El país que se anuncia como referente universal de la democracia no cumple los estándares básicos de un sistema en el que las mayorías toman las decisiones
27 de marzo de 2018 19:03:48
«El gobierno de los ricos, por los ricos y para los ricos». Al sustituir «pueblo» en la conocida frase de Abraham Lincoln por quienes tienen el poder real en Estados Unidos, se logra una idea más exacta de cómo funcionan la política y la sociedad norteamericanas.
Los pensadores progresistas vienen alertando desde hace décadas que el dinero es el que mueve los hilos de Washington, mientras el sistema democrático, desde los Padres Fundadores hasta nuestros días, resulta una máscara para encubrir los intereses de la minoría rica.
Lo llamativo es que ahora la idea se extiende entre sectores de la intelectualidad norteamericana que no podrían ser catalogados de izquierda.
El interés por el tema crece desde la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, un multimillonario neoyorquino, y la aplicación de su plan de reformas fiscales que benefician a los megarricos en detrimento de la clase blanca de pocos ingresos, la misma que contradictoriamente lo llevó hasta el Despacho Oval.
Pero los datos están ahí desde mucho antes. Un estudio llevado a cabo en el 2014 por Martin Gilens, de la Universidad de Princeton, y Benjamin I. Page, de la Universidad Northwestern, comprobó que las élites siempre salen mejor paradas que la clase media en la toma de decisiones políticas.
Después de chequear miles de proyectos legislativos y encuestas de opinión pública de las últimas décadas, Gilens y Page descubrieron que una política con escaso apoyo de la clase alta tiene aproximadamente una posibilidad en cinco de convertirse en Ley, mientras las que son respaldadas por las élites triunfan en la mitad de las ocasiones, incluso cuando van en contra de la opinión de las mayorías.
Los académicos demostraron que, «cuando una mayoría de los ciudadanos no está de acuerdo con las élites y/o los grupos de intereses organizados, generalmente pierde. Esto debido al fuerte sesgo del status quo integrado al sistema político de EE.UU., aun cuando una extensa mayoría de los estadounidenses esté a favor del cambio».
Esa realidad explica las dificultades que enfrenta actualmente el movimiento de jóvenes a favor del control de armas para lograr el apoyo de los legisladores, quienes reciben millones de dólares de la Asociación Nacional del Rifle y otros grupos conservadores que consideran portar un rifle como símbolo del modo de vida estadounidense.
Y las diferencias que se muestran en la política son cada vez más grandes en la economía.
El Instituto Hudson, un centro de estudios de tendencia conservadora, reportó en el 2017 que el 5 % de los hogares estadounidenses más ricos poseían el 62,5 % de todos los bienes en ese país en el 2013, en comparación con el 54,1 % que tenían tres décadas antes. Es decir, que las familias ricas se están haciendo aún más ricas.
Pero más destacado aún fue el hallazgo de los académicos Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, quienes en sus investigaciones sobre la desigualdad hallaron que el 0,01 % de los más ricos controlaba el 22 % de toda la riqueza en el 2012, cuando en 1979 solo poseían el 7 %, de acuerdo con un artículo reciente de BBC.
Los datos echan por tierra el mito estadounidense de la democracia, en la cual las decisiones deben ser tomadas por el criterio de las mayorías.
Por el contrario, Estados Unidos muestra rasgos claros de una oligarquía, el sistema en el que el poder se encuentra en manos de unas pocas personas que generalmente comparten la misma clase social.
LAS ELECCIONES EN ESTADOS UNIDOS: EL ESPECTÁCULO MÁS CARO DEL MUNDO
Sin embargo, el estudio de Gilens y Page no llega tan lejos y apunta que los estadounidenses disfruta de «muchas características centrales de la democracia, como elecciones regulares y libertad de expresión y asociación».
Pero, incluso esos pilares básicos del sistema norteamericano están haciendo aguas y no convencen a nadie.
Las pasadas elecciones presidenciales mostraron una vez más cómo, debido al complicado sistema del colegio electoral norteamericano, puede resultar vencedor un candidato que reciba menos apoyo nacional que su rival. La demócrata Hillary Clinton sacó casi tres millones de votos más que Trump a nivel de país y aun así fue derrotada.
Pero no solo eso, sino que en las últimas décadas se ha llevado adelante de manera organizada un plan para hacer más difícil el voto de los afroamericanos, latinos y sectores pobres.
La reconfiguración de los distritos electores resulta una práctica habitual que restringe la participación ciudadana y garantiza la preminencia de las élites a pesar de su inferioridad numérica.
La financiación de las campañas, que al final redunda en el apoyo de los legisladores, agranda aún más la brecha.
La sentencia de la Corte Suprema en el caso Ciudadanos Unidos vs. Comisión Federal Electoral revocó las limitaciones legales que impedían a las empresas, organizaciones sin ánimo de lucro y a los sindicatos financiar las campañas electorales.
Esto abrió el camino a los llamados SuperPac, que ahora son los verdaderos protagonistas de los comicios presidenciales y legislativos.
De acuerdo con cifras oficiales, entre las dos últimas campañas se gastaron más de 2 400 millones de dólares y se estima que se invirtió además un monto extra de 600 millones cuyo origen se desconoce.
Esa realidad llegó a preocupar al expresidente Jimmy Carter, quien lamentó que un candidato a la Presidencia de Estados Unidos necesitara por lo menos 200 millones de dólares para iniciar su camino hacia la Casa Blanca.
«Actualmente, no hay forma para que usted pueda obtener una nominación demócrata o republicana, si no es capaz de recaudar 200 o 300 millones de dólares o más», manifestó Carter en una entrevista con la presentadora Oprah Winfrey en septiembre del 2015.
El libro Dark Money (Dinero oscuro) de la periodista Jane Mayer, que se ha convertido en un bestseller, describe también con claridad cómo el sistema político norteamericano está dominado por los dólares, lo cual implica que incluso los más modestos intentos a favor del cambio climático, el control de armas, etc., fracasen ante el poder real de la oligarquía.
Mayer destruye otra de las tesis que sustenta la supuesta democracia norteamericana, respecto a que el pensamiento político de las élites y de la clase media es muy similar.
En su investigación, la periodista describe cómo las grandes fortunas, principalmente de las clases conservadoras, se invierten en intelectuales, tanques pensantes y universidades para elaborar y socializar sus ideas reaccionarias y que estas se asuman con naturalidad.
Llegan incluso al extremo de contratar «científicos» para contrarrestar hipótesis comprobadas como el papel de los seres humanos en el cambio climático o el daño a la salud de determinados productos.
DEMOCRACIA MADE IN USA
A pesar de la evidencia abrumadora, Washington aún intenta venderse como referente mundial de un sistema político abierto que garantiza los derechos de sus ciudadanos.
La «democracia» es quizá el producto de exportación más anunciado bajo el sello Made in USA. Estados Unidos ha gastado miles de millones de dólares desde el fin de la II Guerra Mundial para imponer cambios de régimen y destruir cualquier proyecto alternativo al del capitalismo neoliberal, sobre la base de la excepcionalidad y universalidad de su modelo político.
Las instituciones continentales como la Organización de Estados Americanos (OEA) y las cumbres de las Américas tienen en la organización política de Washington la vara para medir al resto de los países y catalogarlos de democráticos o no de acuerdo con sus reglas.
Sin embargo, las élites estadounidenses ya no pueden engañar a sus académicos ni a sus propios ciudadanos, cuando logran ver más allá de la venda que impone la gran prensa norteamericana. ¿Lograrán continuar engañando al resto del mundo?