Durante casi dos décadas, se ha hablado de Japón como de un cuento con moraleja, una perfecta demostración de cómo no dirigir una economía avanzada. Después de todo, este país insular es aquella superpotencia en auge que dio un traspié. Parecía que iba camino de dominar la economía mundial mediante la alta tecnología y, de un día para otro, caía víctima de un estancamiento y una deflación aparentemente interminables. Y los economistas occidentales criticaban con mordacidad las políticas japonesas.
Yo fui uno de esos críticos; Ben Bernanke, que luego se convertiría en presidente de la Reserva Federal, fue otro. Pero últimamente me descubro a menudo pensando que deberíamos pedir disculpas.
Bueno, no quiero decir con esto que nuestro análisis económico fuese erróneo. El artículo que publiqué en 1998 sobre la “trampa de liquidez” de Japón y el artículo que publicó Bernanke en 2000 instando a los responsables políticos japoneses a mostrar una “determinación rooseveltiana” a la hora de afrontar sus problemas han envejecido bastante bien. De hecho, en cierto sentido, ahora parecen más pertinentes que nunca, dado que Occidente ha entrado en una crisis económica prolongada muy similar a la sufrida por Japón.
La cuestión, sin embargo, es que Occidente ha entrado efectivamente en una crisis similar a la de Japón… solo que peor. Y esto no debería haber ocurrido. En la década de 1990, dábamos por sentado que si Estados Unidos o Europa Occidental se veían ante un problema remotamente similar al de Japón, nosotros responderíamos de manera mucho más eficaz que los japoneses. Pero no ha sido así, aun cuando ya contábamos con la experiencia de Japón como orientación. Al contrario: desde 2008, las políticas occidentales han sido tan inadecuadas, o incluso tan contraproducentes en la práctica, que los fallos de Japón parecen poca cosa comparados con los nuestros. Y los trabajadores occidentales han conocido un grado de sufrimiento que Japón ha conseguido evitar.
¿De qué errores políticos hablo? Empecemos por el gasto público. Todos sabemos que, a principios de la década de 1990, Japón intentó impulsar su economía aumentando la inversión pública; lo que ya no todo el mundo sabe es que la inversión pública se redujo rápidamente a partir de 1996 aun cuando el Gobierno subió los impuestos, lo que supuso un obstáculo en el camino de la recuperación. Aquello fue un gran error, pero resulta insignificante comparado con las tremendamente destructivas políticas de austeridad de Europa, o con el desplome del gasto estadounidense en infraestructuras a partir de 2010. La política fiscal japonesa no hizo lo suficiente por fomentar el crecimiento; la política fiscal occidental ha malogrado el crecimiento de manera activa.
O piensen en la política monetaria. El Banco de Japón, el equivalente japonés a la Reserva Federal, ha recibido muchas críticas por tardar tanto en reaccionar cuando el país caía en la deflación y, luego, por precipitarse y subir los tipos de interés ante el primer indicio de recuperación. Esas críticas son justas, pero el Banco Central de Japón no llegó a cometer ningún disparate comparable a la decisión del Banco Central Europeo de subir los tipos en 2011, que ha contribuido a que Europa vuelva a estar en recesión. Y hasta ese error tiene poca importancia comparado con el asombrosamente desatinado comportamiento del Riksbank, el banco central de Suecia, que subió los tipos a pesar de tener una inflación inferior al objetivo y un paro relativamente alto y que, en estos momentos, parece haber hundido a Suecia en una deflación patente.
El caso sueco resulta especialmente sorprendente porque el Riksbank decidió no hacer caso a uno de sus vicegobernadores: Lars Svensson, un economista monetario de primera fila que ha trabajado mucho en Japón y que había advertido a sus compañeros de que una subida prematura de los tipos tendría exactamente los efectos que, de hecho, ha tenido.
Así que, en realidad, tenemos aquí dos preguntas. La primera, ¿por qué da la impresión de que nadie ha entendido nada? Y la segunda, ¿por qué Occidente, con todos sus economistas famosos —por no mencionar la posibilidad de haber aprendido de los problemas de Japón— ha provocado un desastre todavía peor que el organizado por este país?
Creo que la respuesta a la primera pregunta es que, para responder eficazmente a una situación de depresión, hay que alejarse de las convenciones relacionadas con la respetabilidad. Las políticas que normalmente serían prudentes y virtuosas, como equilibrar el presupuesto o adoptar una postura inflexible frente a la inflación, se convierten en la fórmula infalible para caer en una depresión aún más profunda. Y resulta muy difícil convencer a la gente influyente de que haga ese cambio (no hay más que fijarse en la incapacidad de la clase dirigente de Washington para renunciar a su obsesión con el déficit).
En cuanto a por qué Occidente lo ha hecho aún peor que Japón, sospecho que tiene que ver con las grandes divisiones que hay en nuestra sociedad. En Estados Unidos, los conservadores han frustrado todo intento de combatir el paro, movidos por una hostilidad generalizada hacia el Gobierno, especialmente si el Gobierno hace algo por ayudar a esa gente. En Europa, Alemania ha insistido en la política de la moneda fuerte y la austeridad, en gran medida porque la ciudadanía alemana es tremendamente hostil a todo aquello que pueda considerarse un rescate económico de Europa del sur.
Pronto escribiré más sobre lo que está pasando en Japón en estos momentos y sobre las nuevas lecciones que Occidente debería aprender. Por ahora, esto es lo que deben saber: Japón era antes un cuento con moraleja, pero los demás lo hemos hecho tan mal que ahora casi parece un modelo de conducta.
Paul Krugman es profesor de Economía de la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía de 2008.
© 2014, New York Times Service.Traducción de News Clips.