Por Manuel E. Yepe
Desde la llegada al poder en 1959 de la revolución cubana, el gobierno de Estados Unidos se ha visto obligado a combatirla por sí mismo, por carecer de fuerzas internas leales capaces de asumir una tarea que habría preferido delegar en la oligarquía nativa.
En Cuba ocurrió que la extrema subordinación y dependencia de la burguesía nacional respecto a Estados Unidos hizo que ésta considerara que era a la superpotencia global y no a ella a quien correspondía hacer frente a la situación revolucionaria.
De ahí que desde el primer momento, Washington asumió el combate por el derrocamiento del gobierno revolucionario de una manera directa, y no a través de la oligarquía derrotada, como lo viene haciendo actualmente en otros países latinoamericanos donde fuerzas populares han alcanzado el poder político por vías electorales.
En Bahía de Cochinos, las fuerzas armadas estadounidenses desembarcaron un ejército mercenario entrenado y dirigido por oficiales suyos, integrado por cubanos recién salidos de Cuba. Pese a tener superioridad de armamentos y recursos, nada pudo ante la defensa de unas fuerzas armadas patrióticas carentes de la debida preparación pero, dotadas de inmensa moral de combate.
Washington usó barcos, aviones y uniformes con insignias falsas en el ataque pero tras la derrota no se esforzó demasiado por encubrir que se trataba de una agresión directa del gobierno de Estados Unidos y no de un acto contrarrevolucionario endógeno.
Igual suerte corrieron otros esfuerzos contra el poder popular mientras el éxodo hacia el norte de los desafectos a la revolución siguió marcando esta tendencia.
Obligado por tales circunstancias, desde hace más de medio siglo, Estados Unidos ha recurrido a una guerra económica directa contra el pueblo, con apoyo de una campaña mediática gigantesca, dirigidas a provocar hambre y miserias que a su vez conduzcan a que la ciudadanía haga recaer las culpas en el poder revolucionario y se rebele.
Ello ha ocasionado enormes daños y sufrimientos al pequeño y pobre país vecino, aunque con alto costo político y práctico para la superpotencia.
Aparentemente, el “embargo” - como eufemísticamente se llama en Estados Unidos a esta forma de agresión no militar contra Cuba-, se basa en un complejo legal integrado por la vieja Ley de Comercio con el Enemigo (Trading With the Enemy Act) de 1917 y otras 5 legislaciones más actuales: la Ley de Asistencia Extranjera (Foreign Assistance Act) de 1961; la Ley de Control de Activos Cubanos (Cuban Assets Control Regulation), de 1963; la Ley sobre la Democracia en Cuba (Cuban Democracy Act), de 1992, la Ley para Reformar las Sanciones Comerciales y la Ley para Aumentar Exportaciones (Trade Sanctions Reform y Export Enhancement Act), estas últimas del 2000.
Cada año, cuando la Asamblea General de Naciones Unidas condena casi unánimemente el bloqueo comercial y financiero que hace más de medio siglo Estados Unidos lleva a cabo contra Cuba, la representación de Washington alude, en su defensa, al hecho de que en la isla las marcas comerciales estadounidenses se pueden encontrar en las tiendas y que, aprovechando una exención introducida en el año 2000 por presiones de los granjeros estadounidenses, éstos pueden vender a Cuba ciertos productos del agro sin que los agricultores cubanos puedan vender los suyos en reciprocidad.
Y es que los más crueles aspectos del bloqueo a Cuba no derivan de los efectos de las leyes, sino del terrorismo comercial que obliga a cualquier empresario que tenga, o aspire a tener, una relación comercial con Estados Unidos, se sume al criminal asedio.
Las coerciones del bloqueo contra quienes tengan negocios con Cuba se hicieron más severas a raíz del 11 de septiembre de 2001, al ser incluida Cuba en la lista de estados patrocinadores del terrorismo que Washington impone a sus socios, sin aportar prueba alguna sobre tal acusación.
Más allá de la opinión contraria que tengan del bloqueo, los banqueros y empresarios de todo el mundo prefieren evitarse acusaciones por cualquier violación de las leyes antiterroristas de Estados Unidos.
Cada cierto tiempo, Washington anuncia amenazadoramente que a tal o cual entidad extranjera que haya comerciado con Cuba le ha sido aplicada una severa multa o una grave sanción de algún tipo contra sus directivos.
Con ello Washington logra que las relaciones comerciales de Cuba con el extranjero estén sometidas, desde hace medio siglo, a un sistema de presiones que obliga a Cuba a vender más barato y comprar más caro por la exigencia de asumir, de alguna manera, el riesgo que corren sus contrapartes de sufrir sanciones, en el marco de sus relaciones económicas con Estados Unidos, por violar el “embargo”.
Desde la llegada al poder en 1959 de la revolución cubana, el gobierno de Estados Unidos se ha visto obligado a combatirla por sí mismo, por carecer de fuerzas internas leales capaces de asumir una tarea que habría preferido delegar en la oligarquía nativa.
En Cuba ocurrió que la extrema subordinación y dependencia de la burguesía nacional respecto a Estados Unidos hizo que ésta considerara que era a la superpotencia global y no a ella a quien correspondía hacer frente a la situación revolucionaria.
De ahí que desde el primer momento, Washington asumió el combate por el derrocamiento del gobierno revolucionario de una manera directa, y no a través de la oligarquía derrotada, como lo viene haciendo actualmente en otros países latinoamericanos donde fuerzas populares han alcanzado el poder político por vías electorales.
En Bahía de Cochinos, las fuerzas armadas estadounidenses desembarcaron un ejército mercenario entrenado y dirigido por oficiales suyos, integrado por cubanos recién salidos de Cuba. Pese a tener superioridad de armamentos y recursos, nada pudo ante la defensa de unas fuerzas armadas patrióticas carentes de la debida preparación pero, dotadas de inmensa moral de combate.
Washington usó barcos, aviones y uniformes con insignias falsas en el ataque pero tras la derrota no se esforzó demasiado por encubrir que se trataba de una agresión directa del gobierno de Estados Unidos y no de un acto contrarrevolucionario endógeno.
Igual suerte corrieron otros esfuerzos contra el poder popular mientras el éxodo hacia el norte de los desafectos a la revolución siguió marcando esta tendencia.
Obligado por tales circunstancias, desde hace más de medio siglo, Estados Unidos ha recurrido a una guerra económica directa contra el pueblo, con apoyo de una campaña mediática gigantesca, dirigidas a provocar hambre y miserias que a su vez conduzcan a que la ciudadanía haga recaer las culpas en el poder revolucionario y se rebele.
Ello ha ocasionado enormes daños y sufrimientos al pequeño y pobre país vecino, aunque con alto costo político y práctico para la superpotencia.
Aparentemente, el “embargo” - como eufemísticamente se llama en Estados Unidos a esta forma de agresión no militar contra Cuba-, se basa en un complejo legal integrado por la vieja Ley de Comercio con el Enemigo (Trading With the Enemy Act) de 1917 y otras 5 legislaciones más actuales: la Ley de Asistencia Extranjera (Foreign Assistance Act) de 1961; la Ley de Control de Activos Cubanos (Cuban Assets Control Regulation), de 1963; la Ley sobre la Democracia en Cuba (Cuban Democracy Act), de 1992, la Ley para Reformar las Sanciones Comerciales y la Ley para Aumentar Exportaciones (Trade Sanctions Reform y Export Enhancement Act), estas últimas del 2000.
Cada año, cuando la Asamblea General de Naciones Unidas condena casi unánimemente el bloqueo comercial y financiero que hace más de medio siglo Estados Unidos lleva a cabo contra Cuba, la representación de Washington alude, en su defensa, al hecho de que en la isla las marcas comerciales estadounidenses se pueden encontrar en las tiendas y que, aprovechando una exención introducida en el año 2000 por presiones de los granjeros estadounidenses, éstos pueden vender a Cuba ciertos productos del agro sin que los agricultores cubanos puedan vender los suyos en reciprocidad.
Y es que los más crueles aspectos del bloqueo a Cuba no derivan de los efectos de las leyes, sino del terrorismo comercial que obliga a cualquier empresario que tenga, o aspire a tener, una relación comercial con Estados Unidos, se sume al criminal asedio.
Las coerciones del bloqueo contra quienes tengan negocios con Cuba se hicieron más severas a raíz del 11 de septiembre de 2001, al ser incluida Cuba en la lista de estados patrocinadores del terrorismo que Washington impone a sus socios, sin aportar prueba alguna sobre tal acusación.
Más allá de la opinión contraria que tengan del bloqueo, los banqueros y empresarios de todo el mundo prefieren evitarse acusaciones por cualquier violación de las leyes antiterroristas de Estados Unidos.
Cada cierto tiempo, Washington anuncia amenazadoramente que a tal o cual entidad extranjera que haya comerciado con Cuba le ha sido aplicada una severa multa o una grave sanción de algún tipo contra sus directivos.
Con ello Washington logra que las relaciones comerciales de Cuba con el extranjero estén sometidas, desde hace medio siglo, a un sistema de presiones que obliga a Cuba a vender más barato y comprar más caro por la exigencia de asumir, de alguna manera, el riesgo que corren sus contrapartes de sufrir sanciones, en el marco de sus relaciones económicas con Estados Unidos, por violar el “embargo”.
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