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jueves, 8 de noviembre de 2018

República, dignidad, justicia

Publicado el 8 Noviembre, 2018 por Luis Toledo Sande en Opinión

Por LUIS TOLEDO SANDE

Atento a la marcha del mundo, y a todo lo humano, y abogado de formación, José Martí plasmó conceptos y generalizaciones sobre lo que significaba y significa una constitución, incluso alguna en concreto. Una muestra de esto último es su artículo “Los códigos nuevos”, de abril de 1877, sobre la legislación que entonces se daba Guatemala. Pero fue hijo de una colonia que, mientras lo fuera, no podría tener su propia ley de leyes, salvo la que se diese como República en Armas, y mientras él vivió hubo solo la de Guáimaro. Eso explicará que en su obra escrita usara más frecuentemente el término constitución para referirse a la estructura de un pueblo u otra zona de la realidad.

No obstante, legó también a la patria un pensamiento que pudiera llamarse constitucionalista. Pero no abrazó un constitucionalismo abstracto, de puro teoricismo, ni atenido a concepciones positivistas, pragmáticas, afines a la burguesía. Buscaba una civilidad, una democracia y un funcionamiento organizado y justiciero, todo ello cimentado en la solidaridad con los humildes.

Aspiraba a que, desde la guerra de liberación Cuba cultivase el pensamiento y los hábitos que hicieran de ella “un pueblo nuevo y de sincera democracia”.

Aspiraba a que, desde la guerra de liberación –para que pudiese lograrlo, sin estancamientos, después de alcanzar la independencia–, Cuba cultivase el pensamiento y los hábitos que hicieran de ella “un pueblo nuevo y de sincera democracia”. Así lo estampó, como programa, en las Bases del Partido Revolucionario Cubano.

La Cuba que –en el camino trazado por su historia, y señeramente por Martí– se libró de la dominación imperialista estadounidense que sustituyó al coloniaje español, abraza como blasón heráldico en el preámbulo de su constitución de 1976 –socialista y única que ha tenido después de 1959–, y la mantiene en el proyecto constitucional sometido a consulta popular, una máxima de su Apóstol. Es una aspiración concentrada en su medular discurso del 26 de noviembre de 1891, cuando avanzaba hacia la fundación del Partido: “Yo quiero que la ley primera de la república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”.

Los más esclarecidos ideales antisexistas en el uso del idioma, y de lucha contra la discriminación de géneros, tienen derecho a sentir que en esa cita se habla de cubanos y cubanas y, más abarcadoramente que del hombre –también sinónimo de varón–, de los seres humanos. Esa interpretación es coherente con el pensamiento de quien, en el umbral de La Edad de Oro (1889), frente a la marginación impuesta a la población femenina adelantó despejes antiacademicistas y declaró: “Para los niños es este periódico, y para las niñas, por supuesto”.

El legado martiano representado en la cita de 1891 tiene especial alcance para hoy en función de los ideales de equidad y decoro con que está responsabilizada Cuba. Esta es una nación llamada a revertir prejuicios que vienen de una realidad en la cual el concepto mismo de república terminó cuestionado, o satanizado, por los efectos de la frustrante injerencia con que los Estados Unidos impidieron en 1898 la victoria de Cuba contra el colonialismo español. De ahí la frecuencia con que el rótulo “la República” se ha reducido a lo condenable de aquella etapa.

En el afán de hacer de Cuba una república de trabajadores y trabajadoras basada en la soberanía nacional, en la dignidad de su ciudadanía –otro concepto que reclama librarse de la costra que le viene de aquel contexto–, y en la equidad como clave de la ética y la justicia, el pensamiento de Martí tiene mucho que hacer todavía. Y no solo en su patria inmediata, aunque en los presentes apuntes se habla básicamente de este pedazo de la humanidad, en la que él caló con profundidad y abarcamiento, sin perder de vista las características impresas a Cuba por las particularidades de su formación.

Las lecciones del Maestro son tanto más luminosas en la medida en que no se fundaron sobre ilusiones irresponsables. En 1894, cuando daba pasos decisivos en la preparación de la guerra, escribió que se luchaba “por la patria, ingrata acaso, que abandonan al sacrificio de los humildes los que mañana querrán, astutos, sentarse sobre ellos”.

No lo guiaban imaginaciones desmeduladas, sino la historia de nuestra América, donde el caudillismo había causado grandes estragos, inseparables de un incumplimiento que él vio como causa de frustraciones en el proceso independentista de la región. En el ensayo “Nuestra América” señaló lo que debió haberse hecho y no se hizo: “Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores”. Lo tuvo presente hasta en su valoración de los héroes que más admiró, en primer lugar Simón Bolívar.

El magisterio que el legado del Libertador ejerció sobre él, se ha tenido en cuenta justamente. Pero acaso no se ha hecho otro tanto con el ejercido por Carlos Manuel de Céspedes.

El magisterio que el legado del Libertador ejerció sobre él, se ha tenido en cuenta justamente. Pero acaso no se ha hecho otro tanto, o no al menos en su justa medida, con el ejercido por el compatriota a quien tuvo en el centro de su admiración, Carlos Manuel de Céspedes, cuyas acciones e ideas germinaron, de manera tan devocional como implícitamente crítica, en su proyecto político, de formación temprana. Su precocidad le permitió protagonizar una trayectoria tan intensa como la suya, segada cuando contaba una edad en la que parecería imposible acumular tanta cosecha de acción y de luz.

A finales de la Guerra del 68 dio señales de intuir, o comprender, que ya esa gesta valía sobre todo como tema de estudio y ejemplo para el futuro. Indagaba sobre Céspedes, como se lee en el borrador de una carta que fundadamente se considera pensada para dirigirla a Máximo Gómez, quien se hallaba en los campos insurrectos. En el texto se lee: “Escribo un libro, y necesito saber qué cargos principales pueden hacerse a Céspedes, qué razones pueden darse en su defensa–que, puesto que escribo, es para defender.–Las glorias no se deben enterrar sino sacar a luz”.

Por la papelería de la cual formó parte, el borrador epistolar se vincula con apuntes en que se aprecian los rumbos del estudio que acometía, a tono con el modo como concibió la etapa revolucionaria que le correspondió preparar, informar y dirigir. Sin afán de agotar su contenido, vale detenerse en algunas líneas de los apuntes, sobre todo las relativas a la personalidad de Céspedes y al papel de la Cámara que se formó en la Asamblea de Guáimaro, celebrada del 10 al 12 de abril de 1869.

De la Cámara –que “hacía leyes de educación y de agricultura, cuando el único arado era el machete; la batalla, la escuela; la tinta, la sangre”–, Martí valora pretensiones que justificaban los vetos interpuestos por Céspedes. Pero no le niega la sal y el agua. Con la matización que se citará pronto, la veía como ejemplo de un propósito fundacional: institucionalizar la República en Armas, dotar de civilidad a la patria desde la contienda. No es fortuito que, para proclamar en 1892 la creación del Partido Revolucionario Cubano, Martí, en homenaje a la Asamblea de Guáimaro, escogiese el 10 de abril. Ello remite a un partido de sana vocación constitucional.

Desde sus orígenes, esa organización sería una prueba de cuánto aprendió su fundador al valorar a Céspedes. Este –de quien su continuador cita, y no es casual: “Entre los sacrificios que me ha impuesto la Revolución el más doloroso para mí ha sido el sacrificio de mi carácter”– procuró no imponerse autoritariamente sobre las tendencias que pugnaron en Guáimaro, y Martí le reconoce: “Sacrificaba su amor propio–lo que nadie sacrifica”.

Pero el peso de la personalidad de Céspedes se haría sentir con fuerza, por la entrega misional y honrada con que asumía su responsabilidad: “Yo no estoy frente a la Cámara, yo estoy frente a la Historia, frente a mi país y frente a mí mismo. Cuando yo creo que debo poner mi veto a una ley, lo pongo, y así tranquilizo mi conciencia”, apunta Martí qué pensaba el Padre de la Patria con respecto a su actitud ante determinadas iniciativas de la Cámara.

Céspedes “instituyó la forma militar”, pues “creía que la autoridad no debía estar dividida; que la unidad del mando era la salvación de la revolución; que la diversidad de jefes, en vez de acelerar, entorpecía los movimientos.–Él tenía un fin rápido, único: la independencia de la patria”, y “la Cámara tenía otro: lo que será el país después de la independencia”. Con la matización ya aludida, Martí juzga que “los dos tenían razón; pero, en medio de la contienda, la Cámara la tenía segundamente”. ¡Qué adverbio!

Céspedes, “empeñado en su objeto, rechazaba cuanto se lo detenía”, y en esa tesitura asumió un título que, viniendo de la estructura del régimen colonial impuesto a Cuba por España, crearía resquemores. Martí reflexiona: “Que se llamó Capitán General.–Temperamento revolucionario: fijó su vista en las masas de campesinos y de esclavos. ‘A ese nombre están acostumbrados a respetar; pues yo me llamaré con ese nombre’”.

El mayor homenaje, explícito o implícito, que Martí les hizo a Céspedes y a la Cámara, fue asumir lo mejor de ambos, y superarlo en junto. Y acerca de Céspedes en particular destaca lo que dijo de él en la semblanza de 1888 donde lo ponderó junto con otro extraordinario compatriota a quien también admiró en grande, Ignacio Agramonte. Del primero de ellos sostuvo: “no fue más grande cuando proclamó a su patria libre, sino cuando reunió a sus siervos, y los llamó a sus brazos como hermanos”. Céspedes fue un sembrador, y en esa brega le dio continuidad Martí.

Cuando hoy la patria está enfrascada en darse una nueva Constitución, tiene ante sí, entre otros ejemplos de la práctica y las ideas de Martí, el nombre que él escogió –cabe suponer que recordando la experiencia de Céspedes– para el máximo cargo del Partido: delegado. No por prurito de creatividad lingüística, sino por su pensamiento democrático, se distanció medularmente de rótulos habituales y característicos en la política de su tiempo.

En cuanto a contradicciones entre militarismo y civilismo –términos que requerirían otros comentarios–, y a las derivadas de priorizar lo inmediato o desorientarse por obediencias inoportunas al futuro buscado, también halló la posición justa para superarlas. En la entrevista de La Mejorana, que hasta por dolorosa sirve para tener una clara noción del proyecto que él defendía, sustentó enérgicamente sus ideas contra el cargo que algunos intentaban endilgarle, el “de defensor ciudadanesco de las trabas hostiles al movimiento militar”: “Mantengo, rudo: el Ejército, libre,–y el país, como país y con toda su dignidad representado”. No estaba dispuesto a tolerar que “la patria, […] y todos los oficios de ella, que crea y anima al ejército”, quedara “como Secretaría del Ejército”.

Es difícil leer esa página de su Diario de Campaña, la correspondiente al 5 de mayo de 1895, sin recordar los apuntes en que alrededor de 18 años antes había reflexionado sobre Céspedes. Pero lo que sostuvo en La Mejorana venía de años atrás y expresaba su concepción de la guerra. Procuraba que esta fuera hecha con la soltura de una contienda que debía ser “breve y directa como el rayo”, escribió en 1893, pensando en peligros que urgía vencer, ninguno más grave que los generados por las ambiciones de los Estados Unidos. Al mismo tiempo, buscaba que tuviese los componentes y la orientación de república necesarios para que la victoria valiese la pena y no se reprodujeran los males sufridos por los territorios continentales que se habían independizado de España.

Con respecto a las transformaciones que necesitaba la sociedad cubana, escribió en 1894: “Lo que se borra de la constitución escrita, queda por algún tiempo en las relaciones sociales”.

Sabía que no bastaba la letra de una ley para vencer escollos de pensamiento, en el que se requería librar una labor de lucha y persuasión constante. Refiriéndose a transformaciones que necesitaba la sociedad cubana, marcada por la herencia de la esclavitud, y teniendo en mente a quienes se guiaban por “el plato de lentejas”, escribió en 1894: “Lo que se borra de la constitución escrita, queda por algún tiempo en las relaciones sociales”.

En su crónica estadounidense fechada 23 de mayo de 1882 –le faltaban años decisivos por recorrer– escribió: “Una Constitución es una ley viva y práctica que no puede construirse con elementos ideológicos”. Acaso apuntaba a la ideología como doctrinismo apriorístico, desorientador, y tanto las fuentes citadas como el contexto podían aproximarlo eventualmente al positivismo jurídico. Pero no se ilusionen los actuales voceros del pragmatismo: el pensamiento de Martí se oponía, desde el fondo, al positivista. Rotunda prueba de que lo rebasaba desde una raigal posición emancipadora dio al expresar, en 1891, su deseo de que la ley primera de la república buscada se guiara por el decoro humano, aspiración de significado ético e ideológico, no estrictamente práctico.

Sus concepciones, que puso una y otra vez a prueba –como en la ruptura con el plan dirigido por Gómez en 1884, algo que no cabe analizar aquí– se evidenciaron en hechos fundamentales. Fue fiel al propósito de que la autoridad revolucionaria no dependiese solamente de personas. Sin ignorar el justo peso de la autoridad y el ejemplo individuales, procuró que la revolución se institucionalizara debidamente, sin trabas burocráticas ni desconocimiento de la realidad. Cuando acomete en 1887 –fracasado el referido plan insurreccional– pasos ya decisivos hacia la fundación del Partido Revolucionario Cubano, lo hace como presidente de una Comisión Ejecutiva creada con ese fin, no a título personal.

La institucionalización central sería el Partido, cuya mayor autoridad, el delegado, era electo anualmente, como todas los cargos de esa organización, desde su base. Quienes los ocuparan, debían rendir cuenta periódica ante sus electores, y podían ser removidos en cualquier momento, como establecían los Estatutosaprobados.

Tales prácticas desbordaban los límites de la democracia conocida en su tiempo, y Martí las ratificó hasta en la selección del máximo jefe militar del Partido, un cargo que no fue otorgado por designación, sino de la manera más democrática posible tratándose de un grado militar de esa jerarquía y pensado para una contienda. Cuando en 1892 Martí viajó a República Dominicana para ofrecerle a Máximo Gómez la jefatura del ramo militar de la guerra, no solo expresó la admiración que sentía hacia él: obedeció al proceso de consultas o eleccionario hecho entre veteranos del 68.

Iniciada la gesta, el primer gran paso organizativo sería la reunión en que se constituiría la República en Armas, y esa reunión Martí la llamó, en plena campaña, Asamblea de “representantes del pueblo cubano visible, de los revolucionarios en armas”, la representación del pueblo alzado. Hasta dónde conseguiría Martí que la Asamblea cumpliese los requisitos que él concebía, no se puede precisar: tuvo lugar después de muerto él en combate.

Pero cabe preguntarse: de haberse hecho en vida suya, y con él presente, ¿a quién los combatientes reunidos le habrían confiado la máxima dirección de la República, sino a quien había logrado la unidad revolucionaria que nadie en Cuba había conseguido antes, y con cuyo liderazgo se había preparado la guerra? Desde que llegó a los campos insurrectos las tropas lo llamaban “el presidente”, y él dio testimonio de haber rechazado “el título”, pero eso no significa que declinara la misión de guiar los destinos de la patria mientras ella le confiara esa tarea. Llegado el momento, ¿no habría hallado también para esta un título original, comparable con el de delegado que escogió para el líder del Partido?

En todos sus actos se mostró consecuente con su pensamiento democrático, con la decisión –no mero lema– de echar su suerte “con los pobres de la tierra”.

En todos sus actos se mostró consecuente con su pensamiento democrático, con la decisión –no mero lema– de echar su suerte “con los pobres de la tierra”. Plasmada en Versos sencillos, esa resolución dio título, “Los pobres de la tierra”, al artículo en que previó el peligro de los oportunistas que intentarían sentarse sobre los humildes una vez que se hubiera alcanzado la independencia con el sacrificio fundamental de estos, a quienes desde su personal y honrada posición revolucionaria les asegura: “Sépanlo al menos. No trabajan para traidores”.

Para el Partido y los preparativos de la guerra recibió la contribución de cubanos ricos, cuyo aporte reconoció con gusto; pero expresó especial confianza en los más pobres. Claramente lo hizo en textos como el aludido discurso del 26 de noviembre de 1891, que, conocido por su lema final, “Con todos, y para el bien de todos”, pronunció ante un auditorio formado mayoritariamente por compatriotas obreros, entre quienes quiso dar los pasos determinantes hacia la fundación del Partido. Y en ese discurso repudió a quienes se autoexcluían del proyecto justiciero. No eran pocos.

A la convocatoria por el bien de todos daban la espalda, entre otros, quienes suponían que la revolución podía ser “la algazara de los que no gozan de una riqueza que solo se puede mantener por la complicidad con el deshonor”, y aquellos que la veían como “la amenaza de la turba obrera”. Martí los refuta: “¡Esta es la turba obrera, el arca de nuestra alianza, el tahalí, bordado de mano de mujer, donde se ha guardado la espada de Cuba, el arenal redentor donde se edifica, y se perdona, y se prevé y se ama!” Así se expresaba quien, dirigente revolucionario de un movimiento de liberación nacional, quería que la república por la cual luchaba rindiese culto a la plenitud de la dignidad humana, pero no contaba con una unidad abstracta.

Muchos peligros e intereses urgía encarar, y Martí los tenía en mente cuando murió en combate al día siguiente de haber escrito su carta inconclusa a Manuel Mercado. En ella testimonió que marchaba hacia la Asamblea en que se organizaría la República en Armas y la dotaría de una constitución que desde la contienda, cuyo desarrollo era necesario asegurar, sirviera de umbral a la república independiente, guiada por el mencionado culto a la dignidad. Contra ese ideal se revolvían los “prohombres” que, “desdeñosos de la masa pujante”, preferían tener un amo yanqui o español que les mantuviera sus privilegios.

Es innecesario, pero ha ocurrido –y a este articulista le han asegurado que incluso en clases universitarias de Derecho, de lo cual no tiene pruebas–, inventarle a Martí frases para subrayar la enorme vigencia de su pensamiento, algo que también se ha hecho con otras intenciones. La frase aludida –“Juraré ante la tumba de los muertos de la guerra del 68, con flores, que Cuba tiene que darse una nueva constitución aprobada en referéndum. Pero antes el pueblo ha de conocer en consulta popular de qué va la nueva constitución y hacia dónde va como nación”– no está donde se ha dicho que la escribió, su carta del 9 de octubre de 1885 a compatriotas emigrados en Filadelfia, ni se ha encontrado en ningún otro texto suyo, hasta donde sabe quien esto escribe. Tampoco se corresponden tales términos con la realidad cubana de su tiempo.

No es honrado ni necesario atribuirle ni una palabra de más para enaltecer su contribución. Vale, sí, volver sobre sus textos conocidos.

Vale, sí, volver sobre sus textos conocidos, como aquellos donde muestra que su lucha contra el imperialismo entonces naciente no solo obedecía a lo que ese monstruo representaba para nuestra América y el resto del mundo. También tenía en cuenta lo que significaba para el propio pueblo de los Estados Unidos, cuya opinión las fuerzas dominantes del país, capitalizando los frutos de la explotación interna y el saqueo de otros pueblos, ya se sentían autorizadas a considerarla –así escribió Martí– una “mula mansa y bellaca”, no “corcel de raza buena”.

No esperaba que de semejante realidad le viniera a Cuba algo verdaderamente beneficioso y perdurable. En la tercera y última de sus “Impresiones” sobre los Estados Unidos para la revista neoyorquina The Hour(octubre de 1880), se lee con respecto al ambiente de esa nación: “La esclavitud sería mejor que esta clase de libertad; la ignorancia mejor que esta ciencia peligrosa”.

En 1884 afirmó: “Ser culto es el único modo de ser libre”, y ya antes había deplorado la ignorancia de las clases que tienen de su lado la justicia”.

El alcance de ese juicio se comprende con saber cuán altamente valoraba en general la libertad y el conocimiento. Es sabido que en 1884 afirmó: “Ser culto es el único modo de ser libre”, y a propósito del libro Cuentos de hoy y de mañana, de Rafael de Castro Palomino, publicado el año anterior, había expresado: “De todos los problemas que pasan hoy por capitales, solo lo es uno: y de tan tremendo modo que todo tiempo y celo fueran pocos para conjurarlo: la ignorancia de las clases que tienen de su lado la justicia”.

Si de constituciones se trata, viene al tema lo que en crónica fechada 25 de marzo de 1892 –hallada gracias a Ernesto Mejía Sánchez hace ya algunas décadas entre otros artículos suyos que aún no figuraban en sus Obras completas– expresó con respecto a los Estados Unidos y la clara desventaja en que la ignorancia situaba a los más humildes: “no puede votar sobre la Constitución quien no sepa leer en ella”. Tal limitación se combinaba con las manquedades y falacias de la libertad que –mezcla de liberalismo y voracidad imperialista– él vio, y denunció, en las entrañas del monstruo.

En su discurso “Madre América” (diciembre de 1889) sostuvo que dicha libertad era como el país: “señorial y sectaria, de puño de encaje y de dosel de terciopelo, más de la localidad que de la humanidad, una libertad que bambolea, egoísta e injusta, sobre los hombros de una raza esclava”. Acerca del espejismo de la supuesta democracia asentada en la confrontación entre partidos dominantes, había dicho algo que deben analizar con atención quienes idealizan esa realidad.

En su crónica del 8 de diciembre de 1886 se lee: “El partido republicano, desacreditado con justicia por su abuso del gobierno, su intolerancia arrogante, su sistema de contribuciones excesivas, su mal reparto del sobrante del tesoro y de las tierras públicas, su falsificación sistemática del voto, su complicidad con las empresas poderosas, su desdén de los intereses de la mayoría, hubiera quedado sin duda por mucho tiempo fuera de capacidad para restablecerse en el poder, si el partido demócrata que le sucede no hubiera demostrado su confusión en los asuntos de resolución urgente, su imprevisión e indiferencia en las cuestiones esenciales que inquietan a la nación: y su afán predominante de apoderarse, a semejanza de los republicanos, de los empleos públicos”.

Tal era la claridad de quien el día antes de caer en combate escribió que todo cuanto había hecho, y haría,era para cumplir su deber “de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”. Esa luz sigue y seguirá guiando a Cuba en todos sus empeños por crecer y perfeccionarse como nación soberana al servicio de la equidad social, inseparable del decoro, de la dignidad humana. Martí vive.

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