Desde hace unas cuantas décadas nos dijeron a los cubanos que debíamos tener mentalidad de productores y no de consumidores. Algún ideólogo casero, quizá lleno de fervor militante y deseando que nuestro país avanzara lo más rápidamente posible, desintegró el par dialéctico que integran producción y consumo y decidió quedarse únicamente con la producción. El consumo es imprescindible para todos, porque una cosa es el consumo y otra su deformación, su enfermedad, su vicio, o sea el “consumismo”.
El cubano no puede, no tiene oportunidad ser consumista: la oferta de nuestro modesto mercado no es tan variada, ni tan opulenta, ni tan abundante como para generar una clientela consumista. Pero, además, el consumismo tiene todo un aparato que lo acompaña: la publicidad, las rebajas, la competencia, las tarjetas de crédito, que le permiten a uno casi arruinarse sin notarlo.
En Cuba, a la inversa, hemos desarrollado una economía –permítanme el juego verbal– de “sinsumo”: el propósito es que uno consuma lo menos posible.
Nuestro comercio es un comercio sin estabilidad: es un comercio minorista estatal –acaso el único que exista en el mundo–, donde usted nunca puede estar seguro de encontrar lo que ha salido a buscar y necesita: uno sale a comprar calzoncillos y regresa a la casa con una llave inglesa. Uno casi nunca encuentra el producto que busca sino que otro producto lo encuentra a uno, y uno, si puede, acaba por comprarlo porque sabe que no lo habrá en las tiendas el día en que lo necesite.
Pudiera ser que el artículo que uno quiere comprar esté en el almacén de la tienda, pero el vendedor no irá a buscarlo para vendérselo: como afirma su vocabulario, esas tiendas estatales no tienen clientes, sino usuarios. Al margen de eso, el vendedor tiene “amigos”. Para recibir un buen trato lo más seguro es ser amigo del vendedor.
Me parece que todo ese caos, que siempre va en perjuicio del normal consumo del ciudadano, genera en el cubano más deseos consumistas que el propio capitalismo.
La cosa se complica mucho más si el “usuario” pretende adquirir un objeto de más valor: ponga usted, un refrigerador o un televisor, que solo comercializan las tiendas recaudadoras de divisas. Todos los precios de esas tiendas se triplicaron cuando se despenalizó la tenencia de dólares: el litro de aceite de soya, que un cubano paga a 2.40 cuc, se vende a 80 centavos en cualquier lugar del mundo. El ama de casa cubana se las agencia para conseguir el dinero, aunque no cobre en esa moneda, pero cuando necesita un refrigerador cuyo precio es 500 cuc, la cosa se pone muy seria.
Muchas de esas tiendas están vendiendo ahora en moneda nacional (cup), pero a la tasa de cambio existente ese refrigerador cuesta 12.500 pesos cubanos, que deben pagarse al contado: quien gane 500 pesos mensuales, tiene que destinar su salario íntegro durante 25 meses para acumular el dinero que paga el refrigerador. Eso significa una cosa: nadie que trabaje para el estado puede comprarlo, porque la tienda no da crédito.
O sea, ese mercado solo resulta accesible para quienes reciban dinero del extranjero o tengan negocios de cualquier tipo –legal o ilegal– que les permitan ese desembolso.
Nuestra dirección afirma: únicamente cuando aumente la producción, se podrán subir los salarios. Pero está teniendo en cuenta solo dos factores de un tríptico. El tercer factor es el mercado, que permite que los salarios se realicen.
Con cualquier aumento salarial que obtenga, el trabajador cubano sabe que ese mercado seguirá siendo inaccesible para él: el aumento que pueda obtener casi no va a cambiar su vida. El cambio vendrá de un negocio en el que se meta (legal o ilegal). Por eso que la producción aumente no le da frío ni calor, porque ello no va a significar casi nada para su vida cotidiana.
Yo pienso que la única solución es el reordenamiento de todo el comercio minorista cubano. Pero de eso valdría la pena hablar en otro artículo.
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