En las palabras de clausura del pasado Congreso de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), a cargo del vicepresidente del Consejo de Ministros Miguel Díaz-Canel, pueden leerse las siguientes ideas: “Debemos evaluar con rigor el impacto de las nuevas tecnologías en el consumo cultural, en la creación y la distribución. No puede verse ese impacto como algo negativo, sino como un reto inédito para la relación de las instituciones con los creadores, que debe reforzarse sobre reglas de juego diferentes. Tenemos que usar las nuevas tecnologías para promover lo mejor del talento con que contamos”.
Cuando, un par de meses después, el propio Díaz-Canel hizo un recorrido por La Calle de los Cines de Camagüey, tuve oportunidad de mostrarle el Complejo Audiovisual Nuevo Mundo. La casualidad quiso que el vicepresidente llegara en el momento en que se impartía a los alumnos del ISA una clase de animación, utilizando las tecnologías de que, gracias al convenio establecido con el Joven Club, se puede disponer en el lugar. A su regreso a La Habana, el vicepresidente hizo público en algún foro su entusiasmo con el proyecto de Camagüey, poniéndolo de ejemplo de lo que se podía lograr con el uso creativo de las nuevas tecnologías.
Desgraciadamente, ese entusiasmo nunca encontró eco en Camagüey, y el proyecto de Nuevo Mundo no ha prosperado como hubiésemos querido. Seamos honestos: se ha estancado. Como se recordará, en un inicio pensamos ese espacio como algo académico, donde fuera posible el acceso a lo mejor del cine mundial, a su bibliografía, a su crítica, pero también a todo lo que tuviese que ver con el uso de las nuevas tecnologías en función de la gestión del conocimiento. Esto habría permitido a los estudiantes, profesores, o personas interesadas, acceder a filmes y libros que, gracias a la revolución electrónica, hoy están a disposición de la comunidad: el convenio entre el Centro de Cine de Camagüey y el Joven Club del territorio fue un paso importante para crear las bases de ese trabajo superior que Díaz-Canel pedía en su intervención.
¿Qué falló? Primero, que nunca conseguimos impactar en la conciencia de los directivos del territorio en cuanto a este nuevo fenómeno que tendría que pensarse en esos términos: como algo absolutamente nuevo. En el fondo, siguió operando la idea de que las nuevas tecnologías pueden ser domesticadas de acuerdo a los viejos escenarios en que se movían los seres humanos en el siglo pasado, lo que ha anulado cualquier posibilidad de diálogo creativo entre las áreas de Cultura, Educación y Nuevas Tecnologías.
Ahora se ha sumado el problema puntual de que el Joven Club cobra sus servicios, y eso trae como consecuencia que apenas pueda influirse, desde el punto de vista institucional, en la alfabetización funcional y tecnológica de los usuarios: el que paga, como es lógico, escoge a su gusto. Y como las nuevas tecnologías se encargan de ir simplificando el proceso de aprendizaje y dicta de modo subliminar (pero imperativo) el uso de estas en función de los intereses hegemónicos, puede entenderse por qué el grueso de los usuarios que ahora tiene el Joven Club responde a casi un único estímulo, que en este caso se asocia al video-juego.
En el plano individual, esto no es cuestionable, pues cada persona tiene derecho a elegir lo que hará con su vida cultural, y allí el Estado no tendría qué inmiscuirse; sin embargo, las instituciones públicas sí tienen la obligación de diseñar alternativas a lo hegemónico, y educar (alfabetizar) en el uso de las nuevas herramientas, no para imponerles a los individuos un uso estandarizado de estas (eso es lo que promueven precisamente las grandes compañías), sino para poner ante sus ojos las posibilidades de emancipación que brindan esos mismos dispositivos.
En este sentido, es una lástima que los usuarios del Joven Club apenas tengan idea de la utilidad de “La tendedera”, o de las posibilidades de crear blogs que pueden hospedarse en la plataforma “Cuba va”, por poner dos ejemplos de las múltiples posibilidades que ofrecen esos servicios: hubiese sido muy interesante ver hasta qué punto habría crecido el impacto cultural en la comunidad si quienes se ocupan de las nuevas tecnologías en el territorio (incluyo a Etecsa) incorporasen a sus labores el perfil humanista que aporta el arte y la literatura, por ejemplo; y viceversa, ver a nuestros creadores y estudiosos impregnados de ese nuevo pensamiento que domina a quienes ya van construyendo las bases de lo que será (si ya no es) “la nueva cultura” (sin ir más lejos, la actividad de Nuevo Mundo podría ser promovida en “La Tendedera”; ¿por qué no se hace?, ¿alguna vez se han organizado cursos que capaciten a los especialistas del cine o al público que asiste a las salas en el uso de esas herramientas?)
Pero, como ya dije antes, no es el diálogo fecundante lo que ahora mismo abunda en Camagüey. Más bien es el conformismo lo que va dominando, una suerte de precario laissez-faire cuyo peligroso desenlace me hace recordar aquellas célebres cinco advertencias que Neil Postman apuntara, a propósito del análisis del cambio tecnológico que vivimos en la actualidad:
“La primera, que siempre vamos a pagar un precio por la tecnología incorporada, cuanto mayor es la tecnología, más grande es el precio. Segundo, que siempre habrá ganadores y perdedores, y que los ganadores siempre intentarán persuadir a los perdedores de que también ellos son ganadores. Tercero, que incrustada a toda tecnología está un prejuicio epistemológico, político o social.
Algunas veces este prejuicio nos puede favorecer, otras no. La imprenta aniquiló la tradición oral, el telégrafo aniquiló el espacio, la televisión ha empequeñecido el mundo, los ordenadores, quizás acaben degradando la vida comunitaria. Y así todo. Cuarto, que el cambio tecnológico no es aditivo, es ecológico, que significa que lo cambia todo a su paso, por lo que es demasiado importante como para dejarlo en las solas manos de Bill Gates. Y quinto, la tecnología tiende a hacerse mítica, esto es, que se percibe como parte del orden natural de las cosas, por lo que tiende a controlar más nuestras vidas de lo que sería deseable”.
Lo más fácil, entonces, sería dar por terminado ese convenio en el cual el Centro del Cine y el Joven Club de Camagüey anhelaban construir estrategias de trabajo dirigidas a asumir ese “reto inédito para la relación de las instituciones con los creadores” a la que se aludió en la clausura del Congreso de la UNEAC.
Pienso que con la alianza de ambas instituciones (Cine y Joven Club) la comunidad camagüeyana (que es la que importa) podría salir ganando, porque estaríamos ante una actividad mucho más cercana a las prácticas generadas por el actual consumo cultural, aunque obviamente, hablamos de algo más complejo y más ambicioso que exigiría la contribución de muchos y la discusión permanente. Eso sí, como denominador común tendría que figurar siempre la socrática convicción de que todos estamos aprendiendo sobre la marcha, lo cual exige mucha humildad a la hora de evaluar los posibles riesgos y las posibles ganancias. Y el Joven Club tendría que, de una vez y por todas, poner en función del proyecto de Nuevo Mundo todas esas potencialidades que alberga en su seno: no es que el video-juego no importe o carezca de importancia, pero no puede ser que su consumo pasivo sea el centro o la única actividad que allí se practique.
Dicho por lo claro: que aquí no vale la antigua autoridad del que encontraba las respuestas en libros donde parecía que ya todo estaba escrito. Eso sería reciclar hasta el infinito los ya abundantes vicios epistémicos que lastran nuestra relación con las nuevas tecnologías. Hoy los libros con las posibles respuestas a los grandes problemas que enfrentamos ahora mismo, levitan extraviados en la inmensidad de la red de redes, por lo que las mejores preguntas se van formulando en el día a día. Esta otra reflexión de Postman puede darnos una idea de la dimensión del desafío con el que debemos lidiar: “La persona de la era de la imprenta tiene hábito de organización lógica y análisis sistemático, no escribe proverbios. La persona de la era del telégrafo valora la velocidad, no la introspección. La persona de la era televisiva valora la inmediatez, no los hechos históricos. La persona de la era de los ordenadores, ¿qué podemos decir de ella? Quizás podamos decir que la persona de la era de las computadoras valora la información, no el conocimiento, ciertamente no la sabiduría. De hecho, en la era de las computadoras, el concepto de sabiduría puede que no tarde en desaparecer por completo”.
No intentar nada desde lo institucional (o conformarnos con lo que las nuevas tecnologías dispongan en su indiferente suceder) es contribuir a lo que pudiéramos llamar el suicidio de la sabiduría. De allí que para reponer su valor entre nosotros (que es mucho más que mera instrucción informática o calificación universitaria), se agradezca ante todo la cooperación y la complicidad intelectual que propicia el verdadero pensamiento crítico, derivado de la siempre saludable docta ignorancia.