Robert J. Shiller, a 2013 Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at Yale University and the co-creator of the Case-Shiller Index of US house prices.
NEW HAVEN – El voluminoso libro El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty, del que tanto se ha hablado últimamente, atrajo una tención considerable al problema de la creciente desigualdad económica. Pero no es sólido a la hora de ofrecer soluciones. Como admite el propio Piketty, su propuesta –un impuesto global progresivo al capital (o a la riqueza)- “requeriría un nivel muy elevado y, sin duda, poco realista de cooperación internacional”.
No deberíamos concentrarnos en soluciones rápidas. La preocupación realmente importante para los responsables de las políticas en todas partes es impedir los desastres –es decir, los acontecimientos atípicos que más importan-. Y, como la desigualdad tiende a cambiar lentamente, cualquier desastre probablemente se observe recién después de varias décadas.
El libro de Piketty se explaya profusamente sobre ese desastre –un retorno a niveles de desigualdad nunca vistos desde fines del siglo XIX a principios del siglo XX-. En este escenario, una pequeña minoría se vuelve súper rica –no, en su mayoría, porque sean más inteligentes o trabajen más que cualquier otro, sino porque las fuerzas económicas fundamentales redistribuyen los ingresos caprichosamente.
En El nuevo orden financiero: el riesgo en el siglo XXI, propuse un “seguro contra la desigualdad” como una manera de evitar el desastre. A pesar de la similitud de sus títulos, mi libro es muy diferente del de Piketty. El mío defiende abiertamente las finanzas científicas innovadoras y el seguro, tanto a nivel público como privado, para reducir la desigualdad, administrando cuantitativamente todos los riesgos que contribuyen a ella. Y soy más optimista sobre mi plan para impedir una desigualdad desastrosa que Piketty sobre el suyo.
El seguro contra la desigualdad exigiría que los gobiernos establecieran planes a muy largo plazo para hacer que las tasas del impuesto a las ganancias sean automáticamente más altas para la gente con ingresos elevados en el futuro si la desigualdad empeora significativamente, sin cambios en los impuestos si eso no sucediera. Lo llamé seguro contra la desigualdad porque, al igual que cualquier póliza de seguro, se ocupa de los riesgos de antemano. De la misma manera que tenemos que contratar un seguro contra incendio antes, y no después, de que se nos quema la casa, tenemos que lidiar con el riesgo de la desigualdad antes de que se vuelva mucho peor y cree una nueva clase poderosa de gente rica que usa su poder para consolidar sus ganancias.
En 2006, fui uno de los autores de un documento borrador junto con Leonard Burman y Jeffrey Rohaly del Centro de Políticas Tributarias del Instituto Urban y la Brookings Institution que analizaba variaciones para un plan de estas características. En 2011, Ian Ayres y Aaron Edlin propusieron una idea similar.
Lo que subyace debajo de ese tipo de planes es la presunción de que algún grado sustancial de desigualdad es económicamente saludable. La perspectiva de volverse rico claramente impulsa a mucha gente a trabajar mucho. Pero la desigualdad masiva es intolerable.
Por supuesto, no existe ninguna garantía de que un plan de seguro contra la desigualdad en efecto vaya ser implementado por los gobiernos. Pero es más probable que sigan este tipo de planes si ya están legislados y se implementan de manera gradual, según una fórmula conocida de antemano, y no repentinamente de una manera revolucionaria totalmente diferente de las prácticas pasadas.
Para ser realmente efectivos, los aumentos de los impuestos a la riqueza –que recaen más en las personas retiradas con un alto grado de movilidad u otras personas adineradas- tendrían que incluir un componente global; de lo contrario, los ricos simplemente emigrarían a cualquier país que tuviera las tasas impositivas más bajas. Y la impopularidad de los impuestos a la riqueza ha impedido la cooperación global. Finlandia tenía un impuesto a la riqueza pero lo eliminó. Lo mismo hizo Austria, Dinamarca, Alemania, Suecia y España.
Aumentar los impuestos a la riqueza ahora, como propone Piketty, le sonaría injusto a mucha gente, ya que significaría imponer un gravamen retroactivo sobre el trabajo realizado para acumular esa riqueza en el pasado –un cambio de las reglas de juego, y su resultado, después de que terminó el partido-. La gente mayor que trabajó mucho para acumular riqueza en el transcurso de su vida sería gravada por su austeridad para beneficiar a otros que ni siquiera hicieron el intento de ahorrar. Si les hubieran dicho que luego iba a haber un impuesto a las ganancias, tal vez no habrían ahorrado tanto; tal vez habrían pagado el impuesto a las ganancias y habrían consumido el resto, como todo el mundo.
Es más, una vez que se entendiera la realidad de un impuesto a la riqueza del tipo que propone Piketty, los ricos podrían procrear más, porque la riqueza en forma de hijos no se puede disipar con impuestos –razón por la cual quizá sería mejor gravar los ingresos y mantener una deducción para los aportes filantrópicos fuera de la familia-. Y, si tiene que haber impuestos a las ganancias, instituirlos ahora para que entren en vigencia recién en el futuro –y sólo si se agrava la desigualdad- evitaría la percepción de que se modificaron las reglas después de terminado el juego.
La ventaja de los incrementos del impuesto a las ganancias es que se podrían basar no sólo en el ingreso actual, sino en algún promedio de ingresos en el transcurso de años, y podría permitir deducciones para inversiones, compartiendo así algunas características con los impuestos a la riqueza sin penalizar a quienes ahorraron más para acumular más riqueza. Es más, un plan a largo plazo legislado por uno o varios países hoy, antes de que se produzca algún impacto sustancial en los pagos de impuestos reales, podría ayudar a promover un diálogo internacional sobre políticas futuras apropiadas para combatir la desigualdad. Eso crearía espacio para una respuesta impositiva más uniforme entre los países, reduciendo así la capacidad de los súper ricos de evadir impuestos cambiando de locación.
El libro de Piketty hace un aporte invalorable a nuestra comprensión de la dinámica de la desigualdad contemporánea. Él ha identificado un riesgo serio para nuestra sociedad. Los responsables de las políticas tienen la obligación de implementar un modo factible de asegurarse contra ese riesgo.
Read more at http://www.project-syndicate.org/commentary/robert-j--shiller-praises-thomas-piketty-s-invaluable-contribution-to-a-debate-that-is-far-from-over/spanish#rEH72r9DYfT2gdiM.99
NEW HAVEN – El voluminoso libro El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty, del que tanto se ha hablado últimamente, atrajo una tención considerable al problema de la creciente desigualdad económica. Pero no es sólido a la hora de ofrecer soluciones. Como admite el propio Piketty, su propuesta –un impuesto global progresivo al capital (o a la riqueza)- “requeriría un nivel muy elevado y, sin duda, poco realista de cooperación internacional”.
No deberíamos concentrarnos en soluciones rápidas. La preocupación realmente importante para los responsables de las políticas en todas partes es impedir los desastres –es decir, los acontecimientos atípicos que más importan-. Y, como la desigualdad tiende a cambiar lentamente, cualquier desastre probablemente se observe recién después de varias décadas.
El libro de Piketty se explaya profusamente sobre ese desastre –un retorno a niveles de desigualdad nunca vistos desde fines del siglo XIX a principios del siglo XX-. En este escenario, una pequeña minoría se vuelve súper rica –no, en su mayoría, porque sean más inteligentes o trabajen más que cualquier otro, sino porque las fuerzas económicas fundamentales redistribuyen los ingresos caprichosamente.
En El nuevo orden financiero: el riesgo en el siglo XXI, propuse un “seguro contra la desigualdad” como una manera de evitar el desastre. A pesar de la similitud de sus títulos, mi libro es muy diferente del de Piketty. El mío defiende abiertamente las finanzas científicas innovadoras y el seguro, tanto a nivel público como privado, para reducir la desigualdad, administrando cuantitativamente todos los riesgos que contribuyen a ella. Y soy más optimista sobre mi plan para impedir una desigualdad desastrosa que Piketty sobre el suyo.
El seguro contra la desigualdad exigiría que los gobiernos establecieran planes a muy largo plazo para hacer que las tasas del impuesto a las ganancias sean automáticamente más altas para la gente con ingresos elevados en el futuro si la desigualdad empeora significativamente, sin cambios en los impuestos si eso no sucediera. Lo llamé seguro contra la desigualdad porque, al igual que cualquier póliza de seguro, se ocupa de los riesgos de antemano. De la misma manera que tenemos que contratar un seguro contra incendio antes, y no después, de que se nos quema la casa, tenemos que lidiar con el riesgo de la desigualdad antes de que se vuelva mucho peor y cree una nueva clase poderosa de gente rica que usa su poder para consolidar sus ganancias.
En 2006, fui uno de los autores de un documento borrador junto con Leonard Burman y Jeffrey Rohaly del Centro de Políticas Tributarias del Instituto Urban y la Brookings Institution que analizaba variaciones para un plan de estas características. En 2011, Ian Ayres y Aaron Edlin propusieron una idea similar.
Lo que subyace debajo de ese tipo de planes es la presunción de que algún grado sustancial de desigualdad es económicamente saludable. La perspectiva de volverse rico claramente impulsa a mucha gente a trabajar mucho. Pero la desigualdad masiva es intolerable.
Por supuesto, no existe ninguna garantía de que un plan de seguro contra la desigualdad en efecto vaya ser implementado por los gobiernos. Pero es más probable que sigan este tipo de planes si ya están legislados y se implementan de manera gradual, según una fórmula conocida de antemano, y no repentinamente de una manera revolucionaria totalmente diferente de las prácticas pasadas.
Para ser realmente efectivos, los aumentos de los impuestos a la riqueza –que recaen más en las personas retiradas con un alto grado de movilidad u otras personas adineradas- tendrían que incluir un componente global; de lo contrario, los ricos simplemente emigrarían a cualquier país que tuviera las tasas impositivas más bajas. Y la impopularidad de los impuestos a la riqueza ha impedido la cooperación global. Finlandia tenía un impuesto a la riqueza pero lo eliminó. Lo mismo hizo Austria, Dinamarca, Alemania, Suecia y España.
Aumentar los impuestos a la riqueza ahora, como propone Piketty, le sonaría injusto a mucha gente, ya que significaría imponer un gravamen retroactivo sobre el trabajo realizado para acumular esa riqueza en el pasado –un cambio de las reglas de juego, y su resultado, después de que terminó el partido-. La gente mayor que trabajó mucho para acumular riqueza en el transcurso de su vida sería gravada por su austeridad para beneficiar a otros que ni siquiera hicieron el intento de ahorrar. Si les hubieran dicho que luego iba a haber un impuesto a las ganancias, tal vez no habrían ahorrado tanto; tal vez habrían pagado el impuesto a las ganancias y habrían consumido el resto, como todo el mundo.
Es más, una vez que se entendiera la realidad de un impuesto a la riqueza del tipo que propone Piketty, los ricos podrían procrear más, porque la riqueza en forma de hijos no se puede disipar con impuestos –razón por la cual quizá sería mejor gravar los ingresos y mantener una deducción para los aportes filantrópicos fuera de la familia-. Y, si tiene que haber impuestos a las ganancias, instituirlos ahora para que entren en vigencia recién en el futuro –y sólo si se agrava la desigualdad- evitaría la percepción de que se modificaron las reglas después de terminado el juego.
La ventaja de los incrementos del impuesto a las ganancias es que se podrían basar no sólo en el ingreso actual, sino en algún promedio de ingresos en el transcurso de años, y podría permitir deducciones para inversiones, compartiendo así algunas características con los impuestos a la riqueza sin penalizar a quienes ahorraron más para acumular más riqueza. Es más, un plan a largo plazo legislado por uno o varios países hoy, antes de que se produzca algún impacto sustancial en los pagos de impuestos reales, podría ayudar a promover un diálogo internacional sobre políticas futuras apropiadas para combatir la desigualdad. Eso crearía espacio para una respuesta impositiva más uniforme entre los países, reduciendo así la capacidad de los súper ricos de evadir impuestos cambiando de locación.
El libro de Piketty hace un aporte invalorable a nuestra comprensión de la dinámica de la desigualdad contemporánea. Él ha identificado un riesgo serio para nuestra sociedad. Los responsables de las políticas tienen la obligación de implementar un modo factible de asegurarse contra ese riesgo.
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