En el otoño de 1989 un cuarto de siglo antes de que el presidente Obama normalizara las relaciones de EE.UU. con Cuba, el Muro de Berlín se derrumbó en un aluvión de mandarrias y polvo de concreto. Mientras tanto, un tsunami económico se estaba gestando en la pequeña isla caribeña. El bloque soviético se desmoronaba enviando ondas de choque por todo el mundo que harían que los alimentos y la agricultura de Cuba se hundiera en años de austeridad, hambre y revisión radical.
A principios de ese año, el mercado socialista internacional eliminó las favorables tasas comerciales con Cuba –reduciendo de manera abrupta el 85 por ciento del comercio de la pequeñísima nación. Las importaciones de trigo y otros granos cayeron en más de la mitad, se estableció el racionamiento de alimentos y se amplió el hambre. La ayuda soviética, un pilar de la economía de Cuba, se evaporó a medida que aumentaban las sanciones económicas de EE.UU.
El colapso económico provocó rápidamente la crisis agrícola. La agricultura industrializada de Cuba, abastecida literalmente por tractores y productos petroquímicos soviéticos, se paralizó. Las importaciones de petróleo se redujeron en 53 por ciento, y el suministro de plaguicidas y fertilizantes cayó en 80 por ciento. Con el inicio de una era de austeridad y reformas conocido como en “Período Especial en Tiempos de Paz”, el gobierno de Castro “instituyó medidas drásticas como apagones planificados, uso de bicicletas para la transportación masiva, y el uso de animales en lugar de tractores” para enfrentar la crisis en aumento, según un informe de Food First, un tanque pensante con sede en EE.UU. que se centra en el tema de la justicia alimentaria.
Cuba retrocedió un paso en el tiempo, transformando una maquinaria de agricultura industrial en una sociedad agraria tradicional. Los tractores soviéticos, que una vez fueron ubicuos en las tierras cubanas de cultivo, fueron reemplazados por la tracción animal –bueyes, caballos y vacas. Tan solo en el primer año de este cambio, la nación puso a trabajar a 280 888 animales domesticados, según un detallado estudio de la transformación agrícola de Cuba llamado “Revolución Agroecológica”, en referencia a una ciencia agrícola desarrollada en Latinoamérica.
Por pura necesidad, toda una nación se convirtió en local y orgánica. Para 1990, Cuba comenzó a dividir sus grandes granjas administradas por el estado. De manera parecida a sus contrapartes norteamericanas, estas operaciones industriales producían cosechas de monocultivo, lo cual se lograba primariamente con maquinaria pesada y combustibles fósiles. Ahora el gobierno estaba cediendo en abundancia derechos de tierra, semillas e incentivos de mercado a los campesinos agricultores. Durante la década subsiguiente, según “Revolución Agroecológica”, los agricultores cubanos cambiaron para los fertilizantes orgánicos, cultivos tradicionales y variedades de animales, agricultura diversificada con rotaciones de cultivos y controles no tóxicos de plagas, insistiendo en el uso de plantas e insectos beneficiosos. Esta combinación de medidas es parte de un enfoque de agricultura sostenible conocido como agroecología. A menudo es descrita como una innovación prometedora, lo cual es un tanto irónico, ya que se basa en prácticas agrícolas campesinas de siglos.
Y en este caso, la revolución no nació del idealismo. Sencillamente fue la opción que tenía a mano una nación sin dinero para seguir comprando tractores, petróleo y productos petroquímicos. “La necesidad dio vida a una nueva conciencia”, explica Orlando Lugo Fonte, presidente de la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños (ANAP).
Cuba tiene más de 380 000 granjas urbanas con una superficie aproximada de 40 400 hectáreas de tierra anteriormente marginal u ociosa. Estas granjas producen un estimado de 1,5 millones de toneladas de vegetales al año –más o menos 70 por ciento de lo que consumen los residentes urbanos. Foto: Noah Friedman-Rudovsky.
La Gran Cosecha de la Agroecología
La desintoxicación agrícola de Cuba representa “la mayor conversión desde la agricultura convencional a la agricultura orgánica y semiorgánica que el mundo haya conocido jamás”, según Food First. Por todo el campo cubano, un movimiento “campesino a campesino” ha crecido hasta contar con 100 000 fuertes técnicas compartidas para estimular la producción. Entre los principios que guían al movimiento están: “comienza lentamente y comienza en pequeño”, “limita la introducción de tecnologías”; y “desarrolla un efecto multiplicador” de conocimiento de agricultores.
Grandes conceptos. Pero ¿qué hay de los resultados en el terreno? Para 2007, descubrió la ANAP, Cuba había estabilizado y en algunas áreas había expandido la producción de alimentos, a pesar de que los granjeros habían reducido enormemente el uso de plaguicidas. Aunque disminuyeron los plaguicidas entre 55 a 85 por ciento en toda una gama de cultivos, los agricultores produjeron 85 por ciento más tubérculos, 83 por ciento más de vegetales y 351 porciento más de frijoles.
La revolución agrícola de Cuba llevó a la isla de ser el menor productor per cápita de alimentos de Latinoamérica y el Caribe al más prolífico, dice Miguel Altieri, profesor de agroecología de la Universidad de California en Berkeley. Al escribir en The Monthly Review, Altieri y Fernando Funes-Monzote, miembro fundador del Movimiento Cubano de Agricultura Orgánica llegaron a una dramática conclusión: “Ningún otro país en el mundo ha obtenido este nivel de éxito con una forma de agricultura que usa los servicios ecológicos de la biodiversidad y reduce millas de alimentos, uso de energía y cierra eficazmente los ciclos locales de producción y consumo”.
Un “organopónico” urbano en calle 44 y Quinta Avenida, en La Habana. La oferta habitual: lechuga, col china, rábanos, cebollino y espinaca. Foto: Noah Friedman-Rudovsky
Quizás lo más notable sea la explosión de Cuba en agricultura urbana. Después del colapso soviético, el gobierno de Castro distribuyó parcelas de 13 hectáreas de tierras de labranza a jóvenes granjeros, en un radio de poco más de 6 kilómetros alrededor de centros urbanos, para garantizar que la gente en las ciudades pudiera comer. Dentro de los límites de las ciudades, reportaron Altieri y Funes-Monzote en 2012, las granjas urbanas suministran 70 por ciento o más de todos los vegetales frescos consumidos en La Habana y Villa Clara, dos de los centros más densamente poblados de Cuba. En todo el país, unas 383 000 granjas urbanas producen más de 1,5 millones de toneladas de vegetales.
La revolución alimentaria de Cuba no es en absoluto un éxito total, y existe preocupación acerca de su futuro. Cuba aún importa una voluminosa porción de sus alimentos, aunque la cantidad precisa es muy debatida. En un evento del 8 de enero que reveló una nueva “Coalición Norteamericana de Agricultura para Cuba” –que incluye grupos de productos como la Asociación Norteamericana de Soya y la Asociación Nacional de Cultivadores de Trigo–, el secretario de Agricultura de EE.UU., Tom Vilsack, declaró: “Cuba importa como el 80 por ciento de sus alimentos, lo que significa que el potencial económico para nuestros productores es significativo”.
El Departamento de Agricultura de EE.UU. dice que obtuvo esta cifra del Programa Mundial de Alimentos de la ONU, pero según otras investigaciones, incluyendo un libro de Food First en 2012, Rompecabezas inconcluso, Cuba importa aproximadamente la mitad de sus suministros alimenticios. Desde entonces Cuba ha gastado más dinero en importación de alimentos, pero el libro dice que ese incremento se debe al aumento de los precios de los alimentos y el petróleo.
¿Por qué el secretario Vilsack favorece una cifra y no la otra? “Los agricultores y los negocios de alimentos norteamericanos hace mucho que están interesados en obtener acceso al mercado cubano”, dice Tanya Kerssed, coordinadora de investigaciones de Food First. Si eso provoca un nuevo influjo de importaciones, dice ella, “Puede que Cuba no tenga la oportunidad de arreglar los problemas en su sistema alimentario porque podría ser presionada por un diluvio de alimentos industriales y suministros agrícolas sintéticos [plaguicidas y fertilizantes químicos]”. Kerssen teme que un cambio a esta escala podría “aplastar al sistema cubano” –con una forma de agricultura que, irónicamente, no es tan diferente a la que abandonó en 1989, “Si eso sucede”, dice Kerssen, “puede que nunca lleguemos a ver todos los resultados de la revolución agroecológica”.
Sin embargo, para Peter Rosset, profesor en el Instituto ECOSUR de Estudios Avanzados en Chiapas, México, y miembro de La Vía Campesina, un movimiento agrícola global de campesinos, la historia de Cuba demuestra que la agroecología “es la manera de producir tantos alimentos como necesitemos”. Rosset, quien fue coautor de Revolución agroecológica, dice que los enfoques de agricultura que ha estudiado en Cuba “pueden disminuir los costos para las familias granjeras y brindarles una mejor vida, y de manera que sean más resistentes al choque climático”,
Más allá de Cuba, los investigadores están descubriendo que la agroecología puede producir cosechas que se equiparan con la agricultura industrial, mientras que lo hacen de forma más sostenible. Al analizar datos de 115 estudios diferentes de cultivos, un equipo de científicos medioambientalistas de la Universidad de California en Berkeley llegó a la conclusión de que las técnicas antiguas, tales como el multicultivo y las rotaciones que, respectivamente, entremezclan diferentes cultivos en un mismo surco para una mayor productividad, y rotan cultivos para nutrir y recuperar suelos– “reducen sustancialmente” cualquier brecha entre la agricultura orgánica y la convencional. Llegaron a la conclusión de que la inversión en la investigación agroecológica “podría reducir grandemente o eliminar la brecha de rendimiento de algunos cultivos o regiones”.
Un profesor de entomología de la Universidad de California en Berkeley, especialista en agricultura urbana por medio de la “agroecología”, trata de repetirla en la ciudad de Oakland, California. Foto: Christopher D. Cook.
¿Podría suceder aquí?
Flanqueado por una exuberante erupción verde oscura de acelga y judías en una mínima parcela de menos de media hectárea en Berkeley, Altieri escribe cifras en una libreta de notas y produce algunos cálculos convincentes. Al aplicar métodos agroecológicos en 525 hectáreas de tierras públicas, la ciudad de Oakland podría producir 25 000 toneladas de alimentos anuales –suficientes para alimentar a 400 000 personas– sin nada de plaguicidas ni “superplantas” producidas por ingeniería genética. Tal cambio sería enorme, argumenta Altieri, ya que la Bay Area importa 6 000 toneladas de alimentos cada día, lo cual depende en gran medida de combustible fósil. Pero por un número infinito de razones, no es probable que eso suceda, dice él.
A pesar de las impresionantes cosechas de la agroecología en Cuba, Brasil, Bolivia, Ecuador y otras partes de Latinoamérica, Altieri no cree que eso eche raíces aquí. “No creo que exista un movimiento de agroecología en EE.UU. La agroecología es una ciencia desarrollada en Latinoamérica, conectada a movimientos sociales como La Vía Campesina”, dice Altieri. Esos movimientos casi no existen aquí. Hasta en Berkeley, tierra de gourmets y acólitos de la agricultura sostenible, “aceptan los principios agroecológicos, pero los despojan de su verdadera importancia social”, dice Altieri. Ese contexto social, según la opinión de Altieri, tiene tanto que ver con la democratización de los sistemas de alimentación como con las técnicas agrícolas. “Podemos aprender las técnicas, pero estos son sistemas socio-ecológicos, no solamente sistemas ecológicos”.
Altieri dice que primero se necesitan dos grandes cambios: acceso a la tierra (en particular para jóvenes agricultores) e inversión pública en agricultura sostenible a pequeña escala. En EE.UU. el grueso de los subsidios agrícolas beneficia a las granjas industriales a gran escala: en comparación, en Brasil la ley agrícola nacional requiere del gobierno que compre 30 por ciento de las cosechas de pequeñas granjas”, explica Altieri. “¿Se imaginan lo que sucedería si eso ocurriera aquí? Esas leyes existen por la presión de los movimientos sociales”.
A pesar de los obstáculos, la agricultura urbana ecológica se está extendiendo, aunque a pequeña escala. Nuevas políticas en Oakland y San Francisco han dado a jardineros un acceso más fácil a la tierra y al agua bajo un concepto de “Derecho al Cultivo”. Cuando cultivamos alimentos para nosotros mismos”, dice Esperanza Pallana, directora ejecutiva del Concejo de Política Alimentaria de Oakland, “eso es independencia”.
Aunque la agroecología sea relegada a pequeños avances en EE.UU., Altieri considera que aún podrá sanar. “Cuando la gente regresa a la tierra y la transforma por medio de la agroecología, se transforman ellos mismos –se hacen mejores personas, mejores padres, mejores esposos”. Y la tierra, dice él, se da cuenta. “Tratemos a la naturaleza con respeto y dignidad y la naturaleza responde”.
Más allá de la inspiración, la revolución orgánica de Cuba también ofrece una advertencia. “Tenemos dos paradigmas que están chocando”, dice Altieri, “el modelo industrial y el ecológico. La humanidad tiene que decidirse qué camino quiere tomar. La pregunta para Estados Unidos es: ¿esperaremos a que colapse el sistema agrícola antes de que hagamos el cambio?”
* Christopher D. Cook ha publicado en Harper’s, The Los Angeles Times, Mother Jones, The Christian Science Monitor y en otras publicaciones. Es autor de Dieta para un planeta muerto: los grandes negocios y la crisis alimentaria que se avecina.
Foto de portada: En Cuba, lo viejo y lo nuevo a menudo marchan juntos, a veces de manera íntima / Noah Friedman-Rudovsk.
Traducción de Germán Piniella para Progreso Semanal.