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martes, 16 de julio de 2013

Ciencia para la equidad

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Al tomar decisiones en materia de conocimiento, ciencia, tecnología e innovación debe diferenciarse entre la “ciencia verdadera”, que conduce a la “equidad humana”, y la “ciencia superficial”, que lleva a “la justificación de la desigualdad”.
Por Francisco Figueredo                  
                        
La contemporaneidad ha marcado el devenir del conocimiento con una singular paradoja. Durante milenios los frutos del saber se generaron y utilizaron en función de la dinámica que imponía la necesidad de preservar la vida humana y mejorar las condiciones en que esta se desarrolló a lo largo de la historia. Hoy, muchos de sus resultados son privatizados, dado que los procesos de investigación se generan en instituciones académicas y científicas sujetas a las reglas del mercado, que determina también cómo este se reproduce, emplea y socializa.

Alimentarse, establecer comunicación, estar orientado, desplazarse en el medio, protegerse de otras especies y del clima, fueron los factores principales que condicionaron el conocimiento a través de todo nuestro devenir evolutivo. Se trataba entonces de un proceso de aprehensión cotidiana de saberes, nacida de la experiencia práctica de probar-errar-acertar, una y otra vez repetida, que respondía a necesidades vitales e involucraba a todos los que podían hacerlo, para juntos beneficiarse.

El hecho de que la especie Homo sapiens sobreviva y haya llegado a construir sofisticados artefactos y vencido enormes barreras, habla a favor del “rigor” de aquel conocimiento forjado por generaciones pretéritas y del modo colaborativo en que, en general, se obtuvo. Fue, sin lugar a dudas, “científico”, no por los criterios que impuso la denominada ciencia moderna occidental mucho tiempo después sino por las “virtudes resolutivas” que tuvo, y continúa teniendo en diversos contextos.

Varias enseñanzas pueden extraerse para nuestro país de la historia antigua de la cognición humana. Dos de ellas son de particular importancia en la actualidad. En primer lugar: los espacios donde pueden emerger ideas y conocimientos útiles para contribuir a la formulación y solución de problemas sociales son diversos. Las universidades e instituciones científicas se erigen como los “líderes”, sin discusión, pero hay otras fuentes generadoras de saber que no deben menospreciarse; por ejemplo, fábricas, escuelas, campos agrícolas, centros hospitalarios, incluso lugares circunstanciales o de traslación donde, de repente, puede emerger una idea para un artefacto dado y “cerrarse” el ciclo de comprensión de un determinado fenómeno en el que se ha venido pensando durante mucho tiempo.
Junto a ello, y es la segunda enseñanza, debe estimularse el trabajo transdisciplinario, ese en el que “todo el mundo cuenta”, no solo las disciplinas e interdisciplinas, por la contribución concreta en conocimiento a la solución de las metas y problemas actuales. Felizmente, nuestra historia avala ambas lecciones. Desde los orígenes del pensamiento revolucionario cubano Patria y ciencia están hermanadas. “Pensar es servir”. “Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento es el único modo de librarlo de tiranías”, lo que solo es posible si se tiene en cuenta “la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la razón campestre de otros”, nos había enseñado José Martí.

Las oportunidades abiertas por el proceso de transformaciones que trajo consigo la Revolución cubana permitieron que millones de personas — y no únicamente las que obtuvieron una especialidad, una maestría o un doctorado—, aprendieran a pensar, de ahí que la toma de decisiones en materia de conocimiento, ciencia, tecnología e innovación debe ser muy razonada y tener en cuenta la diferencia que el propio Martí estableció, en uno de sus escritos, entre la “ciencia verdadera”, que conduce a la “equidad humana”, y la “ciencia superficial”, que lleva a “la justificación de la desigualdad”.

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