Mi blog sobre Economía

domingo, 22 de noviembre de 2015

El asesinato del presidente John F. Kennedy

A 52 años del magnicidio del trigésimo quinto presidente de los EE.UU aún se devela un complicado entramado conspirativo alrededor del mismo



El 22 de noviembre de 1963 a las 12:30 del día, el 35avo. Presidente de Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy, era abatido por varios balazos, en la ciudad de Dallas, Texas. El Pre­sidente se encontraba, desde principios de ese mes, en gira política, promoviendo su reelección para 1964. Pocos días atrás, en un teatro de la misma ciudad, ciudadanos locales habían abucheado a Adlai Stevenson, embajador en la ONU, debido a la hostilidad que en ese estado se respiraba contra el inquilino de la Casa Blan­ca y sus políticas.

Dallas eran un reducto de recalcitrantes, ra­cistas y derechistas, republicanos y demócratas. De hecho, la vicepresidencia otorgada a Lyn­don Johnson, había sido una forma de atraer, al menos a un sector del Partido Demócrata que, en esa región, se caracterizaba por su conservadurismo. En los días previos a la visita se habían repartido en la ciudad más de 5 000 carteles con la imagen de Kennedy, de frente y de perfil, y un cartelito debajo con la leyenda “se busca”. Se­gún la opinión generalizada de los conservadores del Ku kux klán y la John Birch Asociation, el Presidente estaba vendido a los negros y co­munistas. El mismo día del asesinato, el Dallas News, diario matutino de esa capital, criticaba acremente al Presidente.

La comitiva presidencial llegó puntualmente al aeropuerto de Dallas y debía transitar por una ruta preestablecida por la calle Main hasta el puente de Pontchartrain; sin embargo, el re­corrido había sido modificado, de manera que rodeara la plaza Dealy, precisamente donde se encontraba el edificio del Depósito de Libros donde trabajaba Lee Harvey Oswald. Hasta hoy se desconocen los motivos de tales cambios y si fueron responsabilidad del Ser­vicio Secreto, a cargo de la protección presidencial, la policía local o el alcalde, Earl Cabell[1].

Es muy sospechoso que el Servicio Secreto no tomara medidas extremas de seguridad en una ciudad como aquella y permitiera a Kenne­dy utilizar un auto descapotable, sin asegurar su recorrido apostando decenas de agentes en azoteas y ventanas, fundamentalmente al bordear la plaza Dealy, un lugar no previsto y don­de el vehículo presidencial debía reducir la marcha a unos pocos kilómetros.

Decenas de testigos presenciales concentrados en la plaza Dealy, aseguraron posteriormente haber escuchado al menos cinco disparos[2], unos por el frente de la caravana, desde un montículo de hierba, y otros provenientes de la parte posterior. Al menos, dos impactaron al Presidente, uno al gobernador John Conally, que lo acompañaba, y un proyectil, intacto, fue encontrado posteriormente en el borde de la acera.

Tras los disparos, la reacción inmediata de las personas que estaban agolpadas en la Plaza, para saludar al Presidente, fue correr hacia el lugar desde donde escucharon los fogonazos, el montículo de hierba[3] que colindaba con el pa­tio de la estación de trenes de la localidad. La policía que también corrió hacia el lugar, detuvo a varias personas, al parecer vagabundos, pe­ro ninguna de ellas llegó al precinto para ser identificados, aun siendo sospechosos o testigos de un magnicidio. Inexplicablemente habían si­do puestos en libertad. Los detenidos desa­pa­recieron y nunca se conoció de ellos.

Kennedy llegó muerto al hospital Parckland Memorial y de inmediato, el vicepresidente Johnson ordenó limpiar la limosina donde ha­bía sido asesinado. Al Servicio Secreto, encargado de la tarea, no se le ocurrió buscar huellas y evidencias, como era de esperar. El examen médico del hospital, daba cuenta que las heridas del cuello y la cabeza eran de proyectiles entrantes, por lo tanto habían sido disparadas desde el frente. Sin embargo, todo fue silenciado.

A las 12:41 p.m., es decir 11 minutos después de la muerte de Kennedy, la policía transmitía por radio a sus agentes la descripción de un sospechoso, que suponían era el asesino. Un hombre joven de unos 30 años, 1,80 de altura, trigueño, pelo castaño y liso. Según la Co­misión Warren esta descripción concordaba con la de Lee Harvey Oswald, una persona que poco después devendrá en noticia de primera plana por sus antecedentes comunistas y de simpatizante de la Revolución Cubana, a causa de que este era el único empleado que se había ausentado del Almacén del Depósito de Libros Escolares desde donde se aseguraba se hicieron los disparos, y donde fue encontrado un fusil con el que presuntamente se había realizado el atentado. A las 12:45 p.m., 15 minutos después del crimen, Oswald llegó al apartamento que tenía alquilado, se cambió de ropas y tomó un revolver. Dos minutos más tarde, a un kilómetro y medio de allí se produjo el asesinato del po­licía J. D. Tipppit, crimen que le fue adjudicado posteriormente. Oswald, por su parte, salió de la casa caminando, entró al cine Texas sin pagar la entrada —con el consiguiente escándalo de la taquillera—, a pesar de que tenía di­nero en sus bolsillos y fue detenido minutos después por la policía, que llegó al menos en 12 autos patrullas.

Terminado el primer interrogatorio, fue trasladado de habitación, momento en que los periodistas allí presentes lo cuestionaron sobre el presunto magnicidio, que este negó categóricamente, agregando que él solo era un “patsy”[4]]. A las 4:00 p.m. cuando aún la policía se encontraba interrogando al sospechoso, los medios de prensa comenzaron a señalar a Oswald, como el asesino del Presidente, aireando un conveniente pa­sado como desertor en la URSS, comunista convencido y simpatizante de la Revolución Cu­bana.

Mientras, el Servicio Secreto había sacado prácticamente a la fuerza el cadáver de Kenne­dy del hospital Parckland —donde las leyes lo­cales exigían la autopsia— y lo condujo a toda ca­rrera al aeropuerto, desde donde fue trasladado al avión presidencial, que finalmente lo llevó a Washington. La autopsia fue rápidamente rea­lizada por médicos militares en el hospital de Bethesda, de esa localidad. En ese tránsito, Lyndon Johnson fue juramentado co­mo presidente.

Cuarenta y ocho horas después del magnicidio el jefe de la policía local, Jesse Curry, decidió el traslado de Oswald hacia la cárcel de la ciudad —aludiendo motivos de seguridad— a pesar de no haber logrado confesión alguna y no asistirlo legalmente. Pocos minutos después de iniciarse el traslado, fuertemente escoltado por la policía, al llegar a los sótanos del precinto policial y en presencia de las cámaras de TV, y más de una veintena de periodistas, fue asesinado de un disparo mortal, por Jack Ruby, un conocido rufián del bajo mundo local.

Todos los detalles para la inculpación de Oswald habían sido previstos. Sus antecedentes, su inestabilidad, sus simpatías políticas. Oswald había comprado por correspondencia, un fusil “malincher carcano[5]” de fabricación italiana, que databa de la segunda guerra mundial, y era de retrocarga, y convenientemente se había fotografiado con él en una de sus manos, mientras que en la otra, sostenía una publicación comunista.

El registro oficial de los disparos imputados[6]: tres en solo 5,7 segundos, con un fusil de retrocarga, que necesariamente se debía manipular cada vez que realizara un disparo y por tanto, sacarlo de la mira del objetivo era improbable. Los expertos del FBI no lograron un blanco efectivo en menos de siete segundos, sin contar que en el primer disparo, el cual debió ser el más certero, fallaron y son los restantes —según la versión oficiosa— los que causan la muerte del Presidente. Finalmente otro detalle: para un tirador emboscado en la sexta planta del edificio del Almacén de Libros, resultaba más oportuno disparar en el momento en que el auto presidencial doblaba por la calle Houston, en tanto el blanco quedaba de frente; sin embargo, esperó a que el auto terminara el giro y alcanzara la calle Elms, dando la espalda al tirador, donde un árbol obstaculizaba par­cialmente el blanco, para entonces apretar el gatillo.

El fusil del alegado criminal, fue enviado al FBI en busca de huellas, las que no encontraron; sin embargo, cuatro días más tarde, la po­licía local con el fusil que ellos afirman utilizó Oswald, decidió visitar la morgue de la ciudad, donde se encontraba su cadáver. Horas más tar­de en comunicado de prensa, la jefatura de Po­licía afirmó haber encontrado una huella del oc­ciso en el arma. La película tomada por Abra­ham Zapruder, un fotógrafo aficionado, entre los asistentes a la Plaza Dealy, que logró captar el momento mismo del crimen, fue comprada por la revista Time-Life, que en vez de publicarla, la sacó de circulación durante varios años. Cientos de testimonios fueron desoídos, decenas de pruebas fueron eliminadas, no aparecieron nunca notas de los interrogatorios realizados a Oswald, los rayos X y otras pruebas de la autopsia desaparecieron.

Al unísono, una descomunal campaña me­diática comenzaba a ejecutarse, en la cual Cuba y sus dirigentes aparecían como el eje central, como instigadores de los pasos de Lee Harvey Oswald. El objetivo era crear un estado de histeria colectiva en los Estados Unidos que propiciara una acción de respuesta: la agresión militar contra Cuba.

El complicado entramado de este magnicidio, las extrañas desapariciones de pruebas y testigos, la implicación de diversas agencias gu­bernamentales en estos hechos, la campaña de prensa desatada y las evidencias posteriores de la participación de organizaciones fundamentalistas del exilio cubano y la mafia, de­muestran que hubo un complot nacional, ra­zón por la cual aún transcurridos más de 50 años las autoridades norteamericanas no han develado los culpables del crimen, y guardan celosamente los documentos y las investigaciones por ellos realizadas.

Con el asesinato de Lee H. Oswald se pretendía silenciar y cerrar aquel bochornoso capítulo de la historia contemporánea norteamericana. Un año después, Jack Ruby moría en prisión, en extrañas condiciones, luego de exigir a la Co­mi­sión Warren se le trasladara a Washington para exponer su “verdad”. Más de cien testigos o presuntos participantes han muerto en misteriosas circunstancias y periódicamente la prensa norteamericana, a su conveniencia, activa la posibilidad de la inculpación cubana en el crimen.

Por su parte, Cuba ha denunciado, desde el mismo 23 de noviembre —cuando Fidel Cas­tro en certero y visionario análisis refería a la comunidad internacional—, que la muerte del Pre­si­dente norteamericano era producto de un complot de las fuerzas más oscuras y tenebrosas de ese país y que formaba parte de una conspiración contra la Revolución Cubana.

Durante más de 50 años varios investigadores norteamericanos y de otras latitudes, han estudiado las particularidades del crimen de Dallas en busca de los asesinos, cuando siempre estos han estado a la vista de todos. La mayoría coincide en la teoría de un complot, y descartan la posibilidad de un asesino solitario, en tanto para su realización tuvo que emplearse a un equipo de hombres con el adiestramiento y los recursos necesarios. Un crimen de tal naturaleza no pudo ejecutarse sin complicidad oficial, es decir de las autoridades locales y nacionales. Hoy en día muchos de aquellos investigadores señalan directamente al presidente Johnson como uno de los responsables, conjuntamente con el complejo militar industrial congresional, el Pentágono, el FBI, la CIA, la mafia y el exilio cubano, como cómplices y ejecutores, algo de lo que ya pocas personas, incluido el pueblo norteamericano, abriga dudas.

Cuba, acusada de participar directa o indirectamente en el hecho, ha mostrado siempre su interés en llegar al esclarecimiento de los mismos, entregando al Comité Selecto de la Cámara de Representantes en 1978 toda la información que obraba en su poder de agentes de la CIA y exiliados contrarrevolucionarios que aparecían vinculados al magnicidio, así como las declaraciones de funcionarios cubanos, y las investigaciones realizadas por los servicios de inteligencia del país.

Nuestra investigación no se dirigió a determinar quiénes fueron los ejecutores, en tanto el crimen se cometió en Estados Unidos y son esas autoridades las responsables de su esclarecimiento y las que innecesariamente prolongan la desclasificación de las investigaciones por ellos realizadas, ahora hasta el 2029.

Por nuestra parte seguimos el rastro de Lee Harvey Oswald, el sindicado asesino, y demostramos cómo comenzó a transcurrir en él una extraña metamorfosis en la cual un marine se convierte en desertor en la URSS, retorna al país, se vincula con círculos de emigrados rusos y agentes CIA, se transforma repentinamente en “simpatizante” de la Revolución Cubana, y pretende viajar a la Isla con la intención —como después se demostrará— de vincular a las autoridades cubanas con el crimen que ya desde entonces se comenzaba a preparar.

Así comprobamos que Oswald había sido reclutado para la inteligencia norteamericana durante su servicio en el cuerpo de “marines”, donde tuvo acceso a secretos militares relacionados con los vuelos de los aviones espías U-2 sobre la URSS y China, al tiempo que fue adiestrado en idioma ruso. En diciembre de 1959 solicitó la baja del servicio y después de un largo periplo se dirigió a Moscú donde solicitó asilo político, rompió su pasaporte y se declaró marxista. Durante su estancia en la URSS, la cohetería antiaérea de ese país derribó —por primera vez— en mayo de 1960 a un avión U-2 que sobrevolaba el espacio aéreo soviético. Oswald conocía de estos vuelos y sus parámetros pues había trabajado en la base de Atsugi, Japón, desde donde se dirigía la operación de espionaje. A comienzos de 1961 Oswald solicitó a las autoridades norteamericanas su regreso a Estados Unidos, algo que obtuvo, arribando a ese país en julio de 1962 con los gastos pagos.

Tras su inexplicable regreso a Estados Unidos, Oswald desarrolló una imagen de izquierdista, pero en realidad mantenía relaciones en Dallas, con la colonia rusa emigrada, con el FBI y la CIA, según consta en las investigaciones oficiales. En esa época obtuvo sin dificultades trabajo en una empresa que se dedicaba a fabricar los mapas de vuelo de los aviones U-2, que tenía nivel de seguridad.

En abril de 1963 Oswald deja a su familia en Dallas y se instala en Nueva Orleans, restableciendo relaciones con sus viejos conocidos Guy Banister y David Ferrie, ambos agentes CIA y con organizaciones de exilados cubanos, participando al menos en un viaje a los campamentos de entrenamientos de estos últimos, según fuentes oficiosas norteamericanas.

Coincidentemente en ese mes se realizó una reunión en la isla de Bimini, muy cerca de la Florida, entre exilados cubanos, altos oficiales CIA y representantes de la mafia donde se analizó el asesinato de Fidel Castro y la “eliminación” del “rosado” de la Casa Blanca. En abril también se disolvió el “Consejo Revolucionario Cubano”, organización líder del exilio, acusando a Kennedy de haberlos abandonado, mientras Orlando Bosch en Nueva Orleans lo acusaba de haber traicionado la “causa cubana”.

También por esas fechas se reúnen en Cuba Fidel Castro y el abogado norteamericano James Donovan,**quien facilitó una entrevista de prensa a la periodista de ABC News Lisa Howard, donde conversaron sobre las posibilidades de una eventual normalización de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba

En mayo, Oswald organizó un “Comité Pro Justo Trato a Cuba” en Nueva Orleans, escribió a su presidente nacional, solicitando instrucciones y se inscribió en el Partido Co­mu­nista. En ese mes comenzó a fabricar y distribuir propaganda a favor de Cuba, muchas de las cuales tenían como pie de imprenta la dirección de Camp Street 544, edificio donde radicaban las oficinas de Banister y del Consejo Revolucionario Cubano.

El 1ro. de agosto, Oswald escribe nuevamente al presidente nacional del Comité Pro Justo Trato a Cuba donde se quejaba de las autoridades de Nueva Orleans y le narraba un episodio que no ocurriría hasta ocho días después, cuando fue interceptado por dos cubanos exilados mientras distribuía propaganda, siendo detenido por la policía, hecho que apareció en la prensa local. El 21 de ese mes, comparece en una estación radial para enfrentar a Carlos Bringuier, uno de los exilados y allí se proclamaría marxista y “castrista”, algo que quedaría grabado para el futuro.

En septiembre obtiene pasaporte nuevo con el pretexto de un viaje de turismo a México y en esos días, según el periodista norteamericano Dan Rather visitó a Robert McKeown, un contrabandista de armas de la zona en unión de un cubano para la compra de dos fusiles de precisión armados con mira telescópica.

También en septiembre Oswald se reunió con el oficial CIA David Phillips en Dallas Texas, a quien lo acompañaba el conocido terrorista de origen cubano Antonio Veciana, para el planeamiento de un operativo. En esos días, según el Comité Selecto, visitó a la emigrada cubana Silvia Odio, residente en esa ciudad, acompañado por dos cubanos, quienes dejaron saber a esta que Oswald era un certero tirador, y afirmaba que el “asunto” cubano se concluía eliminando a Kennedy, comentarios que posteriormente contribuyen a su incriminación.

Entre los días 27 y 28 de septiembre, Oswald arribó a ciudad México y visitó los consulados cubanos y soviéticos con la pretensión de obtener visas de viaje, algo que le es negado. Las autoridades cubanas poseen la planilla por él rellenada con su foto, algo que excluye que haya sido un doble. También fracasó el intento de reclutamiento de un diplomático cubano, quien debía desertar para atestiguar las relaciones de Oswald con las autoridades cubanas.

Mientras tanto, se reunían en New York los embajadores cubano y norteamericano ante la ONU, para continuar analizando las perspectivas de una eventual normalización de las relaciones entre ambos países. Robert Kennedy fue informado de los resultados y orientó la continuación de tales conversaciones, pero muy discretamente.

En octubre la CIA, en París, Francia, concertó con el excomandante Rolando Cubela (Am/Lash) el asesinato de Fidel Castro y la realización de un golpe de Estado en Cuba, para lo cual este solicitó el apoyo de la administración, que le fue concedido y los medios para el crimen, un bolígrafo con aguja portadora de veneno y fusil con mira telescópica. Se acordó también subordinar las operaciones Am/World, Am/Truck y otras dentro de Cuba a los fines de provocar, una vez asesinado Fidel, un levantamiento interno que facilitara el desembarco de los mercenarios dislocados en Nicaragua y Dominicana.

En noviembre, mientras Oswald regresaba a Dallas, fracasado su intento de viajar a la Isla, la CIA ejecutaba una variante operativa que le posibilitara documentar las relaciones de este con Cuba. Para tales efectos depositó tres cartas en buzones de la capital cubana en las que se mencionaba un inminente operativo contra Kennedy, las relaciones que sostenía con la inteligencia cubana y la alternativa de viajar a Cuba una vez realizado el operativo. Dos de las cartas fueron ocupadas por las autoridades norteamericanas posterior al magnicidio, y otra confiscada por las cubanas. Después de la muerte de Oswald se enviaron dos cartas más, una al New York Times y otra a Robert Kennedy donde se denunciaba a Cuba como autora del hecho y a la embajada cubana en México como el centro del complot.

A principios de noviembre el servicio secreto fue informado de dos señales de atentado contra Kennedy, una en Chicago y otra en Tampa, donde participarían exilados cubanos. Nada fue investigado.

El 20 de noviembre la ciudadana Rose Cheremie denunció a la policía de Dallas que había sido arrojada de un auto en marcha por el cubano Sergio Arcacha Smith, que se encontraba en preparativos para el asesinato de Kennedy. Nada se investigó.

Según el Comité Selecto de la Cámara, para esas mismas fechas, Antonio Veciana, Manuel Salvat, Carlos Bringuier, Ho­ward Hunt, Frank Sturgis y otros líderes del exilio cubano y agentes CIA se encontraban en Dallas. Ello coincide con la información brindada por Tony Cuesta años después, al confesar que Sandalio Herminio Díaz y Eladio del Valle, dos connotados terroristas cubanos, fueron parte del equipo que realizó el magnicidio aquel 22 de noviembre.

Ese día, al tiempo que Kennedy era asesinado en Dallas, Fidel Castro se encontraba reunido con el periodista francés Jean Daniel enviado por Kennedy para entrevistarse con el líder cubano, y el agente CIA, AM-Lash recibía en París, los instrumentos de muerte para asesinar a Fidel Castro.

Inmediatamente después del crimen, intensas campañas mediáticas fueron desatadas acusando a Cuba de ser la causante del mismo, y tres semanas más tarde cortadas repentinamente, algo que demuestra la manipulación de las mismas.

Finalmente develamos la política dual del gobierno de Kennedy en la que al tiempo que escalaba la guerra subversiva contra Cuba, daba cautelosos pasos para posibilitar una negociación entre ambos países desde posiciones de fuerza: la clásica estrategia del “garrote y la zanahoria”. Mientras el exilio recalcitrante y descontrolado, asumiendo una eventual traición de Kennedy como resultado de los compromisos adquiridos con la URSS, estimulado por la CIA y la mafia, continuaba su propia guerra y atacaba una y otra vez a nuestra patria.

Los elementos expuestos sucintamente, nos posibilitaron concluir, más allá de la duda razonable, la existencia de un complot a escala nacional responsable del magnicidio, donde sus principales ejecutores fueron la CIA, la mafia, el FBI y los grupos fundamentalistas del exilio cubano, que desde sus inicios pretendieron involucrar al Gobierno revolucionario, para luego del magnicidio asesinar a Fidel Castro, provocar un golpe militar dentro de Cuba y contar con un “pretexto plausible” para desencadenar una invasión militar a la Isla, en apoyo y auxilio de las acciones que para entonces suponían que el “frente” interno realizaría, para recuperar así sus “paraísos” perdidos.

* Fabián Escalante Font, general de división ® autor del libro El Complot: Objetivos JFK y Fidel.

** James Donovan, abogado, fue el negociador por la parte norteamericana para la liberación de los mercenarios capturados en Girón.

[1] Earl Cabell, hermano del defenestrado general James Cabell ex segundo jefe de la CIA

[2] Todos los testimonios recogidos por las dos comisiones oficiales, coinciden en que fueron cinco los disparos.

[3] Según la comisión Warren, 55 personas situadas en la Plaza Dealy, para saludar al Presidente, al escuchar los disparos, corrieron en esa dirección.

[4] Patsy, “chivo espiatorio”.

[5] El fusil “malincher carcano” era tan malo, que durante la primera guerra mundial le decían el fusil humanitario, pues no daba al blanco, además este tenía la mira telescópica dañada, según los expertos del FBI.

[6] Según el informe final de la Comisión Warren.

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