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domingo, 13 de octubre de 2013

Es el momento de repensar 1789

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La próxima lucha, social y política, será entre clases medias y una oligarquía minoritaria de gentes muy ricas

La lucha de clases ha desplazado su centro de gravedad. Ya no hay lucha de clases entre burguesía y proletariado. No. Hemos retornado a 1789, a las condiciones objetivas que se dieron en Francia en los meses de mayo y junio de 1789. La próxima lucha, social y política, será entre clases medias y una oligarquía minoritaria de gentes muy ricas. Y esa revolución será necesaria en la medida en que los gobiernos se alejen cada vez más de sus representados.

Por Javier del Arco (*).




Concentración del grupo Ocupa Wal Sreet el 15 de noviembre de 2011. Foto: David Shankbone.

Una frase de Warren Edward Buffett – ciudadano con una fortuna personal estimada en 58 mil millones de dólares de manera que Forbes lo designó como la persona más rica del mundo a partir del 11 de febrero de 2008- refleja la realidad de Occidente, de Europa y de España: “Por supuesto que hay lucha de clases y los ricos estamos ganando”. Por otra parte, el ministro Ruiz-Gallardón no tiene empacho en decir que “gobernar es repartir dolor”.

El anti-diario de Zygmunt Bauman

En la obra titulada “Esto no es un diario”, Bauman refleja sus reflexiones desde septiembre de 2010 hasta marzo de 2011.

Miguel de las Heras, director de “Intelecta”, desarrollaba en octubre de 2012 unas interesantes reflexiones sobre la mencionada obra de Bauman que nos pueden servir de frontispicio para nuestros primeros análisis. De las Heras remarcaba la existencia de algunas frases en las primeras páginas del libro que sintetizan grandes ideas que determinan la sociedad de nuestro tiempo

Sobre los límites epistemológicos: “Las cosas fluyen demasiado deprisa como para que propicien esperanza alguna de darles alcance”.

Sobre el nihilismo atrágico de nuestro tiempo: “Nuestra época destaca por pulverizar todo, aunque nada tan a fondo como la imagen del mundo…” aunque una cierta suerte de horror vacui queda reflejado en “la lucha desesperada por encontrar tierra firme bajo los pies”.

Sobre el determinismo social, derivado del perverso darwinismo social (quien le iba a decir al buen Darwin que sociólogos, economistas y políticos utilizaría su obra con fines sutilmente criminales), que impregna la doctrina económico-social del neoliberalismo: “responder con un rotundo y acérrimo “No hay alternativa” a las quejas y las protestas de sus súbditos que no ciudadanos (porque la ciudadanía se diluye en el líquido pestilente que caracteriza a la nueva sociedad) , cada vez más confundidos y asustados; eso, claro está, si se dignaban en responder en vez de devolver al remitente las peticiones de ayuda “Ayúdenme”, “Hagan algo” con un aviso de “Dirección errónea” o “Destinatario desconocido” estampado en el sobre…

Sobre el oportunismo y la demagogia política a la hora de (re)crear comunidades imaginarias creando “otra atracción que tenga iguales probabilidades de atraer miradas antes de que estas se dirijan hacia lo que de verdad importa: hacia aquellas cosas sobre las que los gobernantes no pueden ni quieren hacer nada verdaderamente importante” o “araron y fertilizaron el terreno para las posteriores cosechas fundamentalistas y tribales… La tierra así labrada y preparada es una tentación para conquistadores aventureros a los que pocos políticos aspirantes al poder serán capaces de resistirse”

Como dice De las Heras, suena todo peligrosamente familiar…



Warren Buffet. Foto: Mark Hirschey
 
Los efectos visibles

El turbo-capitalismo ha provocado burbujas, primero en los Estados Unidos y en Europa y ahora también en países emergentes como Brasil, que arde socialmente por los cuatro costados. Cuando estas burbujas estallaron, los gobiernos salvaron a los bancos con los impuestos de las clases medias.

Los recortes, las políticas de austeridad, esa montaña de eufemismos para nombrar políticas que despojan a las clases medias, aumentan la brecha de la desigualdad social: poco queda ya de aquel sueño de la igualdad de oportunidades, y hoy los muy ricos ostentan su influencia con desfachatez.

Acumulan el crédito que les sirven barato sin el mínimo efecto-goteo. Así es que funciona la economía de casino: la banca siempre gana. Los recortes no son necesidades presupuestarias, sino una cruda guerra ideológica. Los ricos supieron mucho antes que las clases medias que la guerra de clases nunca se interrumpió, pero sí que su epicentro se había desplazado.

Ciertamente, la lucha de clases ha desplazado su centro de gravedad. Ya no hay lucha de clases entre burguesía y proletariado. No. Hemos retornado a 1789, a las condiciones objetivas que se dieron en Francia en los meses de mayo y junio de 1789. La próxima lucha, social y política, será entre clases medias y una oligarquía minoritaria de gentes muy ricas. Y esa revolución será necesaria en la medida en que los gobiernos se alejen cada vez más de sus representados.

La crisis ha evidenciado que “la jerarquía de clases es la columna vertebral del capitalismo”. No parece viable, como se pensó en Europa en las décadas de los sesenta, setenta, ochenta e incluso noventa, un capitalismo popular. La mejor muestra la tenemos en el país arquetípico del capitalismo: Estados Unidos.

Allí, el 5% más rico acumula los mismos ingresos que el 80% más pobre. Y, aunque es cierto que la desigualdad entre países ha disminuido en los últimos años, paralelamente aumenta la desigualdad dentro de los propios países, tanto en los países más ricos como en las emergentes.

Surge así un cuarto mundo de pobreza en el seno de una opulencia de menor extensión y volumen pero con mayor peso, esto es mucho más concentrada. Las burbujas fueron alentadas por empresarios, banqueros y políticos que se rindieron al crédito cuando la pérdida salarial de las clases medias comenzó a frenar la rueda del consumo. “El precio de la fugaz orgía del ‘disfrútelo ahora, páguelo después’ se cobra en forma de vidas rotas, malgastadas y perdidas”. Daños colaterales; individuos prescindibles. Desahuciados, desplazados, marginales.

Modernidad líquida y sociedad de consumidores

En la modernidad líquida, la sociedad de productores dio paso a la sociedad de consumidores, y no hay ya ni la vieja conciencia de clase ni tampoco el tan pregonado espacio para la solidaridad.

El individuo debe resolverse solo las necesidades que antes le cubría el Estado, y antes de él, la comunidad. La incertidumbre se cierne sobre los seres humanos en este ‘período de interregno’ en que lo viejo no sirve ya, pero lo nuevo no termina de nacer: agonizan los Estados-nación, pero aún no se ha configurado una nueva comunidad global.

En la sociedad de consumidores, sólo nuestra capacidad de consumo nos salva de ser completamente desechables. El capitalismo lo ha transformado todo en mercancía: los trabajadores, la educación y hasta la moral.

En la modernidad líquida, el olvido se impone con rapidez y en ella no se comprende: se obedece. Nuestra modernidad impone su orden y progreso, medido en un crecimiento que se calcula en aumento de la producción material, crecientemente fungible, y de los servicios más espurios (véase Euro Vegas como paradigma) y no de servicios como la salud, la cultura, el ocio sano, el deporte (no hablo de futbol, claro), etc.

Se nos insta a ser egoístas y materialistas: es esencial para que la economía funcione. El sistema genera desperdicio –la basura es un concepto eminentemente moderno: en las economías campesinas todo se reciclaba-, no sólo de carácter material, sino también y principalmente desperdicio humano. Seis millones de parados en España son buena prueba de ello y el gobierno, elegido por las clases medias, se limita a hablar de tímidos avances macroeconómicos aún por consolidar y disimula vergonzante el problema principal.

El necesario despertar colectivo

¿Qué hacer, entonces? Tal vez, dice Bauman, la pregunta sea más bien quién puede hacerlo. El sociólogo no se deja caer en el pesimismo por imperativo moral: “El derrotismo y la desesperanza, aun cuando estén lógicamente justificados, son moralmente incorrectos”, pues nos condenarían al inmovilismo.

Es momento, cree el autor, de asumir la falsedad del mito de que es posible un crecimiento ilimitado en un planeta de recursos finitos. Es momento de una ética de la responsabilidad incondicional que acabe con esta sensación de “responsabilidad de nadie” de que hablaba Hanna Arendt. Es momento de un despertar colectivo. Es el momento de repensar 1789.




* Javier del Arco Carabias, Biólogo y Filósofo, es profesor de Universidad. Este artículo se publicó originalmente en su blog Filosofía de la Ciencia y la Tecnología, que edita en Tendencias21.


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