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miércoles, 10 de septiembre de 2014

Sobre el antintelectualismo

Por Rafael Rojas

En las últimas semanas, el teórico y crítico cultural Desiderio Navarro ha circulado una serie de reacciones electrónicas a un artículo titulado "Gramsci y las "cosas de intelectuales", de la periodista Mayra García Cardentey, aparecido a principios de mes en Juventud Rebelde. El artículo era una semblanza y un elogio del primo mecánico de la periodista, ajeno, según ella, a la "casta" y el refinamiento del mundo de la cultura y que, a pesar de ser excluido y despreciado por ese mundo, era capaz de alcanzar la sabiduría y el gusto desde los misterios de la práctica.

El texto molestó a varios intelectuales (Juan Carlos Tabío, Leonardo Padura, Arturo Arango, Guillermo Rodríguez Rivera, Arturo Soto…), que se sintieron englobados en un estereotipo demagógico, y fue respondido por Graziella Pogolotti, en el mismo periódico. La respuesta de Pogolotti fue, a su vez, respondida por Javier Dueñas, en el texto editorial "Con la cultura como escudo y espada", que, al decir de Navarro, establecía la posición del periódico sobre el tema y eximía a la periodista de cualquier expresión de antintelectualismo.

Como en la célebre "guerrita de los emails" de 2007, que reseñó Antonio José Ponte en su libro Villa Marista en plata (2009), la defensa del rol del intelectual, por parte de esos escritores, cineastas y críticos, es comprensible y oportuna. Pero es inevitable advertir que esa defensa parte una narrativa, cuando menos, caprichosa, de la historia cultural y política de Cuba y de una noción bastante precaria del fenómeno del antintelectualismo.

El desprecio por la actividad intelectual cristalizó, según ellos, durante el "quinquenio gris" y luego fue corregido por la política cultural del gobierno. Pogolotti y Dueñas citan una misma frase de Fidel Castro, sobre la "cultura como escudo y espada de la nación", para aludir a esa supuesta rectificación del antintelectualismo en Cuba. Pero es que esa frase fue expresada por Castro en el discurso de clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en 1971, un documento que sintetiza el antintelectualismo, no como síntoma pasajero de una cultura política sino como política cultural de Estado.

El antintelectualismo cubano, dentro y fuera de la isla, ha sido y es profuso. No se trata, por supuesto, de un rasgo específicamente cubano ni específicamente comunista, ya que se practicó también en la Italia fascista y la Francia de entreguerras y se practica, incluso, en Estados Unidos, donde ha sido estudiado y criticado por Richard Hofstadter, Russell Jacoby y otros historiadores. El antintelectualismo tiene raíces en el pragmatismo de la cultura popular y el conservadurismo de ciertas élites sociales y una forma bastante tangible de dicho pragmatismo tiene que ver con la manera fidelista de hacer política, basada en el ardid, la astucia y el culto a la técnica del poder.

¿Hay algo más antintelectual que la idea militar de la cultura como "arma", "escudo" o "espada" de la nación? ¿No es esa noción instrumental de la cultura, en tanto ideología nacional defensiva, un concepto que expresa el desprecio que el político profesional siente por el intelectual? Bajo un régimen como el cubano, es absurdo entender el antintelectualismo como excepción y no como regla, como falla y no como elemento constitutivo del sistema. Con el antintelectualismo, en Cuba, sucede lo que con el racismo, el machismo y la homofobia: debe ser pensado como hegemonía, no como resistencia.

II

Es un tema que hemos tratado otras veces en este blog y en algunos ensayos, donde comentamos la obra de Russell Jacoby, The Last Intellectuals. American Culture in the Age of Academe (1987), o de Susan Jacoby, The Age of Americam Unreason (2009). Pero tal vez convenga abundar un poco más en la cuestión. ¿De qué hablamos cuando hablamos de antintelectualismo en Europa, Estados Unidos o, específicamente, en Cuba?

Existe, como han estudiado George Steiner, Isaiah Berlin o Antoine Compagnon, una larga tradición antintelectual en el conservadurismo europeo, que se remonta a pensadores contrailustrados del siglo XVIII o, específicamente, a Edmund Burke. Esa tradición comenzó poniendo en duda el culto a la razón y al progreso y, entre fines del siglo XIX y principios del XX, desplazó, en buena medida, aquel rechazo a la reformulación del liberalismo democrático, por un lado, y al despegue de la socialdemocracia y el comunismo, por el otro.
Sin forzar demasiado las continuidades, podría decirse que ese antintelectualismo, que representa y confronta al intelectual como ideólogo del progreso, la democracia o el socialismo, es el que arraiga en las derechas europeas de mediados del siglo XX. El catolicismo pesó, sin duda, en esos discursos, pero el eje de aquella reacción contra la centralidad del intelectual liberal o socialista, en la vida pública, tenía que ver con un tradicionalismo más abarcador, que se oponía a la desestabilización de costumbres, creencias y jerarquías sociales.

El intelectual moderno era, según aquellas derechas estudiadas por Compagnon en Los antimodernos (2007), un artífice del aplebeyamiento de la sociedad. Ese antintelectualismo reaccionario y jerárquico, de la derecha europea de entreguerras, es muy diferente al esbozado por Richard Hofstadter, en su clásico The Anti-Intellectualism in American Life (1963). Allí se hablaba, por un lado, de una poderosa corriente protestante, popular y pragmática, que despreciaba las élites letradas y, por el otro, del ascenso de una tecnocracia, partidaria de una educación de excelencia, que cercaba el humanismo americano heredado de Emerson, Dewey y otros filósofos de Estados Unidos, desde fines del XIX.

Este último aspecto, el del antintelectualismo tecnocrático, fue combatido también por el sociólogo C. Wright Mills y por críticos e intelectuales públicos como Lionel Trilling y Edmund Wilson, en los años de la segunda postguerra y la primera década de la Guerra Fría, agregando, a la defensa del intelectual liberal, la oposición a una derecha macarthysta, que también comulgaba con el antintelectualismo cristiano o tecnocrático. Sin establecer una dicotomía rígida, diríamos que mientras el antintelectualismo de la derecha europea era jerarquizante, el antintelectualismo norteamericano era, más bien, igualitario, contrario a la intelectualidad como casta.

El aporte de Russell Jacoby, a este debate, fue agregar a la crítica a la tecnocracia de Hofstadter y Wright Mills, el severo cuestionamiento del nuevo academicismo que se expande en el mundo universitario de Estados Unidos desde los años 80 y que, en las últimas décadas, ha llegado a sus extremos. El campus universitario, como centro de "educación de excelencia", desplaza a la ciudad letrada o al campo intelectual, articulado en torno a una esfera pública, en la que las ideas se debatían con mayor libertad y refinamiento. El tono nostálgico de Jacoby, sin dejar de ser liberal, conectaba un poco con la tradición del conservadurismo europeo al denunciar, también, el aplebeyamiento y el populismo que estaba produciendo esa hegemonía de la academia.

¿Cómo desplazar estas tradiciones al debate sobre los intelectuales y el antintelectualismo en Cuba? Lo primero que habría que decir es que el pensamiento cubano tiene su propia tradición de estudio y crítica del antintelectualismo, que se remonta a Enrique José Varona, Jorge Mañach y Fernando Ortiz. De distintas maneras, estos autores detectaron en la frivolidad y el choteo de la cultura política cubana un componente antintelectual y antiacadémico, que persiste todavía hoy, en la isla o en el exilio. Pero ese antintelectualismo, que, en el fondo, es popular, pragmático e igualitario, no es necesariamente tecnocrático.

En los primeros años de la Revolución, ese antintelectualismo popular convergió con la intransigencia ideológica de una juventud jacobina, aupada por el poder revolucionario. Fueron los años de las "depuraciones" en la Universidad de La Habana, de las estigmatizaciones de los letrados "burgueses" y de los primeros exilios. Desde fines de los 60 y, sobre todo, desde los 70, se institucionalizó un antintelectualismo de Estado, basado en la subordinación de la cultura a la ideología oficial, que no sin tensiones, resistencias y pactos, que habría que estudiar mejor, convirtieron a la intelectualidad en un estrato funcional y protegido.

Lo que parece estar sucediendo en los últimos años, como se desprende de los debates recientes, que comentábamos en el post anterior, es que ese status privilegiado comienza a verse removido por la introducción de un capitalismo de Estado, que apela, cada vez con menor inhibición, a una racionalidad tecnocrática. Para defenderse, los intelectuales echan mano, lógicamente, de la narrativa sobre el "quinquenio gris", alertando sobre la posibilidad de que, junto con un Estado menos interesado en la cultura, se produzca una rearticulación del dogmatismo ideológico del periodo soviético, bajo otro empaque doctrinal.

Podría concluirse, entonces, que en estos momentos el antintelectualismo en la isla tiene tres fuentes: la pragmática popular, propia de la cultura política cubana, la del orden político y constitucional del totalitarismo comunista, que asemeja el antintelectualismo cubano al soviético o al chino, y la de la nueva tecnocracia del capitalismo de Estado. A mi entender, la fundamental, la que más afecta, no sólo a los intelectuales, sino a toda la ciudadanía, es la segunda, la constitucional y sistémica del régimen cubano. Sin esa, los intelectuales tendría mayores posibilidades de defenderse de las otras dos.

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