Por Ciro Bianchi Ross
A partir de 1933 el militarismo se convirtió en un factor de peso en la vida política cubana. Nunca había sido así con anterioridad, pese a que el Ejército desempeñó siempre un papel represivo y, como norma, ejerció la coacción y la violencia durante las campañas comiciales.
El coronel Fulgencio Batista, como jefe del Ejército, llenó de beneficios a la tropa. Otorgó un papel decisivo al cuadro de oficiales, instituyó un privilegiado sistema de salarios tanto para los oficiales como para los simples alistados, con asignaciones y sobresueldos. Incrementó a más de 14 000 el número de miembros de las Fuerzas Armadas, con lo que hubo un militar por cada 285 habitantes. Se creó, por otra parte, el cuerpo de la Policía Nacional. Se garantizó a los militares seguridad social, hospitales y clínicas especiales, balnearios, viviendas, cajas de auxilio. El campamento de Columbia se transformó en Ciudad Militar y se acometió la construcción de una red de cuarteles o se transformaron o modernizaron los existentes. Ya en 1936, las asignaciones otorgadas a la Secretaría de Defensa sobrepasaban el 25 por ciento del total del presupuesto de la nación. Había sido de un 14 por ciento en 1925. Con ascensos, traslados y licenciamientos controlados por Batista, el Ejército se convirtió en la fuerza más cohesionada en el escenario político cubano.
Había, por supuesto, oposición interna. En el Congreso incluso se creó el Bloque Democrático a raíz de la destitución del presidente Miguel Mariano Gómez. Pero Batista, dicen los investigadores, se enfrentaba a una situación internacional más compleja que la de la oposición interna. Repercutía en Cuba la lucha contra el fascismo y el nazismo, sus relaciones eran excelentes con Washington y el momento no era propicio para gobernar apoyado en un partido militar. Además, quería Batista proyectarse como estadista y todo esto lo hizo comprender que debía reorientar sus aspiraciones políticas. Fue así que en 1937 lanzó el llamado Plan Trienal, con una amplia gama de medidas encaminadas al mejoramiento de la población campesina. Lo elaboró con poca o ninguna intervención de las instituciones civiles del Estado, presidido entonces por Federico Laredo Brú. Ese Plan no duró mucho; fue abandonado en menos de un año. Aun así dejó algunas ganancias, como la Ley de Coordinación Azucarera y ciertas medidas ventajosas en educación, sanidad y beneficencia, impulsadas por el Consejo Corporativo.
El mensajero de la prosperidad
Las relaciones de Batista con los norteamericanos eran inmejorables en aquellos años. En 1938 fue invitado a Washington por el jefe del Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos. El presidente Roosevelt lo recibió en la Casa Blanca; asistió a la ceremonia por el Día de los Veteranos en el cementerio de Arlington y en la academia militar de West Point se le trató en consonancia con su alta jerarquía militar como jefe del Ejército cubano. En Nueva York el Alcalde lo atendió por todo lo alto.
Hizo contacto Batista en Estados Unidos con la banca y las grandes empresas, y firmó numerosos acuerdos que redundarían en el bienestar económico de la Isla. Regresó a Cuba, y sus seguidores le apodaron El Mensajero de la Prosperidad. Por esa misma época viajó a México con una invitación de Lázaro Cárdenas, quien quería, se decía, resquebrajar la alianza de Batista con los norteamericanos y sumarlo a su política antiyanqui. En ese país, donde se le exaltó como un líder continental, el militar cubano se comprometió, se dijo, con el presidente Cárdenas y con Lombardo Toledano, a legalizar en Cuba el Partido Comunista y facilitarle el control del movimiento sindical. Asimismo, autorizaría a esa organización política a fundar un periódico y una emisora radial. Con todo, el país no se estabilizó ni en lo político ni en lo económico, aunque se tomaron medidas para atenuar el descontento. Se autorizó la organización del Partido Unión Revolucionaria, copado y controlado ya por los comunistas. Se declaró una amplia amnistía política. Se concedió la autonomía universitaria. Se reorganizó la educación. Y se ensancharon las posibilidades de trabajo para el cubano, con la expulsión de jamaicanos y haitianos.
Constituyente primero, elecciones después
Quería la oposición más de lo que ha conseguido. Insistía en la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Batista también la quería, pero deseaba que primero se celebraran elecciones. Se ha empeñado el Coronel en llegar al poder por la vía electoral; reprimió por la fuerza a sus adversarios, pero reclamó una legitimidad política en las urnas. Quería la aprobación popular. La oposición no cedía. Sus adversarios reclamaban Constituyente primero y elecciones después, y lo consiguieron en las negociaciones que encabezó Laredo Brú, presidente de la República.
No todos los sectores estaban de acuerdo con que se promulgara una nueva Constitución. Mariano Aramburo, desde las páginas del Diario de la Marina, decía que los descalabros que conoció el país desde la instauración de la República no se debían tanto a la Constitución de 1901 como «a la falta de virtud y a la demasía de concupiscencia de nuestros gobernantes y caudillos políticos… Así, de abuso en abuso, en progresiva delincuencia, se llegó a los desenfrenos de los días de Machado».
Puntualiza Aramburo: «La insurrección que entonces se produjo no se inició contra la Constitución, sino contra la tiranía. No era aquella la causa de los desmanes que soliviantaron al pueblo. El esfuerzo cívico se encaminaba a deponer al dictador, y no más».
Sin embargo, proseguía Aramburo, intereses de partido tiñeron el movimiento insurgente de un radicalismo reformador y empezó a hablarse de cambio de régimen, concepto que la mayor parte de los sublevados asoció solo con la defenestración de Machado y no con un cambio constitucional. El resultado fue la convocatoria a una Asamblea de la que saldría «un producto híbrido, artero e inviable, origen de imponderables daños». Por eso, en opinión de Aramburo, «lo más prudente sería tomar por base la Constitución de 1901 e introducir en su texto aquellas reformas parciales que exijan las nuevas necesidades. Ello supone dejar intacta la dogmática de los derechos individuales, que en ese código aparecen definidos y regulados con acierto».
Triunfa la oposición
El 15 de noviembre de 1939 se celebraron las elecciones para la Asamblea Constituyente. Triunfaba la oposición. De 76 actas, 35 correspondían al Gobierno; 41 a sus contrarios. 73 hombres y tres mujeres. Ramón Grau San Martín, quien ha sido electo por las cinco provincias que lo nominaron, fue exaltado merecidamente a la Presidencia de la Asamblea, que inauguró sus sesiones el 7 de febrero de 1940, hace ahora 75 años
Ocho partidos políticos estaban representados en la Convención. El Auténtico, con 18 delegados, fue el de más nutrida presencia. Le siguieron los liberales, con 15 asientos, y los nacionalistas con nueve. Seis delegados conformaron la bancada comunista, mientras que Acción Republicana y el ABC se hicieron presentes con cuatro delgados cada uno. Tres fueron los conjuntistas, esto era, representantes del Conjunto Nacional Democrático, en tanto que el Partido Realista concurrió con un solo delegado, José Maceo González.
Por los auténticos, aparte de Grau, estuvieron, entre otros, Eduardo Chibás, Emilio «Millo» Ochoa, Miguel Suárez Fernández, Alicia Hernández de la Barca, María Esther Villoch, Eusebio Mujal y Carlos Prío, que despuntará como un político brillante por su hábil y acertada actuación.
Por los liberales asistieron José Manuel Cortina, Rafael Guas Inclán, Alfredo Hornedo, Emilio Núñez Portuondo, Orestes Ferrara… Los comunistas se hicieron representar por Juan Marinello, Blas Roca, Salvador García Agüero, Romárico Cordero, Esperanza Sánchez Mastrapa y César Vilar… Jorge Mañach, Francisco Ichaso y Joaquín Martínez Sáenz figuraron entre los abecedarios. Hubo también demócratas y republicanos, como Pelayo Cuervo y Santiago Rey. Gente de todas las tendencias políticas, animados en su labor por el criterio memorable de José Manuel Cortina en uno de los discursos de la sesión inaugural de la Asamblea. Dijo Cortina entonces: «¡Los Partidos fuera! ¡La Patria dentro!». Fue ese el espíritu que animó a los constituyentes.
El constituyente de mayor edad fue el abogado santiaguero Antonio Bravo Correoso, de la bancada Demócrata-Republicana. Correoso había sido delegado a la Convención Constituyente de 1901. Se opuso entonces a la Enmienda Platt, pero no se hizo presente en la Asamblea el día de la votación decisiva. El último sobreviviente de aquellos 76 delegados fue el holguinero «Millo» Ochoa. Con posterioridad a la Constituyente resultó electo senador. Estuvo entre los fundadores del Partido Ortodoxo, que llegaría a presidir. Fue detenido 32 veces a lo largo de su vida política. Salió de Cuba en 1960. Murió en 2007 al filo de los cien años, en Miami, donde se ganó la vida como taxista y mensajero.
Habría de todo en aquella asamblea que dotó al país de la Constitución de 1940. Oratoria brillante, retórica, acerados duelos verbales, anécdotas de todo tipo, fallecimientos, renuncias y, por no dejar de haber, hubo asimismo pérdida de tiempo en discusiones inútiles acerca del reglamento. Y hasta un atentado que puso a Ferrara al borde de la muerte, recuerda, en sus Crónicas de la República, la profesora Uva de Aragón, de quien el escribidor toma, de manera casi textual, referencias para esta página.
El pacto Batista-Menocal
Preocupaba a algunos sectores de la opinión pública la extensión desmedida del texto constitucional que se elaboraba. De nuevo salía Mariano Aramburo a la palestra: «Parece mentira que se pierda de vista el carácter fundamental de la Constitución, que no debe descender a detalles y minucias, que debe limitarse a exponer con rígida sobriedad, así en la parte dogmática como en la orgánica, los principios superiormente normativos que han de informar la vida del Estado en el ejercicio de sus poderes y en sus relaciones con los demás sujetos de derecho sin invadir el área de las leyes derivativas…».
Pronto sobrevendría la crisis. Grau, pese a su filiación con el movimiento revolucionario del 33, asumió desde el comienzo una posición firme para evitar las luchas internas. Pero el líder del autenticismo no dominaba la técnica parlamentaria y había constantes desórdenes que amenazaban con convertir la reunión en un caos. Por otra parte, Batista, deseoso de asegurarse la Presidencia en los siguientes comicios, ofreció a los menocalistas la vicepresidencia de la República, la alcaldía de La Habana, tres gobiernos provinciales y 12 senadurías. Los menocalistas pasaron a militar dentro de las filas del Gobierno porque, dijo el viejo Menocal a sus partidarios que juzgaban demasiado fuerte el brebaje pactista, «es hacerle un servicio a la República propiciarle a Batista una salida constitucional a fin de librar a Cuba del predominio militar que él personifica». No pudo el viejo caudillo, sin embargo, convencerlos a todos. Fue un golpe muy duro de asimilar para Miguel Coyula, otro de los delegados de la Convención. La fidelidad a su jefe y amigo chocaban con principios que lo obligaban a rechazar públicamente la alianza con un hombre que ya había anticipado su calaña. No encontró Coyula otra salida, una vez finalizada la Asamblea, que la de renunciar a los puestos superiores que ocupaba en las filas del menocalismo y retirarse de la vida política; todo menos enfrentarse a Menocal, cuyo duelo despediría poco después con la voz ahogada por la emoción. De cualquier manera, el pacto Batista-Menocal alteró la composición de la Asamblea. Perdía la oposición la mayoría, y Grau se veía forzado a renunciar a su presidencia. La ocupa entonces Carlos Márquez Sterling.
Con el pacto Batista-Menocal pierde la oposición la mayoría en la Asamblea Constituyente, y Ramón Grau San Martín renuncia a la presidencia del cónclave. Lo sustituye Carlos Márquez Sterling, un político de 42 años de edad, que ocupó ya la presidencia de la Cámara de Representantes. Es hábil en el manejo del debate parlamentario y sabe imprimirles a las jornadas el dinamismo que posibilita que la reunión llegue a feliz término en el plazo previsto. En efecto, el 8 de junio de 1940 se dan por concluidas las sesiones. Al día siguiente los constituyentes viajan a Guáimaro en un tren especial a fin de firmar la nueva Carta Magna en el mismo sitio donde se rubricó la primera Constitución de la República en Armas. El 18 de julio la Constitución de 1940 era promulgada solemnemente en una imponente ceremonia en la escalinata del Capitolio. Entraría en vigor el 10 de octubre de ese año, en ocasión del aniversario 72 del Grito de Yara.
«No es una obra perfecta, pero responde a un Estado de Derecho. Y es la primera vez que la voz del pueblo de Cuba se hace realidad tras un largo y duro batallar», aseveró Carlos Márquez Sterling. Diría Juan Marinello en 1977: «La Constitución en lo declarativo es la más avanzada del continente americano en aquel entonces. Hay que reconocerlo… Siempre he creído que la Constituyente del 40 es un hecho extraordinario, extraordinariamente importante». La elogia asimismo monseñor Manuel Arteaga, entonces vicario capitular de la Arquidiócesis de La Habana —tardaría todavía seis años en recibir el capelo cardenalicio. Le agrada la invocación del favor divino que hace el texto en su preámbulo, el respeto a la libertad de cultos, el derecho de la enseñanza religiosa que le reconoce a las escuelas privadas…
No todos los delegados comparten el mismo entusiasmo. Al liberal Orestes Ferrara, la Constituyente no le agradó y dice que la mayoría de sus miembros no estaban a la altura de su misión. «Los viejos políticos dominaban la Asamblea en privado, pero no en lo público. Para Cortina, Guas, Márquez Sterling, Casanova, Hornedo, Zaydín y otros, dotar al país de una Constitución era un trámite para establecer el orden y convivir en paz». Añade que los grupos dominantes, por su energía y audacia, fueron el comunista y el abecedario. Del primero, elogia a Marinello y Salvador García Agüero, pareciéndole «poco consistente» el resto de la bancada. Precisa: «Comunistas y abecedarios dictaron la Constitución, aunque José Manuel Cortina, viejo parlamentario, le puso sordina a las notas más discordantes». Ambos grupos, comenta Ferrara, tenían su programa y coincidían «en lo referente a poner en manos del Estado la totalidad de la vida privada y de la vida pública».
Decir sí o no
En 1978, Blas Roca, que fuera secretario general de la organización de los comunistas cubanos, decía al escribidor: «En la Constituyente logramos participar con seis delegados, una representación mínima en el grupo de 76 que formaba la Asamblea. Sin embargo, el Partido [Unión Revolucionaria] jugó allí un papel importante porque planteábamos un problema y obligábamos a votar. Había que decir sí o no a la jornada de ocho horas diarias y 44 a la semana; había que decir sí o no a una serie de medidas progresistas como el reparto de tierras a campesinos, el descanso retribuido, el derecho a la educación, la condena a la discriminación racial. Como los que estaban allí serían más tarde aspirantes a representantes y senadores tenían que pronunciarse a favor de esas medidas para no enajenarse el favor del electorado.
«Si esos temas no se ponían a votación, aquella gente habría hecho bellos discursos, hubiera hablado muy alto de la patria y sus héroes y no hubiera pasado nada más. Gracias a eso pudieron incluirse en la Constitución de 1940 algunos preceptos avanzados. Claro que después los burlaron; claro que después no hicieron nada por ponerlos en ejecución; claro que la eliminación del latifundio ni siquiera se intentó, pero por lo menos había allí un programa legal por qué luchar y que ejercía influencia en el país, incluso en los representantes de otros partidos».
Sobre el papel de los comunistas en la Asamblea Constituyente abundaba Marinello: «Nosotros logramos en materia de reforma agraria y educación una serie de… preceptos que son extraordinariamente buenos, pero siempre venía la coletilla: Este precepto regirá a través de la ley correspondiente…».
Los auténticos, por su parte, reclamarían como obra propia todo lo positivo de aquel proceso: «El pueblo cubano sí entendió la obra revolucionaria del Dr. Grau en 1933. Como fruto histórico de los trabajos de la Asamblea Constituyente que nació libre y soberana, sin enmiendas mediatizantes y que recogía en sus contextos todas las leyes sociales, económicas y políticas promulgadas por la Revolución auténtica», escribía en 1987 Miguel Hernández-Bauzá en su libro Grau San Martín, biografía de una emoción popular.
La revolución del 33 no se fue a bolina, como repiten algunos sin saber siquiera qué quiere decir exactamente esa palabra en el lenguaje de los papaloteros cubanos. La revolución del 33 tuvo su puerto, culminó en la Constitución del 40, que vino a reafirmar, como si no se supiera, que el país no podía gobernarse ya como antes de la caída de Machado. Se dice que las sesiones de la Asamblea, al transmitirse por radio, llevaron a algunos políticos a adoptar actitudes que pudieran granjearles el favor del electorado en los comicios generales subsiguientes. Pero no hay dudas de que esas transmisiones radiales, que fueron seguidas con pasión, hicieron que el pueblo se sintiera partícipe del proceso.
Ganancias de la Constitución
En lo político, la Constitución del 40 instauró el mandato presidencial de cuatro años, sin derecho a la reelección. Un Presidente debía esperar ocho años después de concluido su mandato para volver a aspirar al poder. En el Poder Legislativo dispuso la elección de nueve senadores por provincia y de un representante a la Cámara por cada 17 500 votantes. Sentó regulaciones para garantizar la autonomía absoluta del Poder Judicial.
En cuando a derechos individuales, estableció que todos los ciudadanos cubanos serían iguales ante la ley y consideró punibles las discriminaciones de cualquier tipo. Reconoció la libertad de movimiento, de reunión, de religión, de pensamiento y de expresión; el secreto de la correspondencia y la inviolabilidad del domicilio. Se podría entrar y salir libremente del país. Se suprimía la pena de muerte. Existiría el registro de presos, la presunción de la inocencia y el derecho de hábeas corpus, es decir, no se podía mantener detenido a un ciudadano sin presentarlo en el tiempo establecido ante el tribunal que lo instruiría de cargos. No habría expropiación de bienes, salvo por causa de utilidad pública y con previa compensación. Las leyes no tendrían efecto retroactivo.
En el orden laboral, la Constitución fijó la jornada de ocho horas diarias y de 44 horas semanales. El derecho a la sindicalización y al descanso retribuido. La protección de la mujer embarazada.
También garantizaba aquella Constitución el derecho a la resistencia a aquellas disposiciones que restringieran los derechos que se asentaban en la Carta Magna.
Se dice, en su contra, que es un documento excesivamente casuístico, que remitió buena parte de sus provisiones, como la proscripción del latifundio y la regulación de la banca, a la promulgación de leyes complementarias, con lo que en algunos aspectos fue más un programa que una ley fundamental.
Politólogos y estudiosos de todas las tendencias están de acuerdo en su importancia. Reconocen que «sin duda, la orientación que configuraba este pliego en materia de trabajo lo situaba como una de las Constituciones de mayor alcance y esto le confirió una amplia representación en todo el ámbito latinoamericano».
La Doctora Uva de Aragón, profesora de la Universidad Internacional de la Florida, escribe al respecto: «La Constitución de 1940 se instalaría en el imaginario nacional como la representación más viva de las aspiraciones ciudadanas de una República libre, soberana y justa».
El Doctor Armando Hart, por otra parte, la conceptúa «como antesala o en la antesala de la revolución socialista». A su juicio, hay tres o cuatro aspectos de la Constitución de 1940 que merecen destacarse. «El primero y más concreto es que… abolió el latifundio… y la abolición del latifundio es el elemento clave de la revolución socialista en Cuba». Otro aspecto que destaca el Doctor Hart es la definición de la propiedad en su función social que hizo aquel texto constitucional.
Expresa Hart asimismo: «Todos recordamos que la violación de la Constitución de 1940 originó la Revolución».
Fidel Castro, en La historia me absolverá alude a un humilde ciudadano que pocos días después del 10 de Marzo se presentó ante los tribunales para exigir la condena de Fulgencio Batista y sus cómplices en el golpe de Estado que derrocó al presidente Prío y dejó en suspenso la Constitución de 1940. No encontró entonces eco a su denuncia.
«Señores Magistrados: Yo soy aquel humilde ciudadano que un día se presentó inútilmente ante los tribunales para pedirles que castigaran a los ambiciosos que violaron las leyes e hicieron trizas nuestras instituciones, y ahora, cuando es a mí a quien se acusa de querer derrocar este régimen ilegal y restablecer la Constitución legítima de la República, se me tiene 76 días incomunicado en una celda, sin hablar con nadie ni ver siquiera a mi hijo, se me conduce por la ciudad entre dos ametralladoras de trípode, se me traslada a este hospital para juzgarme secretamente con toda severidad y un fiscal, con el Código en la mano, pide para mí 26 años de cárcel».
Dice más adelante: «Cuba está sufriendo un cruel e ignominioso despotismo, y vosotros no ignoráis que la resistencia frente al despotismo es legítima; este es un principio universalmente reconocido y nuestra Constitución de 1940 lo consagró expresamente en el párrafo segundo del artículo 40: Es legítima la resistencia adecuada para la protección de los derechos individuales».
Retoma el tema del derecho de resistencia consagrado en el articulado del cuerpo constitucional, y una vez más se convierte Fidel de acusado en acusador:
«El derecho de resistencia que establece el artículo 40 de esa Constitución está plenamente vigente. ¿Se aprobó para que funcionara mientras la República marchara normalmente? No… Traicionada la Constitución de la República y arrebatadas al pueblo todas sus prerrogativas, solo le quedaba ese derecho, que ninguna fuerza le puede quitar, el derecho de resistir a la opresión y a la injusticia. Si alguna duda queda, aquí está un artículo del Código de Defensa Social, que no debió olvidar el señor fiscal, el cual dice textualmente: “Las autoridades de nombramiento del Gobierno o por elección popular que no hubiesen resistido a la insurrección por todos los medios que estuviesen a su alcance, incurrirán en una sanción de interdicción especial de seis a diez años”. Era obligación de los magistrados de la República resistir el cuartelazo traidor del 10 de marzo. Se comprende perfectamente que cuando nadie ha cumplido con la ley, cuando nadie ha cumplido el deber, se envía a la cárcel a los únicos que han cumplido con la ley y el deber».
El asalto al cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953, fue entonces el más alto y digno gesto en defensa de la Constitución de 1940, pisoteada por el golpe de Estado de 1952.