Mi blog sobre Economía

miércoles, 11 de diciembre de 2013

El partidismo amenaza a Estados Unidos

Por Mohamed A. El-Erian is CEO and co-Chief Investment Officer of the global investment company PIMCO

NEWPORT BEACH – En 2013, la buena reputación de Estados Unidos en materia de política económica quedó seriamente dañada (en parte con razón, en parte sin ella). Ahora está cobrando fuerza una idea distorsionada y relacionada con lo anterior, idea que en 2014 puede suponer obstáculos innecesarios a las políticas que son indispensables para el fortalecimiento de la recuperación económica de Estados Unidos.

La crisis financiera internacional de 2008 dejó la economía estadounidense atrapada en un equilibrio de bajo nivel, caracterizado por insuficiente creación de empleo, persistencia del desempleo juvenil y de largo plazo y una distribución cada vez más desigual de los ingresos, la riqueza y las oportunidades. Pero el inicio de 2013 encontró a muchos estadounidenses esperanzados de que los líderes del Congreso superaran (al menos en parte) la polarización y la disfunción política que ponían freno a la recuperación.

Estas expectativas de una menor turbulencia política recibieron en aquel momento un estímulo gracias al acuerdo bipartidario que evitó el denominado abismo fiscal (aunque en el límite y no sin una alta cuota de resentimiento) y al pacto logrado en enero para elevar el límite de endeudamiento (aunque en forma temporal). La esperanza de que a partir de allí ambos partidos dejaran de apelar a estrategias de extorsión y se redujera la incertidumbre en materia de políticas llevó a que casi todos los pronósticos hablaran de un crecimiento económico más veloz y más inclusivo.

Se esperaba que a su vez la aceleración del crecimiento revitalizara el mercado laboral, contrarrestara el empeoramiento de la desigualdad económica, aplacara los temores por los niveles de deuda y déficit y diera a la Reserva Federal ocasión de comenzar a normalizar la política monetaria en forma ordenada. También que facilitara el regreso a una gobernanza económica más normal por parte del Congreso, ya sea mediante la aprobación de un presupuesto anual (algo que no se hizo en cuatro años) o con la toma de muy postergadas medidas para alentar, en vez de impedir, el crecimiento y la creación de empleo.

Pero con el correr de 2013, el optimismo se vino a pique y emergió la frustración.

Una vez más, el crecimiento fue menor al esperado. Otro año de vaivenes en la creación de empleo profundizó el arraigo en la estructura económica de los problemas asociados con el desempleo juvenil y de largo plazo. Todavía hay demasiada desigualdad y no para de crecer. La parálisis legislativa llegó a niveles de los que no hay ejemplo en la historia reciente. Y otra vez, los legisladores no aprobaron un presupuesto anual.

Esto no implica que en 2013 no haya habido progreso económico o financiero. Después de todo, aunque el Congreso trabó innecesariamente la concreción del potencial de crecimiento económico (y hay riesgo de una caída si los congresistas no obran con cuidado), la cifra alcanzada volvió a ser mejor que en Europa. Hubo una reducción marcada del déficit presupuestario, a la par que mejoraron los balances de empresas y hogares. Muchos segmentos del mercado de valores experimentaron un fuerte rebote, con índices de precios que alcanzaron máximos históricos. Y los estadounidenses están a punto de obtener un acceso a la atención médica mucho mejor que antes.

Pero desalienta pensar que el país podría (y debería) haber logrado mucho más. Los estadounidenses son conscientes de ello y no dudan en culpar a un Congreso que parece más pronto a fabricar problemas que a permitir que la economía alcance la plenitud de su considerable potencial.

En vez de alimentar la naciente colaboración bipartidaria de principios de 2013, el Congreso optó por entregarnos a mitad de año un drama de financiación pública. Incluso la reforma de la inmigración (un tema consensuado, favorable al crecimiento y con considerable apoyo de gran parte de la sociedad estadounidense) quedó innecesariamente relegada. Y en un plano más general, el Congreso no tomó medidas significativas para evitar vientos de frente que impiden el crecimiento y desalientan la inversión a futuro por parte de empresas e individuos.

Según un estudio basado en datos de la Secretaría de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, la actividad legislativa del actual 113.er Congreso fue la menor “desde al menos 1947, año en que comenzó la recolección de datos”. Y los estadounidenses lo saben. Según una encuesta de Gallup, el índice de aprobación del Congreso está en 9%, el valor más bajo de los 39 años de historia de la encuesta.

La polarización partidista en el Congreso también debilitó al poder ejecutivo, al trabar indebidamente designaciones del gobierno (incluso rutinarias y esencialmente inobjetables) y oponer obstáculos injustificados a la implementación de propuestas legislativas de lo más razonables y aparentemente compartidas por ambos partidos. Esto produjo una sensación de deriva y disfunción política que, para colmo, se agravó con los inconvenientes registrados en la puesta en marcha de la Ley de Salud Accesible (Obamacare): una enorme distracción evitable a la que se permitió arrojar dudas sobre esta iniciativa histórica.

Es evidente que 2013 no fue un buen año para la toma de decisiones en el sector público, sobre todo habida cuenta de que la mayoría de los desaciertos fueron “goles en contra”. En todo este proceso, Estados Unidos dañó la reputación de eficaz gestión económica que se ganó durante la crisis financiera global, cuando la adopción de medidas audaces y oportunas evitó que un período de imprudencia en materia de apalancamiento financiero y asunción de riesgos por parte del sector privado diera lugar a una segunda Gran Depresión. Y la imagen internacional del país resultó particularmente dañada por el cierre del gobierno impuesto por el Congreso y la casi cesación de pagos en octubre.

El resultado es que el discurso popular está comenzando a hablar del peligro de “fallos del gobierno”. Cada vez más estadounidenses tienden a olvidar que hace muy pocos años, un gobierno estadounidense unido reaccionó decididamente a los “fallos del mercado” y ayudó de ese modo a evitar un desastre económico internacional que hubiera arruinado millones de vidas y puesto en riesgo las esperanzas de las generaciones futuras. Ahora que el péndulo oscila hacia el otro lado, existe el riesgo de que por exagerar no se acierte en la combinación óptima de actividad privada y pública y se termine en una visión simplista según la cual el gobierno es el problema y el sector privado es la solución. Si esto ocurriera, las probabilidades de un crecimiento más veloz e inclusivo quedarían todavía más dañadas.

El gobierno tiene una larga agenda de crecimiento que encarar en 2014. Las prioridades principales incluyen modernizar la infraestructura de transporte y energía del país, reformar un sistema educativo deficiente, mejorar el mercado laboral, poner orden en una estructura fiscal claramente fragmentada, fortalecer la provisión de bienes públicos y proteger los intereses de Estados Unidos en el extranjero.

Para los políticos y los analistas, es tentador abusar de explicaciones sencillas que atribuyen toda la culpa a uno de los lados. Pero la verdad tiene sus matices y es más compleja. Estados Unidos necesita con urgencia un Congreso que aliente, en vez de impedir, una mejor colaboración entre el sector público y el privado. Enfrentar constantemente a ambos sectores puede servir para tener mesas de debate interesantes en la televisión por cable y mitines electrizantes, pero lleva un costo: el de debilitar una economía que puede (y, por tanto, debe) funcionar mucho mejor.

Traducción: Esteban Flamini
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