¿Es muy importante la sorprendente derrota en las primarias del congresista Eric Cantor, el presidente de la Cámara de Representantes de EE UU? Mucho. El movimiento conservador, que dominó la política estadounidense desde la elección de Ronald Reagan hasta la elección de Barack Obama —y que muchos expertos creían que podría resurgir este año— se desintegra ante nuestros ojos.
No quiero decir que el conservadurismo en general esté agonizando. A lo que tanto yo como otros nos referimos cuando hablamos de “movimiento conservador”, una expresión que creo que descubrí gracias al historiador Rick Perlstein, es a algo más concreto: un conjunto de instituciones y alianzas entrelazadas que ganó las elecciones echando leña al fuego del desasosiego cultural y racial, pero que usó esas victorias fundamentalmente para sacar adelante un programa económico elitista, a la vez que proporcionaba una red de apoyo a los leales a su ideología y sus políticas.
Al rechazar a Cantor, las bases republicanas han demostrado que ya se conocen las triquiñuelas electorales y, con su caída, Cantor ha demostrado que esa red de apoyo ya no puede garantizar la seguridad laboral [de los políticos conservadores]. La protección conservadora ha funcionado durante unas tres décadas, pero ya no.
Para entender a qué me refiero cuando hablo de triquiñuelas, piensen en lo que pasó en 2004. George W. Bush consiguió ser reelegido presentándose como un defensor de la seguridad nacional y los valores tradicionales —como suelo decir, se mostró como el protector de Estados Unidos ante los terroristas homosexuales casados— y, acto seguido, volvió a concentrarse en su verdadera prioridad: privatizar la Seguridad Social. Aquello ilustraba perfectamente la estrategia que hizo famosa el libro de Thomas Frank titulado ¿Qué pasa con Kansas?, según la cual los republicanos movilizan a los votantes gracias a los problemas sociales pero, tras las elecciones, se dedican siempre a proteger los intereses de las grandes empresas y del 1% de la población.
A cambio de este servicio, los empresarios y los ricos proporcionan una generosa financiación a los políticos de derechas y una red de seguridad —“protección conservadora”— a los defensores de la causa. En concreto, siempre había puestos cómodos esperando a quienes dejaban el cargo, por propia voluntad o no. Había cargos en los grupos de presión; había trabajo como analista de Fox News y otros (dos de los autores de los discursos de Bush son ahora columnistas del Washington Post); había puestos en la “investigación” (tras perder su escaño en el Senado, Rick Santorum se convirtió en director del programa Enemigos de Estados Unidos en un comité asesor respaldado por los hermanos Koch, entre otros).
La combinación de una estrategia electoral exitosa con la red de seguridad hacía que ser un defensor del conservadurismo pareciese una salida profesional con pocos riesgos. La causa era radical, pero los enrolados en el movimiento tendían a parecerse cada vez más a los burócratas, más motivados por la ambición que por sus convicciones.
Esa era sin duda la impresión que daba Cantor. Nunca he oído que nadie lo describiese como alguien inspirador. Su retórica política era desagradable pero poco enérgica y, a menudo, asombrosamente torpe. A lo mejor recuerdan, por ejemplo, que en 2012 se le ocurrió conmemorar el Día del Trabajo con una publicación en Twitter que honraba a los empresarios. Pero era evidente que se le daban muy bien las maniobras internas.
Sin embargo, resulta que eso ya no basta. No sabemos con exactitud por qué ha perdido las primarias, pero parece claro que los electores republicanos de base no confiaban en que fuese a defender sus intereses y no los de las grandes empresas (y es probable que tengan razón). Y el problema concreto más amenazante, la inmigración, también parece ser causa de una gran división entre las bases y la élite del partido. Y no solo porque la élite crea que debe encontrar una forma de acercarse a los hispanos, a los que detestan las bases. También hay un conflicto inevitable entre la defensa de los estadounidenses nativos por parte de las bases conservadoras y el deseo corporativo de mano de obra barata y abundante.
Y aunque Cantor no pasará hambre — seguro que encuentra un hueco cómodo en la calle K— la humillación de su caída es una advertencia de que convertirse en un burócrata conservador no es una opción profesional tan segura como antes.
¿Y qué futuro le espera al movimiento conservador? Antes de la derrota inesperada de Virginia, los medios de comunicación no se cansaban de decir que el sistema republicano estaba recuperando el control gracias al Tea Party, lo que de hecho equivalía a afirmar que el anticuado movimiento conservador volvía a la carga. Lo cierto, sin embargo, es que las figuras republicanas que han ganado las primarias lo han conseguido reinventándose como extremistas. Y la derrota de Cantor demuestra que defender el extremismo de boquilla no basta; las bases tienen que creer que uno lo dice en serio.
A largo plazo —a partir de 2016, probablemente— esto va a ser una mala noticia para el Partido Republicano porque, en temas sociales, este se está desplazando hacia la derecha en una época en la que el país en general se mueve hacia la izquierda (piensen en lo deprisa que ha cambiado la opinión sobre el matrimonio homosexual). Mientras tanto, sin embargo, lo que estamos viendo es un partido que será aún más radical, menos interesado todavía en participar en una gobernanza normal de lo que lo ha sido desde 2008. Un panorama político ya feo está a punto de ponerse más feo todavía.
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