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martes, 20 de septiembre de 2016

Pablo Armando Fernández, edificar la casa

Por su apreciable contribución al desarrollo del intercambio académico entre Estados Unidos y Cuba, el poeta recibió recientemente el Premio de la Latin American Studies Asociation (LASA).


Foto: Foto tomada de La Ventana

Con sus más de ocho décadas de existencia, el poeta, narrador, académico y diplomático cubano, Pablo Armando Fernández (Delicias, 1930), uno de los representantes más notables de la llamada Generación de los años 50, recibió en la intimidad de su hogar el Premio de LASA.

En mi trayectoria como intelectual debí llegar hasta el poeta por enrevesados caminos. Cuando era un lector adolescente y voraz —y en pleno “quinquenio gris”— debí vencer muchas suspicacias para poder tener en mis manos Toda la poesía (1961) y El libro de los héroes (1964), volúmenes colocados en una especie de index junto a otros muchos tras los sucesos del “caso Padilla”.

De igual modo, por azares de la vida pude asistir, un tiempo después, a un memorable recital que ofreciera en la Sala Hubert de Blanck, en compañía de Manuel Díaz Martínez, que marcaba el fin de más de una década de forzoso y oscuro aislamiento. Recuerdo particularmente el efecto que produjo, no solo en mí sino en el resto del público que abarrotaba la sala su lectura de “En tren hacia el poeta”:

En fin, como tú dices,

cuando sientes a solas

la quemadura de la envidia,

el adversario

que ha irrumpido en tu casa,

la sinrazón, la incertidumbre, el miedo.

El poeta regresaba y sus creaciones, fueran “Yo, Pablo” o “El gallo de Pommander Walk” iban a fecundar la poesía de los más jóvenes.

No olvido tampoco que por aquellos años, en una tarde invernal próxima a la Navidad, me llevaron unos amigos a una casa del Vedado, donde una anciana solitaria y un poco enloquecida, vendía libros y discos, todo revuelto, a precios fantásticos aún para aquellos felices tiempos. Mi avidez iba a cebarse lo mismo en grabaciones de un trío juvenil de Beethoven o en El Arte de la Fuga bachiano, que en una profusión de volúmenes que apenas podía sostener en equilibrio mientras bajaba las escaleras de aquel sitio pródigo; entre ellos, el Don Miguel de Mañara de Lubicz Milocz, un texto sobre el ballet en Estados Unidos y también dos ediciones príncipe de poetas cubanos: Saúl sobre la espada de Gastón Baquero y Salterio y lamentación, el libro iniciático de Pablo. Este último, debajo de la dedicatoria impresa: “A mi madre, Doña Chalío Pérez de Fernández” llevaba otra escrita a pluma: “Para Vigón, hombre culto, interesado en hacer teatro en estas tierras. Cordialmente, Pablo Armando Fernández”. Se trataba del teatrista Rubén Vigón, quien desde la Sala Arlequín, había logrado en los años cincuenta del siglo XX, convocar al público para una cruzada teatral harto reñida en su quijotismo con el espíritu comercial de aquellos tiempos. Era en su biblioteca, ya en trance de dispersión, donde yo había encontrado esos tesoros.

La lectura de aquel cuaderno me despertó una pasión que todavía no cesa. Su rebelde asimilación del lenguaje bíblico a lo amargo cotidiano, el tono conversacional que nunca pierde el acento lírico, la unión de ternura e ironía para referirse a su contexto familiar, me resultaron ejemplares, a veces me sorprendo repitiéndome pasajes como este:

Mamá dijo que cuidase del uniforme; también dijo que cuidase de colocar los pies sobre el suelo.

Papá siempre dijo que cuidase de la verdad.

O este poderoso pasaje del poema 6:

Están hablando de los muertos

en la sala.

Madre y su hermana.

De la hermana mayor que acompañaba

al tres sus décimas

y la otra hermana y una tercera.

Hablan de los muertos

como si hablaran del vestido rosado

o el lazo o las zapatillas de blanco raso

que lucieran en el primer baile

con órgano y sexteto.

Debo agradecer a la vida la posibilidad no solo de haber leído al poeta sino de conocerle personalmente. Si es frecuente entre los escritores que se haga necesario olvidar a la persona si se quiere disfrutar de su escritura, en su caso es justo lo contrario. Haberlo encontrado en distintos eventos literarios primero, viajar con él a España o a Venezuela y sobre todo sentarme a su lado durante varios años en la Academia Cubana de la Lengua, me permitieron acercarme a una persona que había sufrido muchas cosas pero seguía siendo capaz de disfrutar de la vida sin enconos. Sencillo, sinceramente preocupado por los demás, me ofreció sin interés algunos consejos para sobrevivir en medio de la fauna letrada que me han resultado utilísimos.


Pablo Armando Fernández junto a Fayad Jamis y Lezama Lima.

Si en años recientes su escritura se prodigó en elogios de variadísimas personas hay que leer esas páginas a la luz de su bondad franciscana: mucho de lo bueno que vio el escritor en los demás era el reflejo de su propia condición espiritual.

Hace años escribí: “Él trata a la poesía como a otro habitante de su casa y la lleva siempre consigo. Dondequiera que vamos: a la holguinera Plaza de la Marqueta o a un pueblo de Castilla, siempre nos precede un poema de Pablo. Ha estado en todas partes y ha devuelto a cada sitio, multiplicada, la porción de belleza que le entregara”.

El lauro concedido por LASA es solo un hito en una existencia inquieta que lo mismo lo llevó a la Columbia University que a la India o a Turquía. Cuando pienso en él, las imágenes se mezclan en mi mente, como en uno de esos filmes de Antonioni donde la realidad se define a partir de una yuxtaposición de secuencias inesperadas: unas veces veo al joven que anda por New York y desafía el aire cortante de las avenidas para asistir al estreno de la obra que escribiera en apoyo al Movimiento 26 de Julio: Las armas son de hierro; otras imagino al joven diplomático de la Revolución entrando con todo aplomo al Buckhingam Palace para saludar a la Reina; también está aquel que mira crecer las flores de Júpiter en un cercado o el que se sienta, cara a cara a conversar con la Intrusa. Siempre la imagen final la veo de espaldas: Pablo escribiendo, un poema de breves líneas o una novela cuyos folios cubren toda la habitación.

De todos modos, ahora que la salud ha vedado su presencia casi ubicua en la vida social del país, cuando ya no asiste a las sesiones académicas en San Gerónimo, prefiero privilegiar un recuerdo que viene conmigo desde hace varios lustros. En una ocasión, por los tiempos en que yo todavía residía en Camagüey coincidí en La Habana con un colega holguinero y este me animó a visitar a Pablo, mas el poeta no estaba en su residencia de la calle 20 en Miramar. Nos recibió su esposa Maruja en la cocina y conversamos sobre las memorias que ambos teníamos de un sitio de ensueño en la región holguinera, la ciudad de Gibara. Por un rato la vimos a la vez atender el teléfono, cocinar, recibir unos víveres, eran acciones humildes, cotidianas, pero marcadas por la poesía. El escritor estaba allí aunque no fuera físicamente. Quizá el secreto estaba en que había sabido edificar un hogar que no solo era un refugio sino un alimento continuo para la poesía, por eso desde el café hasta los cuadros en la pared, pasando por la cesta de mimbre llena de huevos tenían aquel auténtico sabor lírico.

Ni este premio reciente, ni siquiera el Premio Nacional de Literatura que recibió en 1996, pueden reconocer en su totalidad a ese ser humano cuya vida está signada por una triple fidelidad: a sí mismo, a la poesía y a la Patria. Aquel que escribiera hace más de cuatro décadas: “No es cierto que en todo hombre que muere, muere el hombre”, ha llevado siempre su humanidad con una autenticidad a prueba de catástrofes. Pablo siempre ha sido Pablo, en el placer y en la agonía. Nada ha podido apartarlo de su terca sinceridad, de su amor a la isla de la que no lo arrancó ningún exilio, exterior o interno, por eso además de forjar una obra, sobre todo ha conseguido la cumplida imagen de un ser humano cabal. Y eso es más que suficiente. (2016)

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