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martes, 3 de diciembre de 2013

Medio siglo de una obra emblemática

Por Roberto Méndez Martínez

Rayuela apareció gracias a la Editorial Sudamericana en 1963, hace medio siglo, el mismo año en que su autor viajó a La Habana.
 
La primera vez que tuve noticias de la existencia de Julio Cortázar fue hacia 1969. Yo estaba a punto de cumplir once años y en una salida vespertina con mi madre, nos detuvimos en una librería. De las novedades que mostraban a la entrada ella seleccionó un libro parcamente titulado Cuentos y aunque nada sabía del autor, me lo obsequió, convencida de que era lo más adecuado para mi edad.

El libro me acompañó a unas vacaciones familiares en el balneario oriental de Gibara. Una de las experiencias más placenteras que puedo recordar en mi vida, asociadas con la lectura, ocurrió en aquellos días, pues en aquel sitio, entre el baño de mar por las mañanas y las visitas o las conversaciones en el parque después de la cena, había poco que hacer y yo me iba a una habitación de la planta alta de aquella casa de madera donde pernoctábamos y me dedicaba a leer ese volumen de la colección Huracán, de factura tan precaria que cada hoja leída se desprendía al momento como si fuera de un calendario y más de una vez, un golpe de aire llegado de la ventana que daba a la costa me obligó a la tarea de recoger buena parte de las páginas y volver a ordenarlas.

Así pude disfrutar de “Casa tomada”, “Final del juego”, “Circe”, “La noche boca arriba”, textos que más que gustarme, me intranquilizaron, me mostraron un lado de la literatura que poco tenía que ver con los autores incluidos en los programas escolares. Por primera vez tomé contacto con aquellas “Historias de cronopios y famas” que no solo fueron harto leídas por al menos dos generaciones de intelectuales en Cuba, sino que fueron la causa directa de que en nuestra farándula cultural, siempre ávida de novedades, surgieran unos especímenes que eran mitad hippies, mitad lunáticos, que llevaban orgullosamente el marbete de cronopios.

A Rayuela llegué más tarde, porque tal vez la edición hecha por la Casa de las Américas en 1969 no fue demasiado accesible en Camagüey. Tres o cuatro años después pude hojear aquel grueso volumen amarillo de paginación heterodoxa en la sala de una modista, mientras esperaba que una de mis hermanas terminara su sesión de “pruebas”, lo suficientemente prolongada como para que yo pudiera leer los primeros párrafos del prólogo de Lezama y saltar luego, aquí y allá, por algunos pasajes del libro, de un modo que no hubiera desagradado a su autor, pero que no me dejo una idea muy clara del texto.

Por esos años yo no sabía que la singular novela había aparecido, gracias a la Editorial Sudamericana, en 1963 – hace precisamente ahora medio siglo, ¿quién lo diría?- el mismo año en que su autor viajó a La Habana invitado como jurado del Premio Casa de las Américas, y mucho menos que el 2 de julio de 1965 esa institución auspició un café conversatorio sobre la novela en su biblioteca, con un panel formado por Ana María Simo, Eliseo Diego, José Lezama Lima y Roberto Fernández Retamar.

Años después pude leer sus intervenciones que fueron recogidas en un cuadernillo y me llamó la atención que, mientras la mayoría de los panelistas traducían su perplejidad y entusiasmo por la reciente lectura en cálidos y un poco hiperbólicos elogios, el maestro Lezama, a pesar de su viejo intercambio epistolar con el autor y una amistad personal más reciente, no ocultaba su reticencia. Su punto de vista era muy curioso, no le negaba interés y calidad, pero le escatimaba su novedad, su papel fecundante para la nueva literatura latinoamericana.

En Cortázar, la parte crítica, la parte cenital es muy superior a la otra parte, al otro extremo de la balanza, es decir, al inconnu, al desconocido. Por eso digo que es más bien un hombre de la era de los ocasos y un hombre de la era crítica, que un hombre que significa la nueva medida, el nuevo rumbo, la nueva distancia.

Me ha tomado varias décadas acercarme a una intuición: el poeta de Trocadero, que todavía no había podido concluir la redacción de su Paradiso contempló con alarma la aparición de Rayuela, pues muy probablemente sintió que se le adelantaba en ciertas búsquedas y sobre todo en el ansia de escribir un libro totalizador donde el lenguaje y la multiplicidad de acarreos culturales tenían roles tan relevantes.

De todos modos, los que escucharon aquella noche al autor de Dador debieron convencerse de que en realidad admiraba aquel libro hasta la codicia, porque de otro modo no le hubieran encargado el prólogo para la primera edición cubana de la novela aparecida cuatro años después. Se trataba de un texto antiacadémico y suntuoso, que difícilmente podría ayudar a allanar el camino de los potenciales lectores, pero que indudablemente era una lectura poética y original, que se daba la mano con la imaginación desatada en el libro:
desde la época de los imbroglios y laberintos gracianescos, había una grotesca e irreparable escisión entre lo dicho y lo que se quiso decir, entre el aliento insuflado en la palabra y su configuración en la visibilidad. El Ícaro verbal terminaba en los perplejos de cera. Engendraba ya primorosas y pavorosas equivocaciones en el manierismo, una palabra de dos cortes y un significar a dos luces. Eran maneras de divertirse, de recorrer el laberinto vegetal, pasar la ruedecilla de Hermes por delante de las casas con grotescas caras de monstruos, de gigantes etruscos o la trompa del elefante enroscándose en un centurión. Un argentino en Europa, en la misma unidad temporal, revisa los laberintos de sus juegos de infante, y un porteño musicaliza los laberintos de Bomarzo, en la Italia barroca del siglo XVII. En la historia de los laberintos, se igualan Rayuela y Bomarzo, los dos se nutren del inagotable paideuma infantil.

Mi primera lectura de la novela no fue la más significativa. Decidí ignorar el “tablero de instrucciones” y leerla como un libro cualquiera. Me pareció un texto caótico en el que echaba de menos la limpidez e intensidad de algunos de los cuentos que ya admiraba. Un par de veces volví a intentarlo, pero algo hacía que el libro se me cayera de las manos. La iluminación llegaría hacia 1984 cuando una especie de crisis existencial me llevó a refugiarme unos días en un hotel del más bien lejano y apacible pueblo de Guáimaro. Solo en una habitación de aquel sitio donde el agua tenía sabor a peces podridos por lo que era preferible beber un brandy albanés llamado Skanderveu, me dediqué a descifrar aquel libro en jornadas interminables.

Pocas veces he leído con tal intensidad. Viví de forma irrepetible aquella velada del Club de la Serpiente donde todos van enterándose de la muerte del bebé Rocamadour y esperan el instante en que la Maga lo descubra; el concierto grotesco de Berthe Trépat; la escena de Oliveira con la clocharde; el descenso a la nevera de la morgue en la casa de locos. Todos los fragmentos que parecían dispersos encontraban su sitio y se iluminaban de una manera inesperada. Salí de aquel lugar transformado.

Rayuela no tuvo en Cuba la clamorosa acogida de Cien años de soledad, aunque no fuera difícil hallar a ciertos sujetos en el vestíbulo de la Cinemateca habanera o en Coppelia con un ejemplar bajo el brazo, para mostrarse auténticamente “enterados”. Por otro lado, el año 1971 con su “caso Padilla” fue una especie de parteaguas, si bien el escritor argentino justificó su actitud ante las autoridades culturales cubanas, quedaron ciertas reservas en el ambiente y pasarían varios años antes de que el libro se reimprimiera y saliera del patrimonio de ciertas capillas intelectuales.

Esa novela fue una experiencia tan singular, tan extrema, que no creo que tuviera imitadores atendibles, al menos en la literatura cubana, aunque he podido percibir que en las obras de muchos de los autores que hoy tenemos un poco más de medio siglo hay algo de Rayuela muy bien disuelto.

Solo una vez pude ver a Cortázar. Fue en la Sala Che Guevara de la Casa de las Américas, con cierta seguridad podría afirmar que ocurrió en 1983, durante su última visita a Cuba para participar en la reunión del Comité Permanente de Intelectuales por la Soberanía de los Pueblos. Presenciaba una presentación de libro o un recital y en algún momento volví la cabeza y lo vi sentado en la última fila. Me pareció altísimo y muy pálido, con un rostro que me resultó muy infantil, tanto que me pregunté si eso era natural en alguien que hacía veinte años había publicado un libro tan notorio. En modo alguno me atreví a acercarme. ¿Qué iba a decirle que no resultara ridículo? No hubo otra ocasión. Para mí el más real fue ese que se me apareció durante varias jornadas en aquel hotel pueblerino y me dio tales consejos que varias décadas después sigo usufructuándolos con alegría

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