Maria Montero Agosto 30, 2014 - 11:36 am
Tomás Sánchez conoce más nombres de plantas que de artistas, pero si fuera al contrario, a las plantas no les importaría. Mientras él reinventa la botánica en su estudio de Escazú, la galería Marlborough, en Nueva York, incrementa su catálogo en el mundo entero
Fotografías: Gloriana Jiménez
Cuando Tomás no anda sucio, por lo menos anda manchado, y en ambas circunstancias la sensación es de alivio. Lo cuenta él mismo, pero no como quien ofrece una explicación o una disculpa, sino como quien dicta evidencia judicial: “Vivo metido en la pintura, en la meditación o en el jardín. Siempre ando embarrado de tierra o de pintura”.
Cualquier intento biográfico podría extinguirse en esas dos frases, que marcan el perímetro exacto de la vida de Tomás Sánchez Requeiro: trabajo, meditación y clorofila. Sin embargo, Tomás, además de pintor, es un gran conversador, un narrador de fondo al que ni 40 años de yoga han podido silenciar. Sus cuadros también son así, conversadores. Cada centímetro trazado tiene millones de moléculas de información y, en lo que parecen las visiones tropicales del silencio, hay siempre un murmullo subterráneo.
En la casa de Tomás hay dos salas de meditación, aunque en esa casa uno podría meditar hasta en el baño de visitas, considerando que ese recinto es el lugar de meditación por excelencia. La casa es enorme y silenciosa de por sí. Sin embargo, el ruido que intentan aplacar esos espacios es de otra naturaleza: es el escándalo interior. Para Tomás, la pintura y el yoga son ejercicios indisolubles desde hace muchísimos años (en Cuba, en los años ‘80, llegó a meditar hasta 6 horas diarias) y prácticamente toda la casa y toda la propiedad –una hectárea y media en las montañas de Escazú– están dedicadas a ambos fines.
Hay senderos, estanques, fuentes, plazoletas. No hay un rincón sin flores o plantas: vencedores, abrecaminos, yagrumas… arbustos que probablemente tienen una denominación local pero que Tomás insiste en traducir al cubano.
“Lo que hay sobre las aguas no son lirios, es malangueta”, aclara.
Sembrados en el terreno, también hay un estudio para cada técnica –óleo, dibujo, grabado, acrílico– y cada construcción tiene algo especial, desde el rumor del río Catalina, agónico en verano, hasta la vista clavada en los cerros.
“El otro día me senté y en cinco minutos conté ocho cantos de pájaros distintos”, dice, mientras describe a los visitantes más regulares que atiende: mapaches, perezosos, tepezcuintles. A veces, coyotes. “Al estanque se echaron 39 kois y al año ya había más de 1000. Una vez se murieron en masa porque el agua se contaminó con un zacate que traía pesticida y se salvaron solo 100. El poquito de agua que la lluvia arrastró, acabó. En el momento en que se vieron en agua limpia, empezaron a reproducirse frenéticamente. Hoy hay más de 2000”.
En algún lugar de la mañana, entre las 5:30 y las 9:30, Tomás hace yoga, se baña, medita, desayuna y se sienta a trabajar. Pinta todos los días: ese es su trabajo, aunque su compromiso con la galería neoyorquina Marlborough, que maneja su obra a nivel mundial, consiste en hacer una exposición cada vez que ambas partes lo decidan.
“Yo no soy un pintor paisajista”, aclara Tomás, mientras se acerca a uno de sus enormes lienzos. “Mis palmeras están basadas en la palma real cubana, pero no son palmas reales, son un híbrido. Mis paisajes son espacios mentales”.
Tomás pinta de memoria lugares que podrían existir, o que podría parecer que existen. Paisajes naturales, basureros, crucifixiones. En ellos, la quietud es tan grande que no hay ni siquiera aire. No hay ni un sonido. En los paisajes gigantescos, hay al menos un hombrecito meditabundo, algunas veces en mitad de la planicie, y otras, camuflado bajo árboles que dan más silencio que sombra.
La paradoja es que el peso de su firma es tan enorme como su falta de ambición, o lo que en algún lugar de esa palabra pueda asociarse a la codicia. El tipo de cosas que Tomás Sánchez ambiciona con urgencia se relacionan con entender cómo se refleja una nube al amanecer sobre una selva, suponiendo que entre ambos espacios –ambos ficticios– haya varios kilómetros de distancia. O con el clima, la falta de lluvia, cómo oxigenar las aguas del río. No es fácil.
Para decirlo sencillo, Tomás Sánchez está considerado el artista vivo más importante de Cuba y eso, en el mercado, cuenta con traducción simultánea. Su nombre es, además, una empresa: una organización de una decena de empleados, entre asistentes especializados, pintores, curadoras, guardas y cocineras.
Todas las piezas de Tomás son increíblemente laboriosas, sin importar el tamaño que tengan. No es su dedicación de ahora lo que las hace especiales, aunque prácticamente todo lo que está pintando en este momento tiene un común denominador emocional: Cuba. Tras 27 años de no exponer pintura en La Habana, inaugurará una exposición en el Museo de Bellas Artes de esa capital en abril próximo. Una muestra de todas sus temáticas que tampoco podría considerarse una retrospectiva y que, sin embargo, entraña una emoción que no vale la pena evadir. “Estoy haciendo cosas con tanto vigor que los falsificadores, que los hay por montones en Cuba, van a perder el ánimo”, dice.
La costumbre de andar chorreado le viene desde que era un niño y se pasaba las horas tirado en el piso o en el solar de su casa, en Cienfuegos, experimentando con ciertas fuerzas naturales. “Pasaba casi todo el tiempo pintando o construyendo embalses de agua. Hacía represas y barquitos de madera. Mi padre me gritaba que si yo era bobo, que me fuera a jugar con los demás niños”.
Los exabruptos pedagógicos del progenitor no desanimaron al joven Tomás, porque él era como los demás niños, pero los demás niños no eran como él. Su afán no era convertirse en pintor, porque ya lo era. Su afán era pintar. Según la versión materna, una de las primeras frases completas que Tomás articuló fue ‘quiero ser pintor’, lo cual –tratándose de un niño de dos años– ha de haber sido un gran susto. La confirmación llegó una tarde en que su madre se dispuso a hacer una siesta en el sofá de la sala. Cuando se despertó, Tomás había dibujado en el piso los símbolos de los cuatro equipos de beisbol de Cuba: un León (La Habana), un Tigre (Almendárez), un Alacrán (Marianao) y un Elefante (Cienfuegos). “Ella creyó que alguien había entrado a la casa y había hecho los dibujos, pero no, eso fue obra mía”.
Tomás se recuerda perdido en interminables contemplaciones infantiles, como hasta la fecha. “Yo estaba tirado en el patio y se venían los vientos. Las hojas se viraban y eran plateadas contra el cielo negro”.
Aunque los mapas digan lo contrario, la vida de Tomás Sánchez es una línea recta entre La Habana y San José, pasando por México y Miami. Todo empezó el 22 de mayo de 1948, en Aguada de Pasajeros, provincia de Cienfuegos, Cuba, cuando Tomás vino al mundo en calidad de primogénito de Catalina Requeiro Lorenzo y Tomás Sánchez Ramos, “dos padres maravillosos”. Creció en ese mismo pueblo, pero en otro mundo: el Central Azucarero Perseverancia. “Le decían El Coloso de las Villas. El pueblito no pasaba de 1000 personas y todas trabajaban allí”. Solo tuvo un hermano, Luis Jacinto.
Fue un niño enfermizo pero feliz; un jovencito gordo que tuvo que enfrentarse al bulling cuando el fenómeno ni siquiera tenía su debido anglicismo. “Cuando tenía 7 años, un día amanecí llorando y sin poder moverme porque me dolía todo el cuerpo. El médico de la capital diagnosticó poliartritis. Tenía todas las articulaciones inflamadas. Ese año perdí tercer grado, pero más tarde me nivelé, porque entré con 5 años a primer grado. La artritis se mejoró con un tratamiento de cortisona que me engordó muchísimo. Tenía 11 años. El abuso terminó cuando reté a uno de los muchachos y le di una mano de golpes.”
“Mi padre era un hombre muy inteligente, que estudió hasta sexto grado. El primer trabajo que hizo fue de carbonero en la Ciénaga de Zapata. Tocaba el tres, y mi madre consideró una gran ofensa que él le diera una serenata, así que le tiró una lata por la cabeza. Él tenía 15 años y mi madre 13. Se casaron en 1946, cuando tenía 20 mi mamá y 22 mi papá. Mi mamá tuvo que trabajar desde los 7 años, a la muerte de su padre. Trabajaba por un litro de leche al día que tenía que compartir con 8 hermanos, y su mamá lavando ropa para la calle. Fue hasta primer grado y tuvo que dejar la escuela, aunque después la retomó. Estudió de noche y terminó noveno grado. Leía muchísimo. Leía tanto que mis compañeros de estudios no podían creer que no tuviera estudios universitarios. Escribía poemas, más bien, décimas”.
En 1964, a los 16 años, Tomás entró a la famosa academia San Alejandro a estudiar arte. Era uno de los estudiantes más jóvenes, pero rápidamente empezó a cosechar premios escolares y adulaciones. “Realmente San Alejandro era una escuela en decadencia en aquel momento, así que yo encajaba maravillosamente, porque lo que yo quería era ser un pintor realista”.
En principio, le esperaban cuatro años de estudios. “El primer año fui el mejor expediente de la escuela, entonces me dieron una beca de estímulo: 50 pesos cubanos al mes. Con eso vivía una persona perfectamente. Con eso viví el segundo año, pero entonces empecé a tener problemas con la profesora de Historia del Arte. Me insultaba en clase, me dejaba en los cursos. Al tercer año, me citó a su oficina en la dirección de la escuela, porque ella era la directora de la escuela”.
Tomás recrea el diálogo con naturalidad:
–Usted sabe que usted tiene una beca de esta escuela y que vamos a retirarle la beca porque usted ha desaprobado Historia del Arte.
–Sí, yo sé.
–¿Y qué tiene que decir al respecto?
–Nada. No me importa.
-¿Cómo? ¿Y por qué no le importa?
–Porque yo ya tengo una beca para estudiar en la Escuela Nacional de Arte.
–¡Con Antonia Eiriz! ¡Ese monstruo!
–Sí, precisamente con ella. Acabo de leer un artículo en la revista Cuba sobre Antonia Eiriz y me encantaría ser su alumno.
“La vieja se quedó pasmada y yo me fui. Al otro día, a la mañana, tempranito, me fui a la Escuela y me encontré a una muchacha, que me dijo: ¡Corre, que hoy son las inscripciones porque los exámenes son mañana! Aprobé perfectamente los exámenes de color y dibujo, pero la entrevista política casi la repruebo. Me dijeron que me iban a aprobar pero que tenía que llenar grandes lagunas políticas”.
Su primer encuentro con Eiriz resultó inolvidable, no solo porque la maestra sorprendió a sus estudiantes revelándoles que era coja –y para probarlo les mostró la pierna afectada de poliomelitis– sino porque les pidió que dibujaran un paisaje libre. El reto parecía muy sencillo. Antonia fue precisa: “No voy a calificar realismo, solo quiero ver cómo ustedes componen”. Muchos de los alumnos venían de escuelas provinciales y otros directamente de la calle, así que Tomás, que en ese momento tenía 18 años, sólo pensaba en lucirse.
“Hice una vista aérea de un pueblo con una calle que bajaba y subía y el horizonte… me esmeré muchísimo, haciendo todos los detallitos esos... Y lo termino pensando: Ahora la profesora se va a volver loca conmigo al ver cuánto conocimiento traigo de San Alejandro. Y Antonia llega, se me para al lado, y dice: Eso es una porquería. Estás muy equivocado si piensas que el arte es representar cosas de forma realista. Yo había pintado un sol en el cielo, y Antonia agrega: Un círculo es una forma geométrica. Un rectángulo es otra forma geométrica y un círculo sobre un rectángulo es un hueco. Ese trabajo no vale nada desde el punto de vista plástico”. Lo primero que yo pensé fue: ¡Esta profesora me tiene un odio! A la semana, me di cuenta de que estaba frente a una de las personas más buenas que había conocido en mi vida. Me tomó un cariño tremendo. Me encantaba que ella fuera tan radical”.
Tomás vive en Costa Rica desde hace 15 años. Es un hombre muy sencillo y muy sonriente. Dulce, atento, con una determinación infalible e infantil, bienintencionada. Parece convencido de algo que uno ignora. Más que llevadero, es llevable, pero lo más impresionante consiste en que lo que Tomás es coincide con lo que Tomás dice que es. Y también su capacidad, siempre oportuna, de ponerlo todo en perspectiva: “Mi abuelo era jardinero en Cienfuegos. Cultivaba lo mismo rosas que lechugas. Para mí, siempre fue tan importante pintar o dibujar como estar en interacción con la Naturaleza. Soy un botánico frustrado. Yo por ejemplo sé más nombres de plantas que de artistas. Todos los nombres de artistas y de críticos se me olvidan”.