A la Ciudad de La Habana, en su 498 aniversario
Si voy a hablar de La Habana, debo aclarar primero que mis juicios no serán muy objetivos. Otros ya la han descrito con sabiduría letrada, le han celebrado sus casi cinco siglos de historia y liderazgo en el Caribe, le compusieron canciones y poemas trascendentes, comentaron de su vida cultural resistiendo al avance implacable de la desidia, alabaron la arquitectura ecléctica, la opulencia de los parques de Miramar y Kholy, el desenfreno de sus fiestas, los grupos descamisados que debaten en las esquina cualquier asunto de actualidad, el museo rodante de los almendrones, el callejón de Hamel con la rumba y el filling.
Pragmáticamente, pudo ser cualquier otra la ciudad para definirme. El azar marcó mi nacimiento en Kasán, una provincia de la Rusia que antes fue la Unión Soviética y viví en Holguín hasta casi cumplir los cinco años, cuando mi madre y mi abuela aseguraron el progreso familiar avanzando hacia la capital. Con esa decisión, La Habana se volvió escenario de mi descubrimientos y, desde Miami, siento que puede ser también el altar de la añoranza.
Su historia reciente tiene que ver, más o menos, con lo que ha sido mi vida, una entre tantas iniciadas a mitad de los ochenta y tramada en un país al límite. A fin de cuentas, una ciudad no es solamente ese espacio ordenado por calles, monumentos y edificios. Una ciudad es también un alma inasible que arropa a la gente y les permite desperdigar recuerdos sobre las capas internas de sus paredes desvencijadas.
Los míos comienzan en el parquecito de la calle Reyes, en el barrio Luyanó, junto a la escuela con nombre de mártir donde estudié el nivel primario. El columpio, la canal y el tiovivo eran los únicos aparatos sobrevivientes al asedio de cientos de muchachos remontándolos día y noche, con las piernas magulladas por las caídas de los viajes en chivichana por la Loma del Burro, sin que los padres se enteraran. Como en casi todos los repartos habaneros, en el mío la gente te conocía y te cuidaba; los vecinos pasaban un plato de arroz con pollo acabadito de hacer por entre las persianas y los borrachos de turno asediaban con su grito maloliente a las jóvenes cuando se iban de fiesta.
Después está el Parque Maceo, a donde me lanzaba tras el timbre de la secundaria para chacharear un rato con las amigas y determinar qué cantante de pop lucía mejor. Junto a esa estatua del mártir, roída por el salitre del Malecón, alguna vez me dieron un beso, de esos primeros imperfectos e inolvidables. Por entonces, el mejor de los paseos consistía en caminar de la mano por el Malecón, entre 23 y la Punta, hasta escoger un espacio vacío para compartir la caída del sol con un cucurucho de maní comprado a un vendedor ambulante.
En la calle San Lázaro, también de Centro Habana, estaba mi edificio de siete pisos, despintado como todos, y con singulares personajes que nutrían las narraciones del escritor de la azotea, muy famoso en España, según se comentaba.
Alrededor del 2000, la Virgen del Camino se hizo mi paisaje anhelado cuando cada viernes me bajaba de la guagua Girón que regresaba de la beca. Por entre las circunferencias de flamboyanes florecidos alrededor del santuario que esculpió Rita Longa, confluían por cientos las personas que llegaban a comprar en la feria de cuentrapropistas o a conectarse con las rutas de transporte hacia las zonas periféricas del Cotorro, la Víbora, Regla y Guanabacoa. A mí me esperaba en un banco siempre el mismo muchacho de paciencia romántica, para llevarme en bicicleta por la Avenida del Puerto hasta muy cerca del Prado, donde quedaba mi casa. Pasábamos frente a la terminal La Coubre, atestada de personas que se anotan en listas con la esperanza de viajar lo más pronto posible hacia alguna provincia; por la Alameda de Paula donde siglos atrás transitaban muchachas casaderas; por la Lonja del Comercio, el Convento San Francisco de Asís y la Plaza de Armas.
La universidad y su desenfreno me trasladaron hacia el Vedado, la zona más cosmopolita y democrática de la ciudad. Bajo los árboles de la calle G sofoqué el calor de los debates en la Facultad de Periodismo, el Coppelia alcanzó para adormecer el hambre, el Festival de Cine abarrotando la Rampa me hizo escaparme varias veces del aula. Con las descargas de trovadores en la ruleta del parque H y 21 aprendí a trasnochar, las salitas de Línea renovaron mi pasión por el teatro y, en los bajos del Focsa, sellé para siempre la más grande amistad.
La Habana que yo he vivido ocupa las mismas latitudes que la de Martí, Dulce María Loynaz, Alejo Carpentier y Bola de Nieve. Es esa de los monumentos de mármol y bronce, la del Cristo de Casablanca y la mayor fortaleza construida en América por la colonia española. También, es aquella de los bailes semanales en La Tropical, la de la Ceiba que rozan sus habitantes cada 16 de noviembre a ver si se les cumple un deseo, la de los frikis levantando el puño con un concert de black metal, la que luce un Malecón como sofá amontonado, la de las procesiones de la Virgen de Regla y los plantes abacuá en solares yermos de Guanabacoa y Marianao. La ciudad que, casi con cinco siglos, se resiste a extraviar la belleza.
Desde lejos, he comenzado a pensar que cualquier lugar también podría pertenecerme como siento que es mía La Habana. Sería solo cuestión de encontrar un espacio, hacerse de amigos, hallarle el gusto a un bar o a un parque, acumular objetos con valor sentimental, compartir el amor y hacerse de recuerdos en una nueva calle.
Aun así, pasando por 41 mi abuela sigue haciendo los frijoles negros más ricos del mundo y solo al doblar de 23 y 12 los rostros queridos mantienen su iridiscencia. La Habana es el misterio de las iniciaciones, el lugar donde conocí cómo luce la felicidad. Sin ella, falta siempre encontrarse ese Mar, un mar mirando a una ciudad de frente, testigo de amores, peleas y destierros. Un mar al cual contarle los pesares y gozos, como si fuese un amigo.
La Habana siempre de ida y vuelta
SANTIAGO DE CUBA. El avión se retrasó la penúltima vez que viajé a la Habana y llegué al barrio del amigo que me daría albergue a una hora avanzada de la noche. En algún lugar que no recuerdo agarré un taxi con dos tripulantes, -el chofer tenía un cuello de toro y el copiloto era una especie de fisiculturista- que hablaron todo el tiempo de apuestas de gallos y los escuche con tanta curiosidad que olvidé preguntar a tiempo por la dirección que llevaba, y cuando lo hice el fisiculturista me miró de arriba a abajo con cierta aprehensión y me dijo que se me había pasado hace un rato, y que mejor cogiera otra máquina de vuelta.
Me bajé en Tropicana, y no cogí otra máquina de vuelta ni un carajo por otros 20 pesos que es lo que cuesta de madrugada y comencé a caminar. Y a caminar. Y puse el reproductor del móvil. Y de pronto la avenida 41 que es grande y espaciosa, y no está mal iluminada, comenzó a crecer, y a crecer con Cerati, y luego con Spinetta, y luego con el son oscuro del Adalberto Álvarez de aquel Son 14 de los ochenta. Y fui levemente feliz y de alguna manera el propietario de todo lo que me rodeaba.
A la altura de una esquina donde había un teléfono pasó por la senda contraria un patrullero de policía y los tripulantes me miraron, y casi los saludo, y el patrullero pasó, y yo me saqué la billetera del bolsillo. El patrullero rechinó las ruedas a mis espaldas y cuando me bloqueó el paso espectacularmente ya yo los esperaba con mi carnet en la mano y los audífonos quitados. Uno de ellos, más joven que yo, puso una bota lustrada en el asfalto, se bajó, se acomodó el cinturón, y se me acercó. Que para dónde iba y qué llevaba en el maletín, le dije que estaba medio perdido y que en el maletín había dos aguacates y un par de botas. El policía se extrañó, miró a su compañero. Se inclinó, metió la mano y en efecto, adentro había dos aguacates con un par de botas. Se incorporó, le hizo un tacto a la mochila que yo llevaba a la espalda, y a la otra que llevaba colgando al pecho y me dijo que qué llevaba ahí, le dije que una computadora porque era periodista. Me pidió el carnet y leyéndolo me preguntó que si yo era de Santiago, le dije que sí, lo llevó a su compañero, que lo examinó en la oscuridad sin prender la luz de la cabina y lo devolvió, el agente se me acercó nuevamente y me lo entregó. Entonces, mientras le daba la vuelta al auto, le pregunté dónde estaba la dirección que yo buscaba. Balbució algo que ya yo sabía. Y se alejaron. Cerré el zíper, dejé la avenida y me interné en una selva oscura y erótica, de casas bajas, gatos, maricas y putas sobremaquilladas que me observaban pasar babeando, trepadas en los árboles y en el tendido eléctrico. Más adelante, barrio adentro, otro patrullero se atravesó espectacularmente.
El socio mío salió a buscarme un rato después porque yo no daba con la dirección. Los aguacates eran para su mamá, las botas para otro socio que no tenía zapatos. La madre y mi amigo me observaron comer, y yo hice algunos comentarios sobre Oriente porque me preguntaron cómo estaba Oriente, y les dije que hacía unos meses, cuando tenía trabajo, me habían encargado hacer un reportaje sobre Servicios Comunales en Santiago, y que yo había salido para la calle para hacerlos trizas y caminé y caminé, y me di cuenta que todas las calles estaban limpias, y que eso –los miré sonriendo con la boca llena- me había decepcionado un poco.
Al otro día salí a lo que iba: dos horas de asesoría de guión. Luego recogí mis cosas y me fui para Villanueva, que es ahora la nueva terminal de lista de espera de Ómnibus. Estaba repleta. Solo para anotarme estuve una hora y media. Fui a la AHS a que me reintegraran el dinero del pasaje del mes pasado, y allí me dijeron que me habían conseguido un boleto en avión. Hice añicos el papelito de la lista de espera y esperé mi vuelo un par de días en los que visité a amigos que me habían tirado el salve en otras ocasiones y gasté 50 pesos, que era buena parte de lo que tenía. Entonces pasó aquél huracán justo el día en que me iba y cuando llegué al aeropuerto me dijeron que se había cancelado el vuelo por razones “de causa mayor”, y cuando sucede esto –causa mayor- no reponen el vuelo. Me dijeron que podría reembolsar pero mi pasaje era institucional, devolví el billete a la AHS y regresé a Villanueva, coloqué los bultos en el suelo menos la mochila de la computadora, me senté, me amarré el asa de la mochila grande en un tobillo por si me quedaba dormido y me puse a mirar a la gente. Entonces se me acercó un policía de allí vestido de civil. Me dijo que si no me acordaba de él y le dije que sí, claro. Hicimos algunos comentarios amables y se alejó.
El mes anterior yo le había preguntado por qué me había pedido el carnet. Me dijo que lo hacía porque yo era sospechoso. Entonces las manos me habían comenzado a temblar, las miró y dijo: “¿ves?” Y me condujo. Yo andaba en camiseta porque hacia un perro calor y en aquella oficina estaba puesta la consola creo que a menos de 15 grados. Y yo temblaba de frío. Realmente tenía mucha curiosidad. Me preguntaron que quien yo era, saqué mi carnet de identidad y dije que periodista. Y me preguntaron que si podría probarlo. Entonces recordé que el día anterior había salido una entrevista a mi persona en el Granma. La saqué estrujada del fondo de la mochila y se las mostré. Vieron la foto, vieron mi rostro. Y después de hablar del concepto de represión y de fuerzas represivas, me dejaron ir.
Doce horas después amanecí acostado en un sillón y conversé con un hombre barbudo y sudado con rayas de sal en la camisa que iba para Bayamo. Me contó que la noche anterior un policía vestido de civil lo había levantado del sillón por dormir como yo había dormido, y se lo había llevado para una estación, y que lo sacaron al día siguiente y que en ese tiempo se le había pasado la lista de espera. Le pregunté que si se le había fresqueado al tipo, y me dijo secamente que no. Entonces suspiró y dijo: La Habana está mala.
Y nos pusimos a hablar de la basura que había por donde quiera, y le dije que Santiago estaba limpio, y él que Bayamo también. Y él asintió. Y yo le dije que era mejor vivir en un lugar limpio, e hice un énfasis para que la palabra limpio trascendiera, y que quizá por eso un socio mío de San Miguel del Padrón pensaba que se acercaba algo así como el fin de Cuba y había decidido irse. Luego me paré, me dolían los glúteos, desayuné un huevo hervido y me puse a caminar.
Un par de horas después, regresaba a bordo de una Yutong, y durante un rato, mirando la llanura de Matanzas y vacas flacas que pasaban, recordé la hermosa madrugada caminando por 41 con la Habana para mí, escuchando, como si de mí se tratara “yo seguí a la estrella más voraz/ nunca me llevó tan lejos/ para qué creer en el azar/ yo nací/ para esto/ yo nací para esto-o…” de Cerati.
¿Qué podemos festejar?
Por: Omar Pérez López
Ante un nuevo aniversario de la fundación de La Habana, mi pregunta: ¿es la capital representativa del resto de la república? ¿Son estos, sus habitantes, espejo de los demás habitantes de la isla? Durante varios siglos, y el XXI no es excepción, la isla ha estado signada por una división en Cuba A y Cuba B; una Cuba atlántica, europeísta y mimética, y otra, caribeña, provisional, casi de repuesto. La Habana, y tal vez Varadero, es el resumen de esa Cuba de primera, trampolín de aborígenes, recreo de visitantes.
El propio nombre de la ciudad es ambivalente. ¿Se trata de una variante hispana de un vocablo que designa –como en Le Havre- un puerto, un abra, o es una voz autóctona a la cual le sobran la H y el artículo? Entonces, habría que preguntar qué cosa es una abana; es una cuestión a la cual me temo seguiremos volviendo en los próximos 500 años.
Más sustancial aun es el asunto de que la propia ciudad esté dividida en A y B… y C y D y E; más allá del acicalado centro histórico, el frívolo downtown y otros oasis, quién que no esté obligado a hacerlo, sea residente o visitante, deseará compartir una experiencia en Párraga, Arrollo Naranjo o Guanabacoa? ¿Qué poeta se aventurará hoy por la Calzada de Jesús del Monte, como lo hizo Eliseo Diego, para intentar distinguir el polvo de la luz sobre todo si es de noche? ¿Cuántos habaneros hoy, por no hablar de extranjeros, conocen de Santiago de las Vegas otra cosa que no sea el aeropuerto? Será eso para muchos la “abana”, un aeropuerto extendido donde hasta los carnavales, protegidos por severas medidas de seguridad, circulan por pistas restringidas.
Como Eliseo, Virgilio, Lezama o Escardó, hablo de la ciudad donde nací como un poeta más; no lo hago como historiador, economista o político. Estos han traído ya bastante confusión a nuestras calles, mezclando las estrategias del futuro con las tácticas del pasado para lograr un presente desastroso. Un páramo perpetuamente maquillado donde mueren los árboles y proliferan los timbiriches; es más, donde mueren los árboles para que los timbiriches proliferen.
Abana, en tus próximos 500 años te espera sin dudas un milagro. Tú decidirás cuál: el milagro que hace brotar las cosas de la tierra o el que convierte las cosas de la tierra en plástico.
Fotos: Carlos Ernesto Escalona Martí (Kako)
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