Mi blog sobre Economía

sábado, 7 de diciembre de 2013

Un programa para salvar al euro

Joseph E. Stiglitz Premio Nobel de Economia
 
Han pasado tres años desde el estallido de la crisis del euro, y solamente un optimista empedernido diría que la peor parte ha terminado de manera definitiva. Algunos, al señalar que la recesión de doble caída de la eurozona terminó, llegan a la conclusión de que la austeridad como medicina ha funcionado. Pero, trate de decirles esto a los de los países que aún se encuentran atravesando por una depresión, con un PIB per cápita que continúa por debajo de los niveles previos al año 2008, tasas de desempleo por encima del 20%, y un desempleo juvenil superior al 50%. Al ritmo actual de “recuperación” no se puede esperar ningún tipo de retorno a la normalidad hasta bien entrada la próxima década.

Un reciente estudio realizado por economistas de la Reserva Federal llegó a la conclusión de que el alto y prolongado desempleo en los Estados Unidos tendrá serios efectos adversos en el crecimiento del PIB durante los próximos años. Si esto es cierto con relación a Estados Unidos, donde el desempleo se encuentra en un nivel que es 40% menor al de Europa, las perspectivas de crecimiento en Europa se muestran realmente sombrías.

Lo que se necesita, sobre todo, es una reforma fundamental en la estructura de la eurozona. A estas alturas, ya se logró concebir una idea bastante clara de lo que se requiere para ello:

· Una unión bancaria real, con una supervisión común, un seguro de depósitos común y un mecanismo de toma de decisiones común; sin todo esto, el dinero seguirá fluyendo desde los países más débiles hacia los más fuertes;

· Algún tipo de mutualización de la deuda, como por ejemplo los eurobonos: al tener un ratio deuda/PIB europeo menor al de EE.UU., la eurozona podría prestarse a tasas de interés reales negativas, tal como lo hace EE.UU. Las tasas de interés más bajas podrían liberar dinero para estimular la economía, rompiendo el círculo vicioso en el que se encuentran los países afectados por la crisis, mediante el cual la austeridad aumenta la carga de la deuda, haciendo que la deuda sea menos sostenible, ya que el PIB se contrae;

· Políticas industriales que permitan que los países rezagados se pongan al mismo nivel que los otros; esto implica revisar las estructuras actuales, que prohíben tales políticas por considerarlas como intervenciones inaceptables en los mercados libres;

· Un banco central que se centre no solamente en la inflación, sino que también centre su atención en el crecimiento, el empleo y la estabilidad financiera;

· Sustitución de las políticas de austeridad que van en contra del crecimiento con políticas que favorezcan al crecimiento y que se centren en llevar a cabo inversiones en personas, tecnología e infraestructura.

Gran parte del diseño del euro refleja las doctrinas económicas neoliberales que prevalecían en el momento en el que se concibió la moneda única. Se pensaba que era necesario mantener una baja inflación y que ello sería casi suficiente para lograr crecimiento y estabilidad; que hacer que los bancos centrales sean independientes era la única manera de garantizar la confianza en el sistema monetario; que niveles de deuda y de déficits bajos garantizarían la convergencia económica entre los países miembros, y que un mercado único, con un flujo libre de personas y dinero, garantizaría la eficiencia y la estabilidad.

Cada una de estas doctrinas ha demostrado ser errónea. Los bancos centrales independientes tanto en Europa como en Estados Unidos se desempeñaron mucho más deficientemente en el período previo a la crisis que los bancos menos independientes que se encuentran en algunos mercados emergentes líderes; esto ocurrió debido a que estas instituciones por concentrarse en la inflación, distrajeron su atención del problema de la fragilidad financiera, que de lejos revestía mucha mayor importancia.

Del mismo modo, España e Irlanda tenían superávits fiscales y bajos ratios deuda/PIB antes de la crisis. La crisis fue la que causó los déficits y la deuda elevada, y no al revés, y las restricciones fiscales que Europa ha acordado ni van a facilitar una rápida recuperación de esta crisis, ni van a evitar la siguiente.

Por último, la libre circulación de personas, al igual que el libre flujo de dinero, parecía tener sentido; los factores de la producción se dirigirían hacia donde sus rendimientos fuesen más altos. Pero, la migración desde los países afectados por la crisis, que en parte se produjo para evitar el repago de las deudas heredadas (algunas de los cuales fueron impuestas a estos países por el Banco Central Europeo, entidad que insistió en la socialización de las pérdidas privadas), ha ido socavando a las economías más débiles. Dicha migración también puede derivar en una asignación incorrecta de la mano de obra.

Una devaluación interna – es decir, una rebaja de los salarios y de los precios internos – no es una medida sustitutiva de la flexibilidad del tipo de cambio. De hecho, existe una creciente preocupación con respecto a la deflación, misma que aumenta el apalancamiento y la carga de los niveles de deuda que de comienzo ya son demasiados altos. Si una devaluación interna fuese un buen sustituto, el patrón oro no hubiese sido un problema en la Gran Depresión, y la Argentina hubiese podido manejar la paridad del peso frente al dólar, cuando su crisis de la deuda estalló hace una década.

Ningún país ha restaurado la prosperidad a través de la austeridad. Históricamente, algunos países pequeños tuvieron la suerte de que las exportaciones llenaran la brecha en la demanda agregada a medida que el gasto público se contraía, permitiéndoles esto evitar los efectos depresivos de la austeridad. Pero las exportaciones europeas apenas han aumentado desde el año 2008 (a pesar de la disminución de los salarios en algunos países, en particular en Grecia e Italia). Con un crecimiento global tan moderado, las exportaciones no conducirán hacia la restauración de la prosperidad en Europa y EE.UU. en el futuro cercano.

Alemania y algunos de los otros países del norte de Europa, haciendo gala de una falta indecorosa de solidaridad europea, han declarado que no se les debe pedir pagar la factura de sus derrochadores vecinos del sur europeo. Esto es erróneo por varias razones. Para empezar, las tasas de interés más bajas que se alcanzan como resultado de los eurobonos o de algún mecanismo similar harían que el peso de la deuda sea manejable. Se debe recordar que EE.UU. emergió de la Segunda Guerra Mundial con una carga muy alta de deuda, no obstante aquello, los años subsiguientes estuvieron marcados por el crecimiento más rápido que este país tuvo a lo largo de toda su historia.

Si la eurozona adopta el programa que se esquematizó líneas arriba, no debería haber la necesidad de que Alemania pague ninguna factura. Sin embargo, bajo las políticas perversas que Europa ha adoptado, se ha implementado una serie de reestructuraciones de deuda, una tras la otra. Si Alemania y otros países del norte de Europa continúan insistiendo en la consecución de sus políticas actuales, ellos, junto con sus vecinos del sur, van a terminar pagando un precio muy alto.

Se suponía que el euro iba a traer crecimiento, prosperidad y un sentido de unidad a Europa. En cambio, trajo estancamiento, inestabilidad y una tendencia hacia la división.

Esto no tiene por qué ser así. El euro puede salvarse, pero se necesitará más de refinados discursos afirmando que existe un compromiso con Europa. Si Alemania y otros países no están dispuestos a hacer lo que fuese necesario – es decir, si no existe la suficiente solidaridad para lograr que las políticas funcionen – puede que se tenga que abandonar al euro en aras de salvar el proyecto europeo.

Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.
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