Las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) se crearon
hace ahora cincuenta años. El primer llamado a cumplir el Servicio
Militar Obligatorio (SMO) en esta variante tuvo lugar a fines de
noviembre de 1965. El segundo ocurriría en junio de 1966. El tercero
nunca se haría. Por las UMAP pasaron más de 25 000 reclutas. Una parte
se fue desmovilizando desde finales de 1966; los últimos lo harían en
junio de 1968. En total, duraron dos años y siete meses.
La interpretación de este evento tiene un sesgo particular. La
mayoría de lo publicado consiste en testimonios personales y
fragmentarios, suministrados por reclutas que vivieron en uno entre los
más de setenta campamentos, esparcidos por los llanos de Camagüey, donde
hicieron trabajos agrícolas como cortar caña, y otras tareas, incluida
la construcción. La mayoría de estos testimonios, escritos y difundidos
fuera de la Isla, se concentra en describir situaciones extremas,
caracterizadas por reclusión arbitraria, abusos generalizados,
condiciones propias de una prisión de alta seguridad o un campo de
concentración, manejado por guardias sádicos, donde la norma es el
castigo corporal, y se llega incluso a la ejecución extrajudicial.
Los publicados en Cuba, en ediciones de algunas iglesias evangélicas,
caracterizan las UMAP como injustas y refieren excesos cometidos en
estas, aunque presentan una visión más ecuánime y humanizada no solo de
los reclutas, sino de los guardias, matizan la vida dentro de estos
campamentos, distinguen momentos de cambio y etapas menos malas, e
incluyen un examen de conciencia de los autores, donde se destacan el
crecimiento personal y el aprendizaje sobre la sociedad real y la
naturaleza humana que significó para ellos.[1]
En general, los textos disponibles sobre las UMAP carecen de un
examen documentado sobre el contexto histórico y político de la Cuba de
entonces. Ninguno se basa en fuentes oficiales donde se fundamente la
razón de ser o se expliquen los propósitos de este tipo de SMO; ni en
testimonios de oficiales, jefes de campamentos, autoridades a cargo.
Salvo varios reportajes laudatorios publicados en Granma, Verde Olivo y El Mundo,
en 1966 y 1967, los medios cubanos han permanecido en silencio sobre el
tema. La falta de información documentada y de revisión histórica
crítica, el predominio de los estereotipos y el anatema, han hecho de
las UMAP un tópico maldito, como ningún otro en más de medio siglo.
Una investigación a fondo requeriría, naturalmente, acceso a fuentes y
testimonios ignorados, que permitan analizar lo que pasó, sus causas y
contexto. Estas breves notas se proponen apenas reunir, de manera
todavía muy preliminar, algunos elementos en el camino de esa
indagación.
Cuba en 1965-1968
En 1964-65, la Revolución cubana se quedó aislada en el hemisferio.
No solo los Estados Unidos habían roto relaciones económicas y
diplomáticas con la Isla, sino el resto de América Latina y el Caribe
—menos México y Canadá, que no eran precisamente aliados. Los tubos de
respiración económica con el campo socialista se mantenían, así como el
suministro de armamento defensivo convencional. Sin embargo, desde el
pacto entre los Estados Unidos y la URSS que puso fin a la Crisis de
octubre de 1962, las relaciones políticas con Moscú se habían enfriado, y
con Beijing lo harían desde 1965-1966. El Partido Comunista de Cuba,
fundado en octubre de 1965, sufría las presiones de ambas potencias
socialistas, para que se alineara con alguna de las dos. La discrepancia
cubana, muy apreciable y pública, acerca de los caminos para la
liberación nacional en la región y en África, y en torno a los
fundamentos ideológicos de la nueva sociedad socialista, la distanciaba
de ambas. No es extraño que, entre 1964-65 y 1970, cuando ese
aislamiento geopolítico se hizo crítico, Cuba se asumiera a sí misma
como un navegante en solitario, que abría la ruta hacia una constelación
llamada el comunismo. En enero de 1967, Fidel Castro anunciaría que en
tres pueblos rurales —San Andrés de Caiguanabo, Banao y Gran Tierra– se
empezaría a experimentar formas comunistas de vida y organización
social, que excluían no solo el mercado, sino el uso del dinero.
En ese contexto particular de aislamiento y radicalización
ideológica, sucedieron acontecimientos, algunos gloriosos y otros
deplorables, que solo pueden explicarse si se entiende la época. Como en
una tormenta perfecta, en el vórtice de aquella etapa concurrieron, de
modo excepcional, factores que produjeron un estallido en la cultura
política revolucionaria. Atribuírselos a resabios estalinistas derivados
de la relación con la Unión Soviética, o a influencias de la China de
la Revolución cultural revela ignorancia histórica, mala fe o simple
novelería. Nunca el proceso cubano fue más autónomo, ni sus políticas
estuvieron más arraigadas en el propio tejido nacional y en el espacio
internacional creado por la Revolución —con sus luces y sus sombras.
En ese espacio internacional construido en respuesta al aislamiento
hemisférico y el distanciamiento del resto del campo socialista, sus
casi exclusivos aliados políticos eran los revolucionarios del mundo. La
Conferencia Tricontinental los reuniría en La Habana, en enero de 1966,
para fundar una nueva Internacional socialista, bajo la consigna de
“hacer la revolución” —es decir, “la lucha armada por la liberación
nacional”. La carta del Che Guevara a la Tricontinental, escrita desde
la selva boliviana un año después, llamaba a crear "dos, tres, muchos
Viet Nam", no como una mera consigna, sino en respuesta a la escalada
norteamericana, iniciada en 1965, ascendente a tres cuartos de millón de
tropas en 1968. Unos meses antes, la víspera de su salida para el
Congo, en ese mismo 1965, el Che había publicado "El socialismo y el
hombre en Cuba", su obra de mayor impacto en la cultura política de
aquellos años, donde sostenía que la Revolución en Cuba era auténtica y
distinta, porque se basaba en la creación de un hombre nuevo.
No todos los cubanos coincidían con este hombre nuevo, en términos de
definición o adhesión. De hecho, en los meses finales de 1965, la
presión migratoria acumulada llevó a la apertura del puerto de Camarioca
para facilitar las salidas hacia los Estados Unidos. La interrupción de
los vuelos directos entre la Isla y el Norte en octubre de 1962 había
dejado atrás a numerosos familiares rezagados, descontentos por no
encontrar alternativa viable para emigrar. Camarioca, cerca de Varadero,
representaba la primera de una serie de rupturas migratorias
(replicadas luego en el puerto de Mariel en 1980 y en la crisis de los
balseros de 1994), que obligarían a los Estados Unidos a firmar acuerdos
con Cuba. Se iniciaría el llamado puente aéreo entre Varadero y Miami,
por el que saldrían más de 250 000 cubanos entre 1966 y 1973.
El factor guerra de Viet Nam, en fase creciente, justificaría, sin
embargo, la decisión cubana de retener a los varones entre 15 y 26 años,
con el argumento de cumplir su Servicio Militar Obligatorio en la Isla,
y prevenir así que pudieran ser reclutados por el SMO vigente entonces
en Estados Unidos, y obligados a integrar la fuerza de intervención en
el sudeste asiático. Esa solidaridad con la lucha vietnamita no era solo
ideológica, sino un gesto de reciprocidad. En la medida en que la
fuerza militar de los Estados Unidos en Indochina escalaba, la guerra de
Viet Nam se veía desde La Habana como una especie de pararrayos para
Cuba.
A pesar de ese efecto, sin embargo, la sensación de vulnerabilidad
dejada por la Crisis de octubre de 1962, el terrorismo continuado desde
bases en Miami y el Caribe, y la muy reciente intervención de 42
000 marines en República Dominicana (abril-septiembre, 1965), mantenían
alta la percepción de amenaza a la seguridad nacional cubana. Por otro
lado, el fin de la guerra civil en el Escambray, en ese mismo 1965,
permitiría liberar a numerosos oficiales y cuadros, incluidos
dirigentes, para otras tareas políticas y económicas. La creación
reciente del SMO respondía precisamente a aliviar la presión sobre unas
fuerzas armadas que absorbían una parte considerable de los recursos
humanos y los cuadros necesarios para los planes de desarrollo.
Ante esa alternativa, sin embargo, se presentaba la cuestión del
acceso a “la técnica militar” por parte de cualquier recluta, en
particular los que no eran confiables por razones políticas o por su
conducta social desviante respecto al canon establecido. Esta categoría
involucraba a un grupo heterogéneo, integrado, en primer lugar, por
antisociales, delincuentes, vagos habituales, así como desafectos
políticos de variado pelaje, incluidos los aspirantes a emigrar, y en
segundo, por gays y miembros de congregaciones religiosas.
¿Cómo se explica la presencia de estos dos últimos grupos en la
categoría de no elegibles para el SMO normal? La condición homosexual se
consideraba una patología de la personalidad por la psicología clínica
de la época, no solo en Cuba, sino en los países de Occidente. Su imagen
social predominante —también en los Estados Unidos— consideraba a los
homosexuales de carácter frágil, imprevisibles, impulsivos, a menudo
promiscuos, y, en términos de seguridad nacional, expuestos a la
manipulación enemiga. Admitirlos en el servicio militar resultaba
problemático, además, por razones sociales y morales propias de la
época, y de prejuicios acumulados —algunos de los cuales sobreviven en
sectores de la sociedad cubana actual, incluidas diversas iglesias.
Por otro lado, a pesar de que el discurso oficial cubano no declaraba
a los religiosos como enemigos del proceso, sí se consideraban
instrumentos conscientes o inconscientes de la
contrarrevolución. Algunas organizaciones religiosas habían nutrido
desde muy temprano las redes clandestinas armadas que se oponían al
socialismo; numerosos sacerdotes, casi todos extranjeros, habían sido
expulsados del país, acusados de actividad política. Y aunque lo más
intenso de ese enfrentamiento había quedado atrás, una cantidad
considerable de pastores evangélicos, inculpados por delitos contra la
seguridad del estado,[2] habían sido condenados a largas penas en ese mismo 1965.
En aquel contexto, gays y religiosos fueron juzgados no confiables
para integrar unidades militares y manejar armamento moderno. La idea de
que eran susceptibles de “reeducación”, en el sentido de cambiar su
orientación sexual o sus creencias religiosas, aunque sin ninguna base
científica, formaba parte no solo de la ideología, sino del sentido
común de la época. La confianza desbordada en el poder pedagógico del
trabajo manual y la vida en colectivo propia de aquella nueva cultura
cívica representaba una vía de reinserción social para los que se
apartaban de la norma —en lugar de condenarlos al ostracismo moral o
ideológico. En efecto, aunque basada en prejuicios, en una concepción
estrecha sobre la naturaleza de la fe y la orientación sexual, y en una
visión errónea sobre la posibilidad de “reeducarlos”, prevalecía en esta
política la intención de preservarlos como parte de la nueva sociedad.
Finalmente, ante la necesidad de asegurar la producción de alimentos,
el gobierno revolucionario estaba empeñado en repoblar algunas zonas
agrícolas que se habían vaciado debido a las nuevas oportunidades de
empleo permanente y el fomento de la urbanización que el propio proceso
había propiciado. Camagüey, así como la entonces Isla de Pinos, eran
regiones priorizadas para aplicar los incentivos principales —empleos,
salarios, viviendas— que fomentaran la emigración laboral, incluida la
de desmovilizados de las FAR. Sin embargo, a la altura de 1965, apenas
5% de estos habían aceptado la oferta de poblar los llanos de esa
provincia y convertirse en fuerza de trabajo agrícola permanente. Mil
desmovilizados estaban lejos de suplir la falta de 50 000 obreros en
aquellos campos.
La concepción de las UMAP: “escuelas de conducta, no cárceles”
La idea de sancionar y rehabilitar mediante el trabajo agrícola era
frecuente desde los años iniciales de la Revolución. Sembrar pinos en la
remota península de Guanahacabibes, por ejemplo, fue una variante
recurrente para dirigentes o cuadros civiles y militares que cometían
errores o violaciones en el desempeño de sus cargos. En ocasiones, los
propios responsables, en acto de contrición, solicitaban ir a purgar sus
faltas en estas “tareas de choque”. El principio subyacente, más allá
del simple castigo, era que el trabajo físico duro tenía una virtud
moral, que contribuía a inculcar disciplina, modestia, fuerza de
espíritu, eliminaba “blandenguerías burguesas”, y educaba a los
citadinos en los principios de responsabilidad y abnegación propios de
una cultura campesina. Naturalmente, no estaban en el régimen indefinido
y de aniquilamiento propios de un campo de trabajo en Siberia, un campo
de exterminio nazi, o una prisión de alta seguridad. Haber sembrado
pinos en Guanahacabibes tampoco era necesariamente un estigma.
Las UMAP respondieron a una política trazada, no a la iniciativa de
una institución. Su objetivo principal era la educación de un grupo de
hombres jóvenes, que aunque no confiables para el SMO normal, debían
poder reintegrarse a la sociedad como ciudadanos al cabo de tres años.
El medio para conseguirlo era la disciplina militar y el trabajo. Se
proponía llegar a ser una de las organizaciones más respetables y
prestigiosas, por la función que debía desempeñar, y por las cualidades
de los cuadros militares a cargo de dirigirlas y trabajar en ellas.
Estos cuadros debían pasar un curso de preparación, el primero de los
cuales se graduó el 16 de octubre de 1965. A estos oficiales
intermedios se les orientó que su misión no era ocuparse de presos en
proceso de rehabilitación, sino de jóvenes que, a causa de su
socialización, tenían pensamientos y conductas desviantes de distinto
tipo. Estos debían ser “salvados” para la sociedad, adonde debían
retornar convertidos en personas útiles. La idea original era que, en
los primeros llamados, serían seleccionados “jóvenes descarriados”
social, moral o políticamente; pero en el futuro, cuando las necesidades
de las fuerzas armadas se redujeran, vendrían otros mejores, como los
estudiantes que no se portaban bien en sus escuelas.
La relación de aquellos mandos de la UMAP con sus reclutas no debía
ser solo como jefes militares, sino como “guías espirituales”, que les
ofrecieran confianza para plantear sus problemas, de manera amistosa, y a
la vez recta, rigurosa, educándolos mediante el ejemplo. Nunca
tratarlos con desprecio, ridiculizarlos, herirlos, o haciéndolos sentir
que estaban allí castigados, sino convencerlos mediante la
argumentación y el razonamiento.
Naturalmente, las unidades militares no eran becas pedagógicas. Los
cuadros de mando estarían allí para hacer que las normas de la
disciplina militar se cumplieran. Los reclutas estarían obligados a
cumplir un horario riguroso desde la mañana hasta la noche, marchar,
usar un uniforme, construir sus propias instalaciones, trabajar en la
agricultura —especialmente cortar caña— incluidos los fines de semana
declarados laborales, cumplir estrictamente el protocolo militar, salir
de pase solo cuando se decidiera. Si los reclutas violaban estas normas,
se les debería aplicar la disciplina propia de una unidad militar, pues
los jefes no podían permitir nada que se interpretara como desafío a su
autoridad.
El cumplimiento de esta política trazada estuvo a cargo de un oficial
de alto rango y máxima confianza, combatiente de la Sierra Maestra y
del Segundo Frente “Frank País”, miembro del recién creado Comité
Central del PCC, el comandante Ernesto Casillas.[3]
Entre el guión y la puesta en escena
En sus dos llamados, noviembre de 1965 y junio de 1966, las UMAP desbordaron las cifras originalmente planeadas.
Aunque eran las FAR las que llamaban al SMO y las UMAP, estas se
basaban en una caracterización a cargo de un departamento o buró del
MININT, denominado “Lacras sociales”. Era este el que identificaba a los
religiosos y los gays como “lacras”, y naturalmente, a los antisociales
y la totalidad de los restantes grupos.
Algunos ex-reclutas estiman que el grupo de mayor concentración en el
primer llamado estuvo formado por antisociales y vagos habituales en
edad militar, es decir, personas con antecedentes penales o considerados
pre-delincuentes.[4] A
estos casos de “conductas desviantes” se sumaban otros sancionados,
enviados a las unidades entre 1966 y 1968, por diferentes causas
administrativas, indisciplinas, abusos de poder, corrupción, entre ellos
los castigados por lo que entonces se llamaba “la dulce vida”. Según
las mismas fuentes, a algunos campamentos llegaron, incorporados en el
año final de las UMAP, una cantidad de presos comunes, que venían
directamente de las prisiones. La convivencia entre individuos de
características tan disímiles no contribuía a crear condiciones
favorables para los objetivos que se planteaba este especial servicio
militar en su concepción original. Más bien, todo lo contrario.
Los oficiales y soldados necesarios para atender a más de 25 000 de
estos reclutas provenían en su mayoría de las filas del Ejército
Rebelde, y de los grupos sociales que lo nutrieron. Muchos no llegaron a
pasar verdaderos adiestramientos donde asimilaran sus funciones como
reeducadores, sino apenas instrucciones concisas sobre la misión que la
Revolución les asignaba. En todo caso, una gran parte tenía un nivel
escolar muy bajo.
Como me comentara el sargento Luis Manuel Castellanos, asignado a las
unidades, las condiciones de transporte, instalaciones, la calidad y
regularidad de los suministros, la lejanía, e incluso la práctica
habitual del corte de caña, junto a otros rasgos de la vida en las UMAP,
no se diferenciaban tanto de las condiciones de la vida en muchas
unidades militares normales, ni en otros planes y movilizaciones de la
época. En cambio, las medidas de seguridad imperantes en esos
campamentos, dada su composición, y el control preventivo impuesto sobre
una masa de reclutas obligados a permanecer en contra de su voluntad,
bajo una disciplina especialmente rigurosa, con cercas de catorce
alambres de púas y guardias armados, les daban a las UMAP más aspecto de
prisiones que de unidades militares.
En ciertos casos, la misión de preservar las normas de disciplina
ponían a los guardias ante situaciones difíciles de resolver. Aquellos
reclutas cuyo credo religioso proscribía usar uniforme, marchar, saludar
la bandera y otros usos del protocolo militar, así como trabajar los
sábados, estaban predestinados a un conflicto irremisible con el régimen
propio de cualquier SMO. El caso más connotado era el de los Testigos
de Jehová. El argumento de que la ley y la sociedad les imponían normas
que estaban obligados a aceptar como ciudadanos, al margen de su
conciencia religiosa, se reveló inútil para convencerlos. Los Testigos
estaban dispuestos, como dice la Biblia, a “dar coces contra el
aguijón”. En torno de ellos, según la mayoría de los testimonios, se
produjeron las situaciones de castigo más extremas.
La asignación a las unidades llegó a aplicarse como mecanismo de
sanción dentro de las propias FAR. A causa de indisciplinas, algunos
oficiales fueron enviados a los campamentos, durante largos periodos, a
veces por faltas que no se juzgarían hoy de mayor envergadura. Entre
estos sancionados, los hubo quienes alcanzaron luego altos grados en las
Fuerzas Armadas.
Las señales de que las UMAP se habían alejado del proyecto original,
los casos de arbitrariedades en la selección de los reclutas, abusos y
excesos disciplinarios en los campamentos, llegaron a la dirección del
MINFAR y el PCC casi desde el principio. En un artículo publicado en Granma,
apenas cinco meses después del primer llamado, se informaba que “cuando
empezaron a llegar los primeros grupos, que no eran nada buenos,
algunos oficiales no tuvieron la paciencia necesaria ni la experiencia
requerida, y perdieron los estribos. Por esos motivos, fueron sometidos a
Consejo de Guerra, en algunos casos se les desgradó [sic], y en otros
se les expulsó de las Fuerzas Armadas”.[5]
A fines de ese año 1966, el capitán Quintín Pino Machado, jefe de la Dirección Política de la DAAFAR,[6] fue
designado por el alto mando de las Fuerzas Armadas para dirigir,
investigar, rectificar los métodos y condiciones de vida en los
campamentos, y en última instancia, poner término a las UMAP.
Impresionado por lo que se encontró, Quintín —que había sido un
destacado combatiente clandestino del Movimiento 26 de Julio en Santa
Clara— solicitó la colaboración de la Facultad de Psicología de la
Universidad de La Habana, para que enviara un equipo de investigación.
Este grupo, formado y dirigido por estudiantes de años superiores, al
frente de los cuales estaba María Elena Solé, se dedicó a entrevistar y
clasificar a una parte de los reclusos, en particular los gays, con la
orientación de desmovilizar a la mayoría lo antes posible, así como
asesorar a los oficiales respecto al trato recomendable hacia los que
permanecían en las UMAP, facilitar la comunicación y minimizar los
conflictos.
Desde los primeros meses de 1967, se empezó a licenciar a una
cantidad de reclutas, en particular los de mayor edad, o cuya
desmovilización había sido recomendada por los investigadores u otras
instancias, algunos antes de cumplir un año en las unidades. Las
condiciones de los campamentos, en general, cambiaron. Se hicieron menos
rigurosas las medidas de seguridad. Los reclutas del primer llamado
fueron incorporados como cabos de escuadra en los pelotones,
compartiendo responsabilidades con los militares. Los que mantenían
buena conducta, en particular, los religiosos, que estaban entre los de
mayor nivel educacional, fueron designados para otras labores dentro de
los campamentos —administración, clases de superación.
A fines de ese año 1967, se designó al Capitán Felipe Guerra Matos,
también combatiente de la Sierra, y a la sazón Jefe de Personal del
MINFAR, para que relevara a Quintín. En junio de 1968, los reclutas que
permanecían en las unidades fueron licenciados en masa. En septiembre
de ese año, las UMAP fueron oficialmente suprimidas.
Posteridad y balance
“Las UMAP fueron una máquina migratoria”, me comentó el reverendo
Alberto González, pastor bautista, quien las vivió desde el primer
llamado, el 26 de noviembre de 1965, hasta su desmovilización general,
el 29 de junio de 1968. Una vez licenciados, una mayoría de los
evangélicos —seminaristas, pastores o laicos— se fue del país. Resulta
difícil calcular la cantidad de gays o desafectos que tomaron el mismo
camino; o para cuántos de ellos se convirtió en una cicatriz imborrable,
incluso una herida por la que siguieron resollando. Hubo casos que no
pudieron recuperarse del efecto postraumático y la depresión, que los
conducirían a un final trágico.
Algunos, sin embargo, en particular un grupo de los religiosos que se
quedaron, asimilaron esta dura experiencia como parte de su formación,
en la medida en que puso a prueba su conciencia religiosa, profundizó su
compromiso y capacidad como pastores o creyentes, y les permitió entrar
en contacto estrecho con la sociedad real, incluidos sus grupos
marginales, muy ajenos al clima de las iglesias.[7]
Sin embargo, tampoco en casos como estos, en que contribuyeron al
crecimiento personal y a fijar valores, las UMAP llegaron a cumplir su
papel como escuelas de reeducación, pues en ellas predominó la función
de campos de castigo. Los reclutas UMAP no se sintieron nunca
identificados con el propósito de aquella política, muchos no se la
lograron explicar entonces, y siguieron sin entender hasta hoy cómo un
proceso tan cargado de sentido humano como el que inspiraba a la
Revolución pudo establecer una institución semejante.
Las UMAP no dejaron, per se, una memoria positiva. Su concepción
estuvo atravesada por contradicciones propias de la cultura política de
la época, marcadas por la tensión que creaban los desafíos del
desarrollo económico y la construcción del hombre nuevo. El
reconocimiento a la libertad religiosa y el derecho declarado a su
ejercicio chocaban con la visión de la religión (propia del marxismo
ateísta), que la consideraba una sarta de supersticiones enraizadas en
la incultura y la falta de educación científica. La demanda de trabajo
en los cañaverales de Camagüey era un objetivo excéntrico al de crear
una institución prestigiosa como escuela de conducta, con cuya cultura
cívica y laboral los educandos se sintieran identificados. El propósito
de reeducar, mediante métodos de convencimiento, resultaba ambivalente
con la orientación de mantener la autoridad y hacer cumplir las normas
establecidas, mediante la imposición si era necesario. El concepto de
una institución educativa era excluyente con el ambiente de un
reclusorio donde terminaron mezclándose seminaristas, delincuentes,
promiscuos y adolescentes. El rol de educadores no se compaginaba con el
perfil de los cuadros y oficiales asignados, muchos personas nobles y
sinceramente revolucionarias, pero carentes de la formación necesaria.
Las UMAP no se repetirían. Pero el trato discriminatorio contra los
religiosos y los gays, y otros grupos considerados desviantes, como los
llamados hippies, las sobreviviría. Las recogidas de “lacras
sociales” en sitios concurridos de la capital y otras provincias, su
reclusión temporal en granjas, las restricciones por motivos “morales”
(gays), “políticos” (desafectos), “ideológicos” (religiosos) para ocupar
cargos, desempeñar ciertos empleos, estudiar en universidades (“solo
para los revolucionarios”), o ingresar al Partido, se prolongarían a lo
largo de los años siguientes.
Ahora bien, si se revisa detenidamente este mismo período, se verá
que algunas motivaciones y orientaciones que animaban originalmente al
proyecto de las unidades tuvieron otras aplicaciones más exitosas.
A reserva de que la pedagogía de la reeducación pueda resultar
controversial para algunos, se debe recordar que las escuelas de
conducta, e incluso los planes de rehabilitación entre sancionados por
delitos comunes, especialmente desde 1968, resultaron eficaces y
tuvieron resultados palpables, que se reivindican y continúan hoy con
métodos más avanzados.
En agosto de ese mismo año 68, se fundaría la Columna Juvenil del
Centenario, con una estructura militar y tareas muy parecidas a las
UMAP, aunque dirigida por la UJC. Esta consiguió enrolar en sus filas y
llevar a los cañaverales de Camagüey a decenas de miles de voluntarios
de la enseñanza media y la UJC, y se convertiría en el contingente más
productivo del país. Ser columnista en la CJC fue una fuente de méritos
acumulados y motivo de orgullo, que exaltaran Silvio Rodríguez y Pablo
Milanés en una famosa canción: “¿Qué paga este sudor, el tiempo que se
va?/ ¿qué tiempo están pagando? —el de sus vidas./ ¿Qué vida están
sangrando por la herida/ de virar esta tierra de una vez”.[8] Cinco
años después, la Columna se integraría a las Fuerzas Armadas,
fundiéndose con el Ejército Juvenil del Trabajo, que permanece hasta
hoy.
Finalmente, es necesario subrayar que la rectificación de las UMAP no
surgió de afuera, de ningún gobierno, organismo internacional u ONG
extranjera, sino de las propias organizaciones e instituciones cubanas,
que transmitieron la alarma, y en particular de las Fuerzas Armadas y el
PCC, que las crearon y decidieron desactivarlas.
Aunque se tomaron medidas para rectificar el rumbo tempranamente,
resultó evidente pronto que la fórmula de las UMAP fallaba en sus
propios términos. La orientación de trabajar hacia el cierre de las
unidades fue impartida por el propio Ministro de las FAR a los altos
oficiales asignados, antes de cumplirse un año del primer llamado. Los
jóvenes psicólogos llamados a investigar en los campamentos ya supieron
que su objetivo era contribuir a su desmantelamiento. Las UMAP duraron
solo el ciclo del SMO del primer llamado; el segundo fue licenciado
antes de tiempo.
A pesar de los problemas que se siguieron arrastrando, en años
posteriores, fueron ocurriendo cambios de fondo, que involucraron las
relaciones entre la Iglesia y el Estado, el reconocimiento real a los
religiosos y los gays en la sociedad, la significación del acto de
emigrar y la política migratoria, la transformación de los
establecimientos penitenciarios y su papel reeducativo, e incluso la
normalización del disentimiento, cuyo espacio y legitimidad en la Cuba
de hoy están muy lejos de aquella hora de 1965-68.
Que las UMAP no se deban repetir, como resulta obvio, no es la
principal razón para que se deba conocer su historia documentada. Si se
las examina detenidamente, se observa, como en una radiografía, los
elementos y problemas de aquella época clave, y los de una cultura
cívica que nos ha acompañado por muchos años. Aunque ya nada es igual,
la sociedad, la cultura y los problemas del socialismo actual como
sistema son incomprensibles sin analizar de manera ecuánime aquel
momento fundacional, con sus virtudes y defectos.
Como en el mediodía de Silvio, “cuando consignas y metas” como
aquellas han quedado atrás, volver sobre eventos como las UMAP requiere
no precisamente “callarse por pudor”, sino al contrario, disponer de la
información documentada que permita profundizar en el tema, y en todas
sus aristas. En lugar de dejarlo a la superficialidad de muchos blogs, a
“este no es el momento” o “el enemigo puede utilizarlo para sus
fines”, debería aprovecharse la hora y el momento precisos que hoy se
han podido reunir. No hay nada más oportuno que restablecer nosotros
mismos nuestra historia, para que nos sirva de espejo.
La Habana-Cárdenas-La Habana, 26-30 de noviembre, 2015.
[1] Alberto I. González Muños, Dios no entra en mi oficina, Editorial Bautista, 2003; Raúl Suárez Ramos, Cuando pasares por las aguas, [cap. 5], Editorial Caminos, 2007; Idalberto Carbonell, La generación UMAP, Santiago de Cuba, abril, 2015.
[2] Causa
697/65, por espionaje, diversionismo ideológico, colaboración con
alzados, exfiltración de contrarrevolucionarios y tráfico de divisas.
Raúl Suárez, ob.cit.; Alberto González, Y vimos su gloria, Ed. Bautista, 2007.
[3] “Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP)”, por Luis Báez, Granma, La Habana, 14 de abril de 1966.
[4] Antisocial,
reeducación, vagancia, peligrosidad, no son vocablos creados por la
ideología cubana ni el marxismo soviético, como algunos creen, sino por
el derecho penal (incluido el de países muy ajenos al socialismo) y la
psicología clínica de la conducta. Entre estos enfoques, se encuentran
visiones ya rebasadas, como la de considerar a la homosexualidad una
patología o una conducta antisocial.
[5] Luis Báez, loc. cit.
[6] Defensa Anti-Aérea de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (DAAFAR).
[7] Cfr. obras citadas de I. Carbonell, A. González y R. Suárez.
[8] Compuesta para el documental Columna Juvenil del Centenario, de
Miguel Torres (1970). Los versos citados corresponden al
fragmento escrito por Pablo Milanés, quien luego incorporó la canción a
su repertorio y contribuyó a popularizarla. (http://bit.ly/1ICHgjo).
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