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Por Amado del Pino
Por Amado del Pino
Las bibliotecas públicas me han dado -como diría el formidable poeta
Samuel Feijóo- “aguas de compañía” en estos años de andar por España. En
los últimos meses he adquirido la rutina de llegar, devolver los libros
leídos e ir en busca de los por leer. Pero este día de octubre sentí
ganas físicas de hacer lo de otros momentos: consultar revistas con
calma.
Los periódicos del día estaban en manos de ancianos madrugadores y me refugié en las páginas de El Cultural del periódico El Mundo. ¡Y ahí encontré el notición, la sorpresa, el motivo de orgullo! Herejes
–la novela de Leonardo Padura que acaba de publicar Tusquets y ha
tenido un intenso programa de presentaciones en varias ciudades
españolas– es de los diez libros más vendidos en todo el país.
De la pasión del lector cubano por la obra de este narrador podría
contar varias anécdotas. De las de dentro de Cuba hay una que siempre
evoco.
Leonardo -o Leo o Nardito, según lo cerca que uno esté de este hombre
laborioso que sigue viviendo en el habanero barrio de Mantilla- cumplía
cincuenta años y en la planta alta de la UNEAC se organizó una
“actividad”, si hablamos en jerga burocrática, o un “motivito”, si nos
atenemos a mis recuerdos del habla popular de cuando uno fue jovencito
en el pasado siglo.
El caso es que, además de croquetas, refresco y ron en cantidades no
navegables, se pusieron a disposición de los invitados varias cajas de
libros, por si alguien quería comprar. Los escritores amigos nos fijamos
poco en ese detalle. La mayoría teníamos ya los textos de Padura.
Cuando los ejemplares de las novelas regresaban al almacén se formó
una algarabía entusiasta en los pasillos de la casona del Vedado. Los
trabajadores de la recepción, de limpieza, los que sacan las cuentas,
los que cuidan de noche… hicieron poner las cajas en el piso y compraron
con ansiedad todos los libros que habían estado cerca de las manos
engrasadas y las copas en alto. Eso -que yo sepa- pasa en Cuba nada más
que con Padura.
Desde la otra nación, dispersa y melancólica, también llegan pruebas de fervor por este escritor.
Una amiga de la familia (habanera casada con un francés) aprendió
quién era Padura y su obra porque su marido y toda su familia son
contumaces lectores del autor de Viento de cuaresma. Otra “socia”
entrañable estuvo a punto de agotar su presupuesto de viajera en
funciones de trabajo al encontrarse -en el frío de Canadá- un librero al
que le quedaba un ejemplar de El hombre que amaba a los perros.
En una reciente y repleta presentación de Herejes en Madrid,
un hombre fuerte y apuesto de unos cuarenta años le decía a Padura:
“Fírmalo bonito, que mañana mismo la mando para La Habana”. Y me gustó
aquello. Lo más usual es mandar para Cuba café, champú, aceite de oliva,
una buena botella de vino y, por supuesto, el par de zapatos para los
“chamas” o la bata de casa elegante para la abuelita.
Este señor con manos de trabajar duro seguramente hace envíos
similares, pero esta vez se rascó el bolsillo para ofrecer otro tipo de
alimento, una historia que abriga si se asoma un frente frío por el
malecón, y que refresca con su encanto en nuestros mediodías tan
luminosos como agotadores.