"La Colina, el Monte Sacro de San Lázaro y L".
La historia de la República romana comenzó con una huelga política –tal vez la primera en el mundo Mediterráneo– conocida como la secesión de los plebeyos al Monte Sacro. La plebe romana tenía sus propios comicios por tribus y había ganado espacios cívicos desde fines de la Monarquía etrusca, pero esta retirada al Monte Sacro era un movimiento radical.
La petición del plebeyado fue tener una especie de magistrado propio, electo por él en concilio y que respondiera de forma directa a sus mandantes. El resultado de esta resistencia plebeya fue el Tribunado de la Plebe, al que siglos después Juan Jacobo Rousseau definía como la magistratura que no podía hacer nada pero lo podía impedir todo.
El Monte Sacro es el símbolo romano del momento revolucionario por excelencia de la República: la creación del Tribunado, la magistratura sin facultades pero con derecho de veto, de auxilio a indefensos, de convocatoria popular, la magistratura abierta al pueblo e inviolable.
Los tribunos fueron tan importantes- recuérdese a Terentilio Arsa, los hermanos Graco o los Príncipes que quisieron ostentar también el título- que muchos altos patricios se convirtieron solemnemente en plebeyos para poder aspirar al Tribunado.
Mucho tiempo después, en la juventud de Simón Bolívar, el ideario republicano era más puro que en la actualidad. Para un hombre como Simón Rodríguez, la enseñanza patriótica al discípulo aventajado e intranquilo, no solo pasaba por asistir a la coronación como Emperador de Napoleón Bonaparte sino que incluía también el viaje y reconocimiento de las ruinas romanas.
Es común visitar el Coliseo, el Foro, el Panteón, las Termas de Caracalla, la Vía Apia, pero menos corriente es ascender al Monte Sacro. Allí fue Bolívar a jurar la independencia de América. No lo hizo donde levantó un báculo un Papa, ni donde se puso una corona un rey. Lo hizo donde los plebeyos resistieron hasta ganar el Tribunado de la Plebe, institución desaparecida de forma sospechosa de la ingeniería republicana, casi desde que la República se disolvió lentamente de emperador en emperador.
La Habana también tiene un Monte Sacro. Es célebre, mítico, legendario, histórico, por él revuelan los ángeles martirizados de la FEU y el Directorio. A él se asciende desde las cenizas de Mella, se llega a la urna de Poey, a la de Félix Varela.
“La Colina es el Monte Sacro de la juventud de ahora”. Foto: Christopher Baker.
Una virgen cuida a nuestro Monte, llamado La Colina por cariño estudiantil. Con los brazos abiertos espera el Alma Máter. Ella no quiere cobardes e hipócritas debajo de sus faldas porque ha tenido que ver morir a muchos de sus hijos. Los estudiantes, hombres y mujeres que suben La Colina, el Monte Sacro de San Lázaro y L, no pueden olvidar lo que juraron durante décadas los alumnos anteriores: ser dignos, cultos, no olvidarse del pueblo que mantiene sus estudios y luchar contra la mediocridad y la injusticia donde quiera que esté.
La Universidad de Mella es sagrada. La Colina de Fidel y la de José Antonio es sagrada. Cuando miro la calle Ronda desde el fondo del edificio de la Facultad de Derecho, todavía veo el cuerpo sin vida del mártir de la FEU, armado de granadas y de amor por Cuba.
La Colina es el Monte Sacro de la juventud de ahora. Bolívar revolotea a cada rato entre sus muros, Martí se asoma, Agramonte vigila desde su Plaza. En las madrugadas las alas del Búho de Minerva baten para despertar las almas adormecidas de los jóvenes sin honra, los que no se juegan nada, los que van a la Colina solo a encontrarse con Facebook.
Hay que amar en la Colina, abrazar sus muros, sus rincones, leer poemas en el escondite de los ilustres Cabezones, competir y gritar en el Estadio, subir la Escalinata al amanecer, hablar con el Alma Máter de todos nuestros pecados.
Todo es honorable en La Colina, el Monte Sacro de nosotros, los cubanos que creemos en la República, la Democracia y el Socialismo, que es lo mismo que decir, en la libertad, los derechos humanos y la dignidad humana.
La Colina es del pueblo, fue almena preciosa de los estudiantes que se jugaban la vida en los 50 y desde antes. Es el santuario de la cultura revolucionaria en Cuba. Debe ser tratada con respeto por maestros y alumnos. Los que prefieren el fraude y la vagancia, los que no quieren leer ni aprender, los que no quieren respirar aire denso de decencia, no vayan al Monte Sacro de las ceibas y los laureles.
La Colina no debe discriminar colores de piel, orientaciones sexuales, opiniones políticas, sino alentar discusión, debates, ciencia, investigación, respeto a la opinión ajena y a los que trabajan con sus manos.
Los profesores que han pasado su vida entregados al aula, al pizarrón, a la tiza y al jolgorio de los estudiantes, que han preferido enseñar y aprender de los nuevos rostros e inteligencias, que no han dejado de dar una clase y sin dinero se han sentido felices, son sagrados por eso y deben ser acunados por el Alma Máter.
En los jardines, leyendo en alta voz en los parques y portales, en clases al aire libre, en marchas, desfiles, recogidas de papas, donaciones de sangre, en madrugadas de guardia, yo juré muchas veces por los héroes que trajeron la Tanqueta, por el puñado de cenizas de mi padre, por la libertad de Cuba, que en mi Colina no sería indigno y que para mí ella siempre iba a ser el Monte Sacro.
En ese lugar sagrado enamoré a Ingrid tapizando las paredes de pasquines anónimos, allí me casé con ella en el Salón de los Mártires, allí despedí a mi papá, ayudado por miles de almas buenas, allí conocí la miseria humana y los amigos más sinceros, allí adoré a mis profesores de Derecho, supe a quién me quería parecer y a quién no y los respeté a todos como se respeta a la tierra.
No importa dónde estemos. Los que hemos trabajado en ese lugar sagrado, los que hemos respirado la belleza de sus aulas antiguas, nunca nos iremos del todo. Cuando no nos vean pregunten al Búho vigilante del Rectorado si no se siente un latido en la noche que jura respeto y amor por la Colina de la Universidad de La Habana.
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