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domingo, 20 de mayo de 2012

Paul Krugman: Esos europeos rebeldes

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Paul Krugman, The New York Times

Los franceses se están rebelando, y los griegos, también. Y ya era hora. Ambos países celebraron unas elecciones el domingo pasado que, en realidad, eran referendos sobre la actual estrategia económica europea, y en ambos países los votantes manifestaron su desaprobación. No está nada claro lo pronto que los votos provocarán cambios en la política actual, pero es evidente que a la estrategia de recuperación mediante la austeridad se le está acabando el tiempo, y eso es algo bueno.

Huelga decir que eso no es lo que han estado señalando los de siempre en el periodo previo a las elecciones. De hecho, tuvo su gracia el ver a los apóstoles de la ortodoxia tratando de describir al prudente y apacible François Hollande como una figura amenazadora. Es “bastante peligroso”, declaraba The Economist, que comentaba que “cree de verdad en la necesidad de crear una sociedad más justa”. ¡Quelle horreur!

Lo que es cierto es que la victoria de Hollande significa el final de Merkozy, el eje franco-alemán que ha impuesto el régimen de austeridad de los dos últimos años. Este sería un acontecimiento “peligroso” si esa estrategia estuviese funcionando, o si tuviese siquiera una posibilidad razonable de funcionar. Pero no está funcionando y tampoco tiene ninguna posibilidad de llegar a hacerlo. Es hora de seguir otro camino. Resulta que los votantes europeos son más sabios que las mejores y más brillantes figuras europeas.

¿Cuál es el error de recetar recortes en el gasto como solución a los males de Europa? Una de las respuestas es que el hada de la confianza no existe, es decir, las afirmaciones de que recortar el gasto gubernamental animará de alguna manera a los consumidores y a las empresas a gastar más han sido rebatidas abrumadoramente por la experiencia de los dos últimos años. Por eso, los recortes en el gasto en una economía deprimida no hacen más que agravar la depresión.

Es más, parece que todo el sufrimiento está reportando pocas mejoras, si es que reporta alguna. Pensemos en el caso de Irlanda, que ha sido un buen alumno en esta crisis y que está imponiendo una austeridad cada vez más dura para tratar de volver a congraciarse con los mercados de bonos. Según la ortodoxia predominante, esto debería funcionar. De hecho, la voluntad de creer es tan fuerte que los miembros de la élite política europea siguen proclamando que la austeridad irlandesa ha funcionado sin lugar a dudas y que la economía irlandesa ha empezado a recuperarse.

Pero no es así. Y aunque nunca lo adivinarían a juzgar por la mayor parte de la información que se ve en la prensa, los costes de endeudamiento irlandeses siguen siendo mucho más elevados que los de España o Italia, por no hablar de los de Alemania. Entonces, ¿cuáles son las alternativas?

Una de las respuestas —una respuesta que tiene más sentido de lo que casi todo el mundo en Europa está dispuesto a admitir— sería disolver el euro, la moneda común europea. Europa no estaría en este aprieto si Grecia todavía tuviese su dracma; España, su peseta; Irlanda, su libra, y así sucesivamente, porque Grecia y España tendrían lo que ahora les falta: una manera rápida de restablecer la competitividad en los costes y de impulsar las exportaciones, es decir, la devaluación.

Como contrapunto a la triste historia de Irlanda, piensen en el caso de Islandia, que quedó arrasada por la crisis financiera, pero que ha sido capaz de reaccionar mediante la devaluación de su moneda, la corona (y que también tuvo el valor de dejar que sus bancos quebraran y suspendieran los pagos de sus deudas). Como era de esperar, Islandia está experimentando la recuperación que se suponía que Irlanda tenía que haber experimentado, pero que no ha experimentado.

Sin embargo, la disolución del euro sería sumamente perjudicial, y también representaría una enorme derrota para el “proyecto europeo”, el esfuerzo a largo plazo para promover la paz y la democracia mediante una integración más estrecha. ¿Existe otra vía? Sí, existe, y los alemanes han demostrado que puede funcionar. Desgraciadamente, no entienden las lecciones de su propia experiencia.

Háblenles a los líderes de opinión alemanes de la crisis del euro, y verán que les gusta señalar que su propia economía estaba estancada en los primeros años de la última década, pero logró recuperarse. Lo que no les gusta reconocer es que esta recuperación estuvo impulsada por la aparición de un enorme superávit comercial alemán con respecto a otros países europeos —concretamente, con respecto a los países que ahora están en crisis— que estaban en auge, y que registraban una inflación superior a la normal, gracias a unos tipos de interés bajos. Los países europeos en crisis podrían ser capaces de emular el éxito de Alemania si se enfrentaran a un entorno comparablemente favorable, es decir, si esta vez fuese el resto de Europa, especialmente Alemania, el que estuviera experimentando una expansión inflacionaria.

Por eso la experiencia alemana no es, como creen los alemanes, un argumento a favor de la austeridad unilateral en el sur de Europa. Es un argumento a favor de unas políticas mucho más expansionistas en otros países, y concretamente a favor de que el Banco Central Europeo disminuya su obsesión por la inflación y se centre en el crecimiento.

Ni que decir tiene que a los alemanes no les gusta esta conclusión, y tampoco a los dirigentes del banco central. Se aferrarán a sus fantasías de prosperidad a través del sufrimiento, e insistirán en que continuar con su estrategia fallida es lo único responsable que se puede hacer. Pero parece que ya no tendrán el apoyo incondicional del Palacio del Elíseo. Y eso, créanlo o no, significa que tanto el euro como el proyecto europeo tienen ahora más posibilidades de sobrevivir de las que tenían hace unos días

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