Siempre he sentido pudor al hablar de mi aporte a la Campaña de Alfabetización, en la que no fui ni maestro voluntario ni brigadista, sino uno más entre los entonces llamados alfabetizadores populares: alfabeticé en mi barrio, cerca de mi casa y sin peligros adicionales. Miles de jóvenes —muchachos y, más de la mitad, muchachas, no solo de Cuba, pues no pocas personas vinieron de otros países para participar en aquella tarea—, lo hicieron en las montañas, lejos de sus familias respectivas. Convivieron con la población campesina en condiciones difíciles y en medios donde el peligro no era una metáfora: prueba rotunda e inolvidable de esa realidad son los mártires de aquella gesta de luz, librada cuando el pueblo cubano combatía contra bandidos alzados en varios sitios, y derrotó a la invasión mercenaria en las inmediaciones de Playa Girón.
Por otra parte, a mi pudor se ha sumado siempre el hecho de que, cuando tenía diez años y me sumé a la Campaña, sabía que estaba haciendo algo noble; pero, como tantos otros casos, no tenía conciencia de hasta dónde llegaba la dimensión histórica y humana de aquella obra. Pronto fue creciendo mi comprensión sobre lo extraordinaria que ella fue, y sigue siendo; pero eso no menguó mi certidumbre de que, individualmente, no había hecho nada relevante.
En estos días he estado escribiendo un artículo —calzado con testimonios que agradezco al compañero Armando Hart Dávalos y a las compañeras Asela de los Santos y Lidia Turner Martí, quienes respondieron con generoso entusiasmo a mi solicitud— para rendir tributo en la revista Bohemia a uno de los protagonistas de aquella Campaña, Raúl Ferrer, quien fue su vicecoordinador nacional; y me he mantenido al tanto de actos celebrados para recordarlo como él merece.
Uno de esos actos tuvo lugar recientemente en el Centro Cultural Dulce María Loynaz: en presencia de protagonistas de la Campaña se proyectó Maestra, un lúcido y conmovedor documental acerca de aquella hazaña colectiva realizado por la estadounidense —cubana de alma, se dijo allí— Catherine Murphy. El conversatorio motivado por el documental me animó a hacer algunos comentarios, que nunca había hecho, creo, ni siquiera en privado, por lo menos en su totalidad.
Era (es) ineludible, y tentador, insistir en los méritos de Raúl Ferrer, a quien tuve el regocijo de tratar, sobre todo en los Seminarios Juveniles de Estudios Martianos y en una velada del Centro de Estudios Martianos: una lectura de poemas dedicados desde el siglo XIX para acá a José Martí por autoras y autores de distintas nacionalidades y en cuya compilación, como en la mencionada lectura, tuvo la educadora Teddy Aguiar el apoyo de su entusiasta colega Ferrer, a quien ella acompañó en diversas tareas. En uno de aquellos Seminarios Juveniles le oí a él una aguda observación sobre un conocido poema de Martí, y algunos años después la aproveché y cité en una “Nota sencilla sobre ‘La rosa blanca’” que se publicó en Bohemia y hace poco recogí en mi libro Ensayos sencillos con José Martí.
Referirme a Raúl Ferrer, con la admiración que él merece, en el encuentro del Centro Loynaz, me motivó también para reclamar que la justa gratitud se extienda a todas las personas que participaron en la Campaña, y que, por ejemplo, la desmemoria no se ensañe en protagonistas como Mario Díaz, el coordinador nacional, quien hasta el final de sus días trabajó para la Revolución Cubana y hoy parece ser un gran olvidado.
También recordé otros asuntos. Uno de ellos fue que en la Campaña alfabeticé a un matrimonio humilde formado por una ama de casa y un campesino que había sido casquito. No era un asesino, ni lo caracterizaban malos sentimientos. En la rara simpatía que en su familia parece haber operado hacia el tirano Fulgencio Batista, se mezclaban tal vez muchas confusiones que venían dando vueltas desde aquellos años de alianza partidaria de la izquierda cubana —de voluntad marxista— con el gobernante a quien llegó a llamarse, no siempre con iguales intenciones y matices, El Hombre, y, sobre todo, los frutos aberrados y deformantes de la ignorancia, que tomaba cuerpo en el analfabetismo. No hay que remontarse a Sócrates para entender por qué el cantor Eduardo Saborit, al enaltecer la Alfabetización, afirmó que “hombre que sabe es más hombre y es más bueno”. Se sabe que la inteligencia y la información no son siempre ni necesariamente hermanas de la bondad; pero pueden fortalecerla, y poner por lo menos alguna contención a la maldad y a cuanto ella trae consigo.
Al excasquito aludido, como a todos sus compatriotas iletrados —contando quién sabe a cuántos más que también pertenecieron al ejército de la tiranía—, se le dio el derecho a alfabetizarse sin pedirle nada a cambio: solo que disfrutara lo que se le enseñaba y lo ayudaba a ser más útil, en primer lugar para sí mismo. Recuerdo que, en marcha aún la guerra de liberación, aquel hombre, que era entonces casquito, había sido hecho prisionero por el Ejército Rebelde, que lo liberó en plena guerra, pero ya próxima la victoria revolucionaria. Fueron a recibirlo los vecinos, entre ellos familiares míos que de distintos modos apoyaban a los Rebeldes: más de una vez algunos de esos combatientes se alimentaron en mi casa o guardaron en ella armas y víveres que luego se trasladarían al campamento correspondiente.
Si aquel vecino hubiera sido un criminal, no lo habrían liberado, o se habría quedado sin que el vecindario lo recibiera. En lo hondo, su caso fue expresión concreta de una de las grandes señales dadas por una Revolución que fue posible y triunfó en hombros de la unidad mayoritaria del pueblo para las grandes tareas y para el disfrute de la justicia social, sin atascarse en sectarismos frustrantes. Si alguno vino después, sería por la falibilidad humana, o por efectos de las contradicciones de una lucha que fuerzas externas agravaban con la violencia, o por torcimientos del camino, no por fidelidad a los principios fundadores. En cualquier caso, habría que estudiarlo, no solo para conocerlo en sí y en sus causas, sino para conjurarlo de raíz.
En 1961 no alcanzaba a percatarme de cuánto representaba que, entre las personas asignadas para enseñarles a leer y escribir, estuviera aquel excasquito, a quien seguíamos tratando en el barrio como al buen vecino que era, y muchos años después de la Alfabetización vi en el lecho pobrísimo donde no tardaría en llegarle la muerte. Estaba ciego, pero cuando supo que yo había ido a verlo, rompió a llorar por emoción y gratitud. Parecía un niño, no un anciano que se acababa.
Ese último detalle no lo conté en el Centro Loynaz, donde sí recordé la sorpresa que recibí cuando se me citó para otorgarme, como a tantas personas más que de distintos modos participaron en la Campaña, la Medalla Aniversario 40 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, la cual se sumaba a la Medalla de la Alfabetización, que ya teníamos. Me parecía un honor desmedido, que acabé comprendiendo como propio de una Revolución que situaba la salvación cultural de la patria a la altura de su salvación militar, no menos; de una Revolución en la que el azar y las circunstancias determinaron que la victoria de la Alfabetización contra la ignorancia, que mata a los pueblos, y la de Girón contra el imperialismo, que también los mata, se dieran en el mismo año.
Equiparación generosa esa, sin duda, pero sabia y ejemplar. Y no debe olvidarse, sino atenderse para todo cuanto se vincule con el cuidado —por todos los medios— de nuestra cultura, de los valores y logros que han mantenido viva a la Revolución. Por ellos, que tanta sangre y tanto sudor han costado, esta nación se convirtió de realidad neocolonial y proyecto prostibulario imperialista en una digna anomalía sistémica dentro de un mundo dominado por el capitalismo más sectario y violento, con sus expresiones neoliberales, globalizantes, economicistas, pragmáticas, y apoyado por oportunistas y vendidos que buscan su éxito individual, asociado al crecimiento de las desigualdades sociales.
Por muchas razones debe tenerse presente aquella Campaña, que no fue un hecho aislado, ni consecuencia del voluntarismo de nadie. Hubo en ella mucho de voluntad y de heroísmo, sí, como fruto de una Revolución hecha con los humildes y para los humildes. Y la Alfabetización aseguró el camino para una superación cultural masiva, socializada, no digamos gratuita, porque se alcanzó y se ha mantenido gracias al trabajo de la inmensa mayoría del pueblo, de mujeres y hombres que tienen el derecho a disfrutar las ventajas materiales y espirituales de que el país tenga una fuerza de trabajo capacitada a base del empeño colectivo.
Nada de eso debe olvidarse cuando para algunos —¿pocos, muchos?, no está en las cifras la cuestión principal, aunque ellas tienen una importancia innegable— la Revolución pudiera verse como cosa del pasado, mero tema para textos, si acaso. Las críticas necesarias para mantenerla viva, actuante y fértil —críticas que nadie debe sentirse con derecho a frenar, porque impedirlas o dificultarlas le haría daño a la propia Revolución, a la patria, al pueblo— no deben confundirse con la devaluación en bloque y aplastante de una obra colectiva digna y que merece continuar su marcha, perfeccionarse. Ella puso Cuba en el centro de la atención y el respeto del mundo, y, por supuesto, le ganó la rabia de enemigos que pueden cambiar de táctica para destruirla, pero no abandonarán las ganas de reducirla a polvo derrotado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por opinar