TONI PRADAS
“¡Era un código que yo mismo había inventado! Pero no era capaz de leerlo”, confesó Ernő Rubik, creador del cubo que lleva su apellido. Es más, tardó más de un mes en resolver su propio puzzle.
Puede que sea mucho tiempo, si de sacarle chispas a un juguete se trata, pero en verdad son muchos los que todavía en 40 años no han logrado, tras horas y horas de intentos, llenar con un solo color cada una de las seis caras cuadradas.
El Cubo de Rubik, aunque parezca difícil de creer, ha cumplido recientemente sus primeras cuatro décadas de vida, chasqueando pulgares y bizqueando las córneas de aquellos que han sido seducidos por el placer del desafío geometral.
Mas no son pocos los que afortunadamente han logrado solucionar el misterio de enrocar los muchos cubitos que componen el trasto. De hecho, los más vivos hasta suelen fijar marcas mundiales al achicar los tiempos de correcto acomodo de las nueve pegatinas de cada cara, y adecuar con pureza las seis.
Pero en el lejano 1974, el entonces escultor, diseñador y profesor de arquitectura del Departamento de Diseño de Interiores en la Academia de Artes y Trabajos Manuales Aplicados, de Budapest, no lograba gobernar su obra. ¿Cómo convencer sobre su utilidad? El húngaro ni siquiera sabía si existiría un método para resolverlo.
Mucho se ha escrito de los móviles de la invención, de si el profesor construyó el prototipo con cubos de madera, cable y un par de clips con el fin de hacerse de una herramienta escolar para ayudar a sus estudiantes a entender objetos tridimensionales.
Tache eso: no fue así. Su propósito real fue resolver el problema estructural de mover las partes independientemente, sin que el mecanismo entero se desmoronara.
Cuando Rubik combinó su nuevo cubo e intentó regresarlo a la posición original, no tuvo idea de cómo hacerlo. Bufó, pero accidentalmente se dio cuenta de que había creado un acertijo mecánico. Más que inventarlo, ha dicho, lo “descubrió”.
“Cubo mágico” fue llamado. Luego fue licenciado en la entonces Hungría socialista, para ser vendido por Ideal Toy Corp.
Corría 1980 y la innovación ganó el premio alemán al más importante juego del año, en la categoría de mejor rompecabezas. A partir de ese momento su fama se tornó espumosa y quienes lograban armarlo en un santiamén, recibían lotes de admiración.
“Nudo gordiano” y “Oro inca” fueron títulos barajados, hasta que la compañía comercializadora finalmente decidió bautizarlo como “Cubo de Rubik” y en mayo de ese mismo año exportó desde Budapest la primera entrega de toda su producción.
La guerra de las patentes
Como cualquier gran resultado científico, el cubo se vio tironeado por la prelación de las patentes. Cuando el artilugio aún pasaba por el proceso de inscripción internacional de su propiedad intelectual a nombre de Rubik, un autodidacta ingeniero nipón, Terutoshi Ishigi, hizo su solicitud de patente por un cubo bastante parecido que generalmente es aceptado como una reinvención independiente. En esa época, mire usted, en Japón interesaba más que fuera una novedad local que una primicia mundial.
A Ernő se le subió lo que tiene de magiar y solicitó una segunda patente húngara en 1980. Con la yugular hinchada aún, no paró ahí y registró su autoría por doquier, hasta el punto de que en Estados Unidos se le dio un nuevo reconocimiento legal en 1983.
Por su parte, el químico norteamericano Larry Nichols había inventado en 1970 un rompecabezas de 2x2x2 cuadrados por cara, “con piezas que rotan en grupos”, y lo había patentado en Canadá y Estados Unidos.
Nichols, molesto, demandó a Ideal Toys en 1982 y esta perdió el pleito dos años después. Apeló, y en 1986 le fue reivindicada la paternidad al húngaro por el cubo de 3x3x3.
El de Nichols se sostiene usando imanes. El de Rubik, en cambio, posee un mecanismo de ejes que permite que cada cara gire independientemente, mezclando así los colores (tradicionalmente blanco, rojo, azul, naranja, verde y amarillo).
Este último consiste en 26 piezas o cubos pequeños que incluyen una extensión interna, oculta, para entrelazarse. Eso sí: las piezas centrales de cada una de las seis caras, todas fijadas al mecanismo principal, son simplemente un solo cuadrado.
De manera que en concreto son 21 piezas: una central consistente en tres ejes, y alrededor de 20 piezas de plástico que se pueden introducir en aquellos para lograr formar el juguete.
El algoritmo de Dios
Matemáticamente hablando, el objetivo del juego es poner un poco de orden en el caos, aunque en honor a la verdad el cubo es más hermoso en estado caótico. Para lograrlo se necesita un sistema de resolución, es decir, un algoritmo capaz de tomar un atajo entre las 43 trillones 252 mil 3 billones 274 mil 489 millones 856 mil permutaciones posibles.
Lo primero, desde luego, es el análisis de restricciones para determinar qué operadores se necesitan si se quiere resolver con gallardía el puzzle. Luego, una serie de instrucciones para determinar qué operador se precisa utilizar en cada momento. Esto es, dicho en cristiano, diseñar un algoritmo.
La mayoría de los algoritmos empleados para ordenar la caja multicolor son de tipo progresivo. Habitualmente se realiza por capas, tratando de que en cada fase no se rompa lo conseguido.
Un curioso tipo de algoritmo está basado en la teoría de grupos, es decir, en el estudio de las estructuras algebraicas. Estas estructuras constan de un conjunto con una operación que combina cualquier pareja de sus elementos para formar un tercero. Este método fue desarrollado por el teórico y profesor de matemáticas de la Universidad de Tennessee en Knoxville, el norteamericano Morwen Thistethwaite, y tiene el encanto de no parecer que se esté ordenando progresivamente.
Pero la rutina más eficaz es aquella que logre emplear el menor número de giros. Es lo que se denomina “algoritmo de Dios”.
Buscado como El Dorado, diversos estudios lograron ir bajando la cantidad de giros. El profesor de la London South Bank University y metagróbolo (estudioso de los puzzles), David Singmaster, junto con Alexander Frey (ambos coautores del Manual de matemáticas cúbicas), plantearon en 1982 la hipótesis de un algoritmo ideal “en los 20 más bajos”.
Daniel Kunkle y Gene Cooperman, del Colegio de Ciencias de la Computación de la Universidad del Nordeste en Boston, Massachussets, 25 años después, usaron una supercomputadora para demostrar que cualquier cubo de 3x3x3 podía ser resuelto en un máximo de 26 movimientos.
En 2008, Tomas Rokicki, programador en Palo Alto, California, bajó el tope a 25, 23 y, finalmente, 22 giros. Hasta que en julio de 2010, trabajando con Google, un grupo de investigadores entre los que se encontraba el propio Rokicki, demostró que el ansiado “número de Dios” era 20.
En sus marcas, listos…
Existen varios “locos” que son los Usain Bolt del speedcubing, la competición de domesticar la caja de Rubik en menos tiempo. Es el caso del holandés Mats Valk, que con los 5.55 segundos obtenidos en el Zonhoven Open 2013, ostenta la actual plusmarca.
Por su parte, el australiano Feliks Zemdegs cuenta con el segundo mejor tiempo (5.66 segundos), conseguido en el Australian Nationals 2012. Ambos registros están homologados por la World Cube Association (WCA).
Erizan la piel estos cronometrajes. El mejor logrado durante el primer torneo organizado por El libro de los récords Guinness, en 1981, el ganador Jury Froeschl, nacido en Munich, la ciudad sede del campeonato, obtuvo 38 segundos. Y eso que todos los cubos fueron girados 40 veces y lubricados con vaselina.
El primer torneo mundial internacional se realizó en Budapest el 5 de junio de 1982. Un estudiante vietnamita de Los Ángeles, Mihn Thai, dejó atontados a todos con su solución en 22.95 segundos.
Los campeonatos amparados por la WCA desafían la imaginación. Se compite, digamos, con ojos vendados (blinfolded), con una mano (one-handed), con los pies (with feet), por la menor cantidad de movimientos (fewest moves), y en otras categorías con variaciones de diseño, tamaño o forma geométrica del Cubo de Rubik.
Otras competiciones, aunque oficiales, no están reconocidas por los organismos reguladores, como es la participación de una persona con los ojos vendados mientras otra le dice qué giros hacer, o resolverlo bajo el agua, en una sola respiración. En 2012, el récord Guinness de un grupo resolviendo cubos al mismo tiempo fue impuesto por 134 estudiantes ingleses: 12 minutos.
Pero nada supera a Cubsestormer 3, un robot construido con piezas plásticas del juguete de armar LEGO por David Gilday y Mike Dobson, ingenieros de la firma de procesadores ARM. El robot utiliza como “cerebro” un teléfono móvil Galaxy S4 de Samsung. Resolver cubos es su única función y en marzo pasado ha batido el Guinness en solo 3.253 segundos.
Misterio y universalidad
El excontratista de la Agencia de Seguridad Nacional Edward J. Snowden, reclamado por el Gobierno norteamericano tras revelar información que certifica el espionaje electrónico de su país a decenas de líderes mundiales, tiene su historia mezclada con el cubo.
Snowden acordó con dos periodistas encontrarse en un restaurante de Hong Kong para entregarles los secretos de inteligencia. Le reconocerían por un Cubo de Rubik que tendría en sus manos.
Apto para intrigas, el rompecabezas se antoja cargado de secretos. Enigmático. Igualmente su creador, famoso por ser introvertido y su constante negativa a dar entrevistas o firmar autógrafos.
Y como el inventor no esconde sus recovecos tecnológicos y artísticos: Ernő nació en 1944 de un padre ingeniero, especializado en diseños aeronáuticos, y una madre licenciada en literatura.
El puzzle, así, no solo engatusa a matemáticos por su simplicidad y complejidad, sino también desafía a los artistas que han hecho de él desde tatuajes hasta una serie de televisión y trabajos literarios.
Incrustado ya en la cultura popular, el cubo se exhibe permanentemente en el Museo de Arte Moderno de Nueva York y viajará durante siete años por los museos de ciencia y de diseño del mundo. Asimismo, ha sido inspiración para esculturas, muebles, presentaciones de recetas culinarias, disfraces y otras expresiones.
Varios artistas, incluso, han desarrollado un estilo puntillista usando cubos estándar. Este arte es conocido como Cubismo de Rubik y la primera obra registrada fue hecha a mediados de la década de 1980 por Fred Holly, un diseñador ciego de 60 años.
Es venerado además por educadores que creen en su capacidad para fomentar la confianza entre los niños. Desarrolla, dicen, la concentración y la velocidad de exploración y percepción visual, permite mantener en forma la mente y con un poco de práctica, incrementa los resultados en las pruebas de inteligencia.
Y, claro, atrapa a los ludópatas. Es el juguete más vendido en el mundo: más de 500 millones de unidades, sin contar las falsificaciones. (También es adictivo. Aunque no lo crea, desde 1980 existe un grupo de ayuda para los “cubohólicos”).
“No tiene límites porque inspira a músicos, artistas, matemáticos por igual”, valoró el programador Rokicki. “Estaba esperando ser descubierto, como la rueda. Deben existir civilizaciones de extraterrestres compitiendo con este juego ahora mismo”.
Rubik cree que la universalidad del cubo radica precisamente en su contradicción: cualquiera con sentido común puede intentar resolverlo, pero muy pocos lo logran de manera intuitiva. “En mi opinión, es parte de la naturaleza y no es un objeto artificial”.