vérez haya sido parte de nuestro claustro durante más de 30 años, por sus condiciones excepcionales”.

Con un capitán, es un barco a la deriva; solo es un barco con toda su tripulación

En medio de las emociones, hace un paréntesis que conduce a Francia y a ese grado científico con el que había regresado a la UH. La memoria lo lleva de nuevo a la Universidad de Orleans, donde consiguiera un Doctorado de Estado. En aquel momento la educación superior gala tenía doctorados de dos niveles: de tercer ciclo (el final de todos los estudios) y otro superior, que era precisamente el Doctorado de Estado.

Afirma que esa fue de las épocas donde trabajó más intensamente, permitiéndose tan solo un domingo cada tres meses. “Esa era mi meta”.

En La Habana había dejado el amor en la luz de aquella mujer con nombre de flor: su Violeta. Era de sus primeras alumnas universitarias y ya luego, a los tres meses de noviazgo, decidieron casarse. Hasta que Francia, un océano y la misma pasión por la Química les postergaran el abrazo físico.

No fue fácil abrirse camino en la nación europea. Esa sensación de menosprecio por ser cubano perfiló el primer desafío, incluso antes que los de naturaleza académica. Se sentía como “el indio en taparrabos” en tierra ajena.

Violeta trabajaba en el por esa fecha en el Oncológico con el Dr. Agustín Lage, otro hombre-institución —como lo es el Dr. Vérez Bencomo—  en la medicina y la ciencia cubanas.

A su regreso en 1984, con Violeta va al laboratorio en la facultad y allí se crea el primer antígeno sintético de la lepra, que se utilizó en el SUMA. Este permitió, entre otras cosas, que la lepra dejara de ser endémica a principios de los años ´90.

Ya en el recién creado Centro de Estudios de Antígenos Sintéticos crean la vacuna contra el Haemophilus influenzae, “muy motivados en los logros de la Dra. Conchita en el Instituto Finlay de los ´80, donde había obtenido la vacuna antimeningocócica. La bacteria que quedaba, Haemophilus influenzae tipo B, poseía un impacto en la meningitis y en la neumonía. A buscarle una respuesta efectiva a esta, Vérez le apostó la consagración y el sueño.

Las primeras vacunas conjugadas de la historia resultaban inalcanzables para países como Cuba: una sola dosis excedía los de 30 dólares y hacían falta cuatro para la inmunización, en pleno período especial.

“Decidimos que no íbamos a usar la bacteria para que produjera el antígeno, sino que lo íbamos a construir químicamente. Construirlo completamente”, precisa el investigador. Comenta que, en términos científicos, se sabía cómo construir antígenos en las revistas, incluso patentes, “pero de ahí a hacer una vacuna de verdad, armando un proceso productivo”, había un enorme reto.

Ese reto traducido en vacuna fue el que mereció el premio de la OMPI, y otro de gran prestigio en San José, California (Estados Unidos), en colaboración con un profesor de la Universidad de Ottawa (Canadá). Además, la vacuna ha sido considerada “un logro importante de la química sintética y de las ciencias en general”.

Desde el 2003, el fármaco se registró y, un año después —en 2004—, se empezó a inmunizar con él. Algunos años más tarde pasó a integrar la vacuna pentavalente que reciben todos nuestros niños.

Al referirse a la impronta de ese descubrimiento, prefiere prescindir de los elogios que hablan de cuánto le debemos los cubanos. “Primero, no me deben nada, es mi deber; segundo, es un trabajo colectivo, no me gusta que se personalice nunca, estas son obras de grandes colectivos siempre. Si a uno le toca capitanear un barco, el barco no es nada con un capitán; el barco con un capitán es un barco a la deriva; solo es un barco con toda su tripulación y, realmente, yo he contado con tripulaciones maravillosas, a las cuales les debo todo”.

A los jóvenes que participaron en aquella epopeya, elige hablarles desde una “pequeña cuenta matemática”: de esa vacuna se han producido cerca de 60 millones de dosis. Cada 100 000 dosis se salva la vida de un niño, quiere decir que 6000 niños están vivos por lo que hicimos. Y eso realmente reconforta, aunque usted no le vea la cara a ese niño, aunque no sepa quién es ese niño”.

A uno de esos jóvenes, Yury —su compañero de equipo en el Instituto Finlay de Vacunas hoy— le pidió entonces renunciar a sus últimas vacaciones de estudiante y que se incorporara al trabajo al día siguiente, en aras de avanzar en la vacuna del Haemophilus influenzae, bajo la promesa de que después le darían esas vacaciones aplazadas. “Todavía no le he podido devolver aquellas vacaciones y, de eso, hace ya unos 20 años”.

Una afirmación de su interlocutora le emociona la modestia. Pionero, descubridor, creador junto a su equipo de una vacuna por síntesis química… Un descubrimiento como ese merecería, un Premio Nobel.

Y Vicente responde que no, que cree que no lo merece. Desde una humildad conmovedora, sincera. Una sinceridad que conecta, más allá del set de la Mesa Redonda y de la pantalla en casa.

“Es un descubrimiento importante de nuestro equipo, de los que rompen caminos”. De los que abren nuevos senderos. Pero, según asevera, no cree merecer ese alto premio. Y quizás eso sea lo único en que no estemos, cubanos y amigos de otras geografías, de acuerdo con este prestigioso científico.

El amor y la lealtad por herencia en los genes

Al hablar sobre Violeta y sus hijos en común: Claudia y David, dice: “Yo heredé de mis padres una forma de ver el amor, con un nivel de lealtad muy grande. Y eso lo tengo en los genes. Cuando yo encontré a Violeta, nos casamos a los tres meses de habernos conocido. Es como si uno hubiera dicho: esta es mi media naranja, la fabricaron exactamente para mí.

Como una leyenda. Aunque quizás Alejandro Palmarola —biólogo y amigo— me critique por usar una leyenda que no tiene evidencia científica, la de los caballitos de mar: cuando escogen a su pareja es para toda la vida. Si se muere uno de los dos, el otro se queda al lado hasta morirse también. Eso fue lo que yo pensé que me iba a pasar con Violeta porque, lamentablemente, la perdí”. Al trago en seco ante las cámaras y la pausa de emoción, le sobrevino el sorbo de agua con que quiso superar en el set la fuerza del recuerdo. “Fue muy duro vencer ese golpe. Un golpe inesperado además”.

Hoy agradece que la vida le pusiera delante la oportunidad de encontrar a dos seres humanos excepcionales: primero a Violeta y después a su actual esposa Cristina, madre de su otra hija. “Quizás la enseñanza más grande que tenga todo esto es que, por muy dolorosos que sean los golpes de la vida, si uno tiene las motivaciones suficientes para poder seguir, uno debe tener la capacidad para recuperarse y continuar avanzando”.

Vicente Vérez Bencomo

Orgullo de un cubano en Revolución: “Toda esta obra inmensa es una obra de amor a la gente”

“Yo me siento muy orgulloso de ser cubano, y de ser cubano en la Revolución”, dijo el científico cubano.

Recordó que en una ocasión, durante sus estudios en Francia, mientras se dirigía a la embajada cubana en París lo impactó ver la bandera cubana en la sede diplomática de la Isla en ese país.

“Me tuve que sentar a llorar en un parque antes de seguir. Esa bandera y ese orgullo que tengo de ser cubano es tan grande, y eso es gracias a la Revolución y lo que hicieron aquellos jóvenes soñadores”.

Recordó las palabras del Che cuando afirmó que a un revolucionario lo mueven grandes sentimientos de amor: “Y eso la Revolución me lo ha dado, el sentir que toda esta obra inmensa es una obra de amor a la gente”.

El Dr. Vicente Vérez Bencomo recordó que, en el año en que defendió su tesis de Doctorado en la Universidad de Orleans, se la dedicó a sus padres, su esposa, su profesora de la URSS, y a la Revolución Cubana, “gracias a la cual el camino de la ciencia se abrió para personas humildes como yo.

“Eso molestó muchísimo a uno de los jurados, que era un científico conocido, pero una persona de derecha que no lo entendía. Estuvo más de una hora haciéndome preguntas, tratando de desvalorizar la tesis, pero no me arrepiento de haberlo hecho”, dijo.

En otro momento del espacio televisivo, el líder del proyecto de vacunas Soberana recordó que, a finales de 2019, le diagnosticaron cáncer: “Es un golpe duro. Yo realmente estaba muy deprimido cuando aparece la pandemia”. Sin embargo, en ese contexto, comenzó a liderar el equipo que estaría vinculado al desarrollo de una vacuna cubana contra la COVID-19. Y eso quizás tenga que ver con esa capacidad del doctor Vicente Vérez de enfrentarse a los retos. Y vencer.

“El presidente Díaz-Canel nos convoca a llevar los proyectos de vacunas que teníamos. Aquel 19 de mayo de 2020 marcó un hito porque llegamos con nuestros proyectos. Yo se los presento al presidente y él estaba muy satisfecho”, recordó.

Después de eso pasaron tres días de no dormir para diseñar lo que son las Soberanas hoy.

“Cuando vimos que era posible, dijimos ‘hay que acelerar y apretar el paso’”, dijo. Y ahí está Soberana.

En video, la Mesa Redonda

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