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martes, 15 de octubre de 2013

¿EL OCASO DE LAS MULAS?


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Leonardo Padura Fuentes



               Productos industriales en la mirilla.

Una pantalla de televisión muestra por el canal de circuito cerrado de la terminal 3 aeropuerto internacional José Martí de La Habana una escena paradisíaca de algún remanso de la isla, acompañada por un cartel que advierte: “La primera imagen de Cuba”. Pero lo cierto es que para poder ver si quiera el exterior siempre en tinieblas (si es de noche, por supuesto) y caluroso (sobre todo en verano) de la terminal aérea, el recién llegado debe atravesar tres férreos controles (migratorio el primero, aduanales los otros dos) que no resultan precisamente edénicos, y que sirven para advertirle al visitante recién llegado y para recordarle al que regresa a su país de nacimiento (y a veces hasta de residencia) que ha arribado a un sitio donde siempre debe responder preguntas, por más en regla que estén sus documentos y pertenencias: ¿de dónde viene?, ¿en qué vuelo? ¿dónde se va a alojar? ¿lo que trae en el bolso es un equipo de audio para automóvil? ¿cuántas maletas son suyas? ¿trae alimentos? ¿viaja en misión oficial? ¿ya hizo otra importación este año?... entre otras interrogaciones posibles.

De todas esas preguntas y de las respuestas que pueda dar el viajero, depende (sumado al trámite del escaneo de las maletas antes de ser puestas en las cintas de recogida) el tiempo que transcurrirá entre el aterrizaje y esa primera visión del mundo exterior cubano, con sus oscuridades, calores y abarrotamientos. Cualquier cubano (residente o no) que haya pasado por un aeropuerto patrio tiene una historia que contar sobre su tránsito por ese túnel de preguntas y controles. La historia de algunos incluye el tiempo (tres, cinco, siete horas) que le llevó atravesarlo, digamos, porque un e-book (lector de textos) pudo ser considerado una laptop, en los tiempos no lejanos en que no se podían entrar impunemente esos objetos a la isla o porque determinado objeto incluido en el equipaje parecía un chorizo, el más peligroso de los productos que los cubanos insisten en traer a casa, a juzgar por la fijación que sobre él existe…

¿Cómo es posible –me pregunto y nos preguntamos miles de cubanos afortunados que hemos vivido esa experiencia de pasar bajo el lema de “La primera imagen de Cuba”- que existiendo esos férreos controles y tan gravosas regulaciones aduanales pueda haber personas que se dediquen profesionalmente a importar, en condición de viajeros, productos industriales por los aeropuertos cubanos? ¿Cómo puede ser rentable el negocio de la venta de ropas, zapatos y otros artefactos diversos (plomería, electricidad, etc.) haya florecido hasta el punto de que se ha tenido que decretar su ilegalidad en los puntos de venta de los cuentapropistas amparados en ciertas licencias pues esos importadores y vendedores le hacen la competencia al mismísimo Estado?

Como bien se sabe, todo cubano residente en el exterior debe pagar en divisas el precio de sus importaciones que no sean estimadas como objetos de uso personal o sobrepasen los 30 kilogramos libres de impuestos. Como también sabemos los que vivimos en la isla y viajamos al exterior, solo una vez al año el residente cubano tiene derecho a importar productos que no sean de uso personal y pagar en pesos cubanos, pues en las siguientes ocasiones debe hacerlo en moneda fuerte y al final pagar casi el doble del valor del producto importado.

Esa regulación aduanal, creada con el fin específico de evitar o desestimular la entrada al país de mercancías que luego serían vendidas en los negocios de los cuentapropistas, al parecer (es mi experiencia personal) solo afectó de modo patente a los cubanos que viajamos con cierta regularidad, los que no nos dedicamos a esos negocios y debemos tener cuidado con el peso de nuestros equipajes, aunque lo importado sean libros (para trabajar o simplemente leer…). Y digo al parecer porque la nueva disposición gubernamental anunciada a principios del mes de octubre prohíbe, de modo terminante, la venta de productos textiles o industriales importados que hoy son vendidos en centenares de puestos, tendederas, ferreterías improvisadas o hasta “atelieres” exclusivos de cuentapropistas. Es decir: se arranca la fruta porque el árbol que las produce siguió creciendo y pariendo a pesar de las restricciones aduanales que debieron secarlo en su raíz… Y vuelvo a preguntarme: pagando las tarifas existentes para la importación de esos productos, más el propio precio de los productos, los billetes aéreos, los impuestos cubanos y todo lo demás, ¿seguía siendo rentable el negocio de las llamadas “mulas” y sus receptores como para que llegara a ser ventajoso, incluso competitivo respecto a todo un Estado centralizado como el cubano?

El problema de esa competencia seguramente será resuelto, al menos del modo visible y extendido que existe hoy. El peso de la ley cerrará las puertas de los puntos de venta establecidos (pues ya han cerrado algunos). Pero la solución siempre genera un nuevo problema -como bien sabemos los cubanos, y mucho más, en un caso como este, los cubanos que no viajan-, que en este caso afectará al ciudadano que por diversas razones prefería acudir a estos negocios privados antes que a las tiendas recaudadoras de divisa del Estado. El gran perdedor en este juego comercial va a ser, entonces, ese cubano de a pie que encontraba en los distintos puntos de venta desde la ropa de moda hasta la sifa del lavamanos que no aparecen en las shopings, o que optaba por comprársela al cuentapropista porque le daba mejor precio y calidad. O perderá, al menos, la posibilidad de escoger con libertad, cuando los implicados en todos los puntos de esta cadena encuentren la alternativa para sostener su negocio, tal vez con más riesgos, pero con iguales o mayores beneficios: el mercado negro. Esa alternativa para solucionar un problema también la conocemos la inmensa mayoría de los cubanos, los que viajan y los que no…

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