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jueves, 13 de diciembre de 2012

Estados Unidos espera en vano

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Por Joseph E. Stiglitz
 Después de una dura campaña electoral cuyo costo superó holgadamente los 2 mil millones de dólares, para muchos observadores los cambios en la política estadounidense no fueron tantos: Barack Obama aún es presidente, los republicanos todavía controlan la Cámara de Representantes y los demócratas mantienen su mayoría en el Senado. Estados Unidos enfrenta un «precipicio fiscal» –aumentos en los impuestos y recortes en el gasto automáticos a partir de principios de 2013, que muy
probablemente llevarán a la economía a una recesión a menos que se logre un acuerdo bipartidario sobre una alternativa fiscal– ¿podría haber algo peor que una parálisis política ininterrumpida?
Illustration by Matt Wuerker


This illustration is by Matt Wuerker and comes from <a href="http://www.newsart.com">NewsArt.com</a>, and is the property of the NewsArt organization and of its artist. Reproducing this image is a violation of copyright law.De hecho, la elección tuvo varios efectos saludables –más allá de mostrar que el gasto corporativo desenfrenado no puede comprar una elección y que los cambios demográficos en EE. UU. pueden condenar al extremismo republicano. La campaña explícita de los republicanos en algunos estados para privar del derecho al voto a ciertas personas –como en Pensilvania, donde intentaron dificultar que los afroamericanos y latinos se registrasen para votar– resultó contraproducente: quienes vieron sus derechos amenazados encontraron motivos para entrar en acción y ejercerlos. En Massachusetts, Elizabeth Warren, una profesora de derecho de Harvard e incansable defensora de reformas para proteger al ciudadano común de las prácticas abusivas de los bancos, ganó una banca en el Senado.
Algunos de los asesores de Mitt Romney parecieron desconcertados por la victoria de Obama: ¿no se definían las elecciones con los temas económicos? Confiaban en que los estadounidenses olvidarían que el afán desregulador de los republicanos había llevado a la economía al borde de la ruina, y en que los votantes no hubiesen notado como su intransigencia en el Congreso había evitado la implementación de políticas más eficaces tras la crisis de 2008. Los votantes, supusieron, se centrarían solo en el malestar económico del momento.
Los republicanos debieron prever el interés estadounidense por cuestiones como la quita del derecho al voto y la igualdad para ambos sexos, pero no lo hicieron. Si bien estos temas se refieren al núcleo de los valores del país –lo que implica para nosotros la democracia y los límites a la intromisión gubernamental en las vidas de las personas– también son cuestiones económicas. Como explico en mi libro The Price of Inequality (El precio de la desigualdad), gran parte del aumento de la desigualdad económica en EE. UU. puede atribuirse a un gobierno en el cual los ricos tienen una influencia desproporcionada –y la usan para afianzarse. Obviamente, cuestiones como los derechos reproductivos y el casamiento homosexual también tienen grandes consecuencias económicas.
En términos de la política económica para los próximos cuatro años, la causa principal de celebración poselectoral es que los EE. UU. han evitado medidas que hubieran impulsado el país hacia la recesión, aumentado desigualdad, impuesto más penurias a los ancianos e impedido el acceso al cuidado de la salud a millones de estadounidenses.
Más allá de eso, esto es lo que los estadounidenses deberían esperar: una ley sólida de «empleo» –basada en inversiones en educación, atención sanitaria, tecnología e infraestructura– que estimule la economía, restablezca el crecimiento, reduzca el desempleo y genere ingresos impositivos que superen a sus costos con un amplio margen para mejorar la posición fiscal del país. También pueden esperar un programa de vivienda que finalmente se ocupe de la crisis estadounidense de las ejecuciones de hipotecas.
Además es necesario un programa integral para aumentar las oportunidades económicas y reducir la desigualdad –su meta será eliminar durante la próxima década el dudoso honor estadounidense de ser el país avanzado con la mayor desigualdad y la menor movilidad social. Esto implica, entre otras cosas, un sistema impositivo justo, más progresivo y que elimine las distorsiones y los vacíos legales que permiten a los especuladores pagar impuestos a tasas efectivas menores que las que deben afrontar quienes trabajan para ganarse la vida, y que los ricos usen las Islas Caimán para evitar pagar la contribución que les corresponde.
Estados Unidos –y el mundo– también se beneficiarían con una política energética que reduzca su dependencia de las importaciones, tanto por un aumento de su producción local como por la reducción del consumo, y que reconozca los riesgos que implica el calentamiento global. Además, la política de ciencia y tecnología estadounidense debe reflejar que los aumentos de largo plazo en los estándares de vida dependen del crecimiento de la productividad, que refleja el progreso tecnológico que supone cimientos sólidos en la investigación básica.
Finalmente, EE. UU. necesita un sistema financiero que sirva a toda la sociedad en vez de funcionar como un fin en sí mismo. Eso significa que el foco del sistema debe desplazarse de los intercambios especulativos y las negociaciones con cartera propia a los préstamos y la creación de empleos, algo que implica reformas en la regulación del sector financiero y de las leyes antimonopolio y de gobierno corporativo, junto con la cohesión necesaria para garantizar que los mercados no se conviertan en casinos manipulados.
La globalización ha llevado a que todos los países sean más interdependientes y requieran una mayor cooperación mundial. Podríamos esperar que Estados Unidos muestre un mayor liderazgo en la reforma del sistema financiero global abogando por una regulación internacional más fuerte, un sistema de reserva mundial y mejores formas para reestructurar la deuda soberana; en ocuparse del calentamiento global; en democratizar las instituciones económicas internacionales; y en proporcionar asistencia a los países más pobres.
Los estadounidenses deberían esperar todo esto, aunque no soy muy optimista sobre las probabilidades de que lo obtengan. Es más probable que Estados Unidos continúe con sus enredos –aquí otro pequeño programa para los estudiantes y propietarios en dificultades, allá el final de los recortes impositivos de la era Bush para los millonarios, pero sin una reforma impositiva completa, recortes importantes en el gasto en defensa ni progresos significativos sobre el calentamiento global.
Con la crisis del euro que probablemente continuará incólume, el continuo malestar estadounidense no augura nada bueno para el crecimiento mundial. Lo que es aún peor, en ausencia de un sólido liderazgo estadounidense, los problemas globales de larga data –desde el cambio climático hasta las urgentemente necesarias reformas del sistema monetario internacional– continuarán enconándose. De todas formas, debemos estar agradecidos: es mejor seguir en el mismo lugar que avanzar en la dirección equivocada.
Traducción al español por Leopoldo Gurman.

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