Durante el año pasado, a la economía estadounidense le han sucedido dos cosas imposibles (o, al menos, se suponía que eran imposibles, según la ideología que impera en la mitad de nuestro espectro político). Primero, ¿se acuerdan de que, supuestamente, la reforma sanitaria iba a destruir una cantidad ingente de puestos de trabajo? Bueno, pues durante el primer año de plena aplicación de la Ley de Asistencia Sanitaria Asequible, el conjunto de la economía estadounidense sumó 3,3 millones de puestos de trabajo (el mayor aumento desde la década de 1990). Y segundo, medio millón de esos trabajos corresponden a California, que le ha arrebatado a Texas el primer puesto de la creación de empleo.
¿Han sido las políticas del presidente Obama la causa del crecimiento del empleo nacional? ¿Ha sido Jerry Brown —el gobernador de California, defensor de la reforma y recaudador de impuestos— el responsable de la prosperidad de su estado? No, y pocos progresistas dirían lo contrario. Lo que hemos visto tanto a escala nacional como estatal es, sobre todo, un proceso natural de recuperación, ahora que la economía por fin empieza a curarse de las burbujas inmobiliaria y de deuda que se formaron durante la era Bush.
Pero el reciente crecimiento del empleo tiene, no obstante, importantes repercusiones políticas; repercusiones tan incómodas para gran parte de la derecha que esta se encuentra sumida en un estado de negación desesperada y se dedica a afirmar que la recuperación es una especie de bulo. ¿Por qué no pueden afrontar las buenas noticias? La respuesta tiene, en realidad, tres dimensiones: el síndrome del trastorno de Obama, o STO; la reaganolatría; y el timo de la confianza.
No hay mucho que decir sobre el STO. A estas alturas, la derecha ya tiene la idea fija de que el presidente es malvado e incompetente, que todo lo que toque este demócrata ateo, keniano, marxista e islámico —pero sobre todo demócrata— tiene que salir desastrosamente mal. Cuando llegan buenas noticias sobre el presupuesto, la economía u Obamacare (que, por cierto, está logrando reducir rápidamente el número de personas sin seguro con un coste muy inferior al esperado), hay que negarlas.
En un sentido más profundo, la ideología conservadora moderna depende por completo de la idea de que los conservadores, y solo ellos, son los que poseen la clave secreta de la prosperidad. En consecuencia, solemos ver a los políticos de la derecha haciendo declaraciones como la siguiente, del senador Rand Paul: "¿Cuándo fue la última vez que en nuestro país se crearon millones de puestos de trabajo? Fue durante el mandato de Ronald Reagan".
En realidad, si por crear "millones de puestos de trabajo" entendemos dos millones o más en un año, esto ha ocurrido 13 veces desde que Reagan dejó la presidencia: ocho veces con Bill Clinton, dos con George W. Bush y tres veces, hasta ahora, con Barack Obama. Pero ¿qué más dan los números?
Aun así, ¿acaso los progresistas no tienen fantasías similares? Lo cierto es que no. La economía sumó 23 millones de puestos de trabajo con Clinton, frente a los 16 millones de Reagan, pero en la izquierda no hay nada comparable al culto por el Santísimo Ronald. Esto se debe a que los liberales no tienen necesidad de afirmar que sus políticas generarán un crecimiento espectacular. Lo único que tienen que reafirmar es la viabilidad: que es posible hacer cosas como, por ejemplo, garantizar la cobertura sanitaria a todo el mundo sin destruir la economía. Los conservadores, por otro lado, quieren paralizar esa clase de medidas y, en su lugar, rebajarles los impuestos a los ricos y recortar las ayudas a los menos afortunados. Así que deben afirmar que las políticas progresistas destruyen empleo y, además, que portarse bien con los ricos es un elixir mágico.
Lo que nos lleva al último punto: el timo de la confianza.
La economía política se enfrenta continuamente al enigma de por qué los intereses corporativos se oponen tan a menudo a las políticas que combaten el paro. Después de todo, el hecho de impulsar la economía mediante unas políticas de expansión monetaria y fiscal es bueno tanto para los beneficios como para los sueldos, aunque muchos particulares y empresarios ricos exijan, en vez de eso, austeridad y restricciones del crédito.
Sin embargo, como muchos observadores han señalado, si las empresas admitiesen que las políticas gubernamentales pueden crear empleo, estarían restándole valor a uno de sus argumentos políticos preferidos: la afirmación de que, para alcanzar la prosperidad, los políticos deben salvaguardar la confianza en las empresas absteniéndose de criticar lo que hace la gente de negocios (entre otras cosas).
En el caso de las políticas económicas de Obama, este tipo de pensamiento conduce a lo que a mí me gusta llamar la teoría de la recuperación lenta basada en "¡Mamá! ¡Me está mirando con mala cara!". Con esto me refiero a la insistencia en que la recuperación no se ha visto entorpecida por factores objetivos como el recorte del gasto y el exceso de deuda, sino porque la élite empresarial se sintió herida cuando Obama dio a entender que algunos banqueros habían actuado mal y ciertos ejecutivos ganaban demasiado dinero. ¿Quién iba a imaginar que los magnates y los potentados eran unas almas tan sensibles? En cualquier caso, esa teoría no se sostiene frente a la realidad de que la recuperación por fin ha empezado a traducirse en creación de empleo, aun cuando esto debiera haber sucedido antes.
Así que, como he dicho al principio, el hecho de que ahora haya buenas noticias en el Estados Unidos demócrata —una importante creación de empleo tanto en el país como en los estados que no han acatado la ortodoxia liberalizadora de las rebajas de impuestos— es un gran problema para los conservadores. Jamás lo admitirían, pero los acontecimientos han demostrado que sus más preciadas creencias son falsas.
Paul Krugman es profesor de Economía en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía en 2008
© The New York Times Company, 2015.
Traducción de News Clips.