COLUMNISTAS
Jorge Núñez Sánchez
Director de la Academia de Historia de Ecuador
Durante los tres siglos de vida colonial, las ciudades hispanoamericanas se convirtieron en el referente de un mundo nuevo que surgía al otro lado del Atlántico. Convertidas en centros administrativos del mundo colonial, concentraron en su seno los espacios de autoridad y manifestaciones de cultura, tales como palacios y casas reales, edificios municipales, iglesias y conventos, colegios y universidades.
Las iglesias y catedrales elevaron sus cúpulas hacia el cielo y marcaron de modo impresionante la presencia del cristianismo en América, que se expresaba también en la multitud de monasterios y conventos, que en ocasiones eran centros de recogimiento espiritual y creación artística, especialmente los femeninos, pero que otras veces eran núcleos de disipación moral o conflicto político. Y junto a ellos pululaba un ejército de prebendados, curas, frailes, monjas y seminaristas, que daban colorido a la ciudad.
En las urbes de aquel tiempo surgieron también los primeros colegios y universidades, unos pocos destinados a educar a la élite indígena, para asimilarla más prontamente al sistema de poder, pero en su mayoría enfocados a la educación de los hijos de españoles asentados o nacidos en América. En el caso quiteño, los primeros colegios fueron el Colegio de Caciques de San Andrés, fundado por los franciscanos en 1553, el jesuita Colegio de San Luis, creado en 1592 y el dominico Colegio de San Fernando, fundado en 1688.
A su vez, las universidades surgieron como un complemento de los colegios. Los agustinos crearon en 1586 la Universidad de San Fulgencio, los jesuitas la de San Gregorio Magno, en 1651, y los dominicos la de Santo Tomás de Aquino, en 1681. En 1786, tras la expulsión de los jesuitas, el rey Carlos III dispuso la creación de la Real y Pública Universidad de Santo Tomás, refundiendo en una sola las dos últimas y poniéndola bajo la autoridad del obispo.
Naturalmente, la ciudad se convirtió desde sus inicios en activo centro de intercambio comercial de su respectiva región, con lo cual florecieron en cada una de ellas barrios enteros de tratantes de comercio, que ofrecían mercaderías de Castilla u otras regiones europeas e incluso mercerías chinas llegadas a América en el galeón de Manila. Otro sitio simbólico fue el mercado de la ciudad, donde se vendían productos alimenticios de la tierra, aves en pie y carnes, todo bajo la custodia y regulación de las autoridades municipales, que vigilaban pesas y medidas y controlaban precios.
Las ciudades fueron también centros de actividad artesanal. En el caso de Quito, hubo calles de plateros y orfebres, y barrios de carpinteros, sombrereros, sastres, zapateros y otros, así como fábricas de tabaco y loza. Los pintores y talladores coloniales, reconocidos hoy como grandes artistas de la denominada ‘Escuela Quiteña’, no merecían en su tiempo otra consideración que la de hábiles artesanos. La fábrica de tabaco fue una extensión del presidio urbano, pues en ella laboraban presos de poco peligro, como vagos, prostitutas y rateros.
En cada capital territorial funcionaba una audiencia, que era a la vez tribunal de justicia y cuerpo gubernativo asesor. Este tribunal y otros menores dieron lugar a una pléyade de abogados, tinterillos, secretarios y copistas que inundaban la ciudad y que sentaron las bases de esa cultura de jurisperitos que existe hasta hoy.
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