Por Eduardo Heras León
Palabras de Eduardo Heras León al recibir el Premio Nacional de Literatura 2014.
Queridos amigos:
Un niño de apenas doce años regresa apresuradamente de la escuela. Las clases de ese día han terminado, y quiere llegar cuanto antes a su casa. Está preocupado y no puede evitarlo. Su padre está enfermo, casi postrado en la cama, con una hemiplejia del lado izquierdo del cuerpo, y el niño sabe que no le queda mucho tiempo de vida. Cuando llega al minúsculo recinto donde viven, se sienta en la cama, acaricia la mano inmóvil del padre y una repentina oleada de ternura lo invade. Entonces, sin saber por qué, con lágrimas en los ojos, le promete que algún día será escritor, que va a publicar los libros que tú no pudiste publicar nunca, viejo, para que estés siempre orgulloso de mí. Unos días después el padre fallece, y aquella promesa quedó como un terco compromiso con la vida.
Los años pasaron vertiginosamente, y la vida fue haciéndose cada vez más difícil en medio de una pobreza que no parecía tener fin: limpiar zapatos y portales, vender periódicos y billetes de lotería, cualquier ocupación significaba ganar unos centavos para la diaria subsistencia. Los tres chinitos limpiabotas de la Esquina de Tejas se convirtieron en artistas del cepillo y el betún. Mientras, la madre se batía como una leona para terminar de criar sus cuatro hijos y otros tres de su esposo. Sólo una condición nos impuso: no podíamos dejar de estudiar. Y lo logró.
Pero de noche, en la soledad de la miseria, después de las agotadoras jornadas de cada día, aquel niño escribía versos. Lo había aprendido escuchando junto con su padre los programas de radio de los decimistas. Y pronto los nombres de Naborí, Colorín, Angelito Valiente y Chanito Isidrón se le hicieron familiares. Dos años después de quedar huérfano de padre, ingresó en la Escuela Normal y entonces, el mundo ya no fue tan ancho ni tan ajeno, porque en aquellas aulas conoció almas gemelas, algunas presentes hoy aquí, que alimentaron por primera vez su recién nacida capacidad de soñar. Porque aquel país saturado de injusticias, bañado en sangre joven, iba a volar en pedazos y a convertirse en una vuelta de la antigua esperanza.
Si me he detenido en este primer episodio de mi vida, no ha sido para darles a conocer mi autobiografía, sino para compartir con ustedes el primer contacto que tuve con la literatura, que sería el alimento básico de mi espíritu en el futuro, y que puede tal vez hacerme y hacerles comprender por qué estoy aquí hoy, recibiendo un galardón que tanto me honra.
El 1ro. de enero de 1959, las puertas cerradas se abrieron, la noche quedó verdaderamente atrás, un mensaje de dignidad, justicia y honradez antes desconocido, caló en nosotros con tanta profundidad, que le ofrecimos hasta nuestras vidas para defenderlo. Y entonces, más que escribir, en esos momentos decidimos vivir. Y eso fue lo que hicimos. Y vino Playa Girón, y el Escambray, y un curso militar en la Unión Soviética, y varios años en las fuerzas armadas: años de combates, de violencia, de duros enfrentamientos con el enemigo; en una palabra: nos lanzamos al torbellino revolucionario, a la épica batalla por defender algo que nos había cambiado para siempre.
Cuando ingresé en la Escuela de Periodismo tuve la impresión de que podía y debía evocar lo vivido, contar la historia, pero contarla toda, con sus contradicciones, con sus aciertos y errores, con sus miserias y heroísmos, con su coraje y sus cobardías, con su amor pero también con su odio. Esa era la estética de nuestra generación. Así la entendíamos y así nos propusimos contarla. Y aunque parezca un lugar común, queríamos decirles a los jóvenes a quienes iba dirigida nuestra obra: “Esta es la historia, léela, para que aprendas lo que nos costó: sangre, sudor y lágrimas. Ahora que ya lo sabes, defiéndela”. Tengo que mencionar varios nombres, que nos han acompañado desde entonces. Algunos no están con nosotros, porque fallecieron; otros, tomaron un camino que los alejó para siempre de nuestras convicciones: Germán Piniella, Rogerio Moya, Renato Recio, Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera, Víctor Casaus, Jesús Díaz, Raúl Rivero.
Vinieron entonces, a propósito de mi segundo libro, Los pasos en la hierba, las incomprensiones, los dogmatismos, las falsas interpretaciones de buena y mala fe; las críticas despiadadas y destructivas, la ideologización absurda del arte y la literatura, y el conocido Quinquenio Gris se abatió sobre la cultura cubana, empobreciéndola, haciéndole pagar caro su terca vocación de búsqueda de la verdad, que es en última instancia el objetivo supremo de la literatura.
Fueron años verdaderamente duros, inciertos, donde solamente la convicción de que la Revolución se había hecho para acabar con la injusticia y no para promoverla nos mantuvo vivos, a pesar de los rigores de un castigo que para mí duró cinco años, años en que se cerraron todas las puertas y una verdadera conjura del silencio que parecía interminable se ensañó sobre mí. Pero resistí. Y escribí, y la literatura fue siempre compañera fiel en los peores momentos, y me ayudó a mantenerme leal a los principios que siempre rigieron mi vida.
Paradójicamente, ese castigo en la Fábrica Vanguardia Socialista me hizo conocer un mundo nuevo, el mundo de la clase obrera, donde conocí hombres de otras características, que me hicieron renacer la confianza en los seres humanos. A ellos les dediqué dos libros, Acero y A fuego limpio. Del primero guardo como un tesoro, el comentario elogioso de Julio Cortázar, que es mi escudo contra quienes lo calificaron como un ejemplo del mal realismo socialista.
Pero pasaron esos años, y la buena literatura, como el arte, conservó sus valores, superó los obstáculos y lentamente salió del marasmo para volver a entonar su canto de libertad y de esperanza. Y mi segundo libro, aquel libro golpeado, humillado, vilipendiado, calificado de contrarrevolucionario por los burócratas de la cultura, sobrevivió alimentado por el soplo vital de quienes confiaron en su autor y en la justicia de la Revolución. Y quedará (ya lo he dicho en alguna ocasión) como un recordatorio para los que pretendieron ahogar bajo papeles y directivas, la pujante vida de sus personajes, los complejos conflictos humanos de esos seres sudorosos y solidarios que sufren y temen, caen y se levantan, pero combaten y vencen. Nosotros fuimos esos hombres; nosotros somos (y quiero repetirlo aquí), la generación de la lealtad a los principios y a los ideales.
Queridos amigos:
Perdónenme este recorrido histórico que muchos de ustedes conocen, y que tal vez resultara inevitable un día como hoy, en que el Instituto del Libro y un jurado a quien agradezco su decisión me otorga este premio a la obra de toda mi vida. No tengo que decirles cuanto me honra este galardón. No tengo que decirles la emoción que siento porque sé que celebrando junto conmigo hay aquí decenas de jóvenes narradores, graduados del Centro Onelio Jorge Cardoso, un proyecto al que he dedicado una parte importante de mi vida. Por ellos apostamos y seguiremos apostando, porque su talento y oficio comienza a ser reconocido en concursos, ferias, y publicaciones de todo tipo y porque han ayudado a rehacer el mapa literario del país; están aquí también familiares, amigos de infancia, condiscípulos de la Secundaria, de la Escuela Normal, de la Universidad, compañeros artilleros de las Fuerzas Armadas, de la Fábrica Vanguardia Socialista, del Instituto del Libro, del Ministerio de Cultura, de la Casa de las Américas, de la UNEAC, del Centro Onelio Jorge Cardoso, lugares donde estudié o trabajé, donde quise y me quisieron mucho. A todos ustedes los abrazo desde mi corazón agradecido.
¿A quién dedicar este Premio?
¿Tal vez a mi padre a quien dediqué mi primer libro cumpliendo la promesa de un niño de doce años?
¿O a mi madre, sin cuya ternura y abnegación, y su a veces apasionado estímulo, nada hubiera sido posible?
¿O a mis hermanos, todos desaparecidos, en quienes encontré siempre comprensión, apoyo, confianza?
¿O a mis alumnos de diecisiete cursos del Centro Onelio que han renovado en estos años mi insobornable vocación de maestro?
A todos ellos pudiera dedicar este Premio Nacional de Literatura. Sin embargo, más que dedicarlo, voy a compartir este Premio con alguien que es el tesoro que la vida me regaló hace veinticinco años, que renunció a su carrera profesional para acompañarme en hacer realidad el sueño del Centro Onelio; sin cuyo amor, ternura, y dedicación en cada día de nuestras vidas ya no sabría vivir: a mi esposa, mi compañera, mi amiga, Ivonne Galeano.
Gracias.
La Habana, 11 de febrero de 2015