Jesús Arboleya • 3 de Marzo, 2017
LA HABANA. Gracias a la señal de la cadena Telesur, transmitida de manera regular en la televisión del país, los cubanos pudimos presenciar en vivo el primer discurso de Donald Trump ante el Congreso de Estados Unidos.
Aunque no faltaron frases grandilocuentes como “vamos a iluminar el mundo” y exaltó la existencia de un optimismo que no se aprecia en ninguna parte, la realidad es que Trump no dijo nada nuevo respecto a los temas que han estado en el centro de sus discursos y pretendió convencernos con los mismos argumentos utilizados en su campaña.
La tónica de la audiencia fue una parte puesta de pie aplaudiendo con frecuencia y otra que permanecía sentada sin mover las manos. El speeker de la Cámara, Paul Ryan, enemigo de Trump durante la campaña, no dejó de robar cámara, para demostrar su satisfacción con las declaraciones del nuevo mandatario, lo que indica que, por lo menos hasta ahora, el liderazgo republicano se ha atrincherado alrededor del presidente.
Esta vez Trump fue insistente en su convocatoria a la unidad entre demócratas y republicanos, pero impresionan las diferencias existentes, incluso respecto a la visión que cada bando tiene de la situación de Estados Unidos. Tal parece que nos están hablando de dos países distintos. Mientras los demócratas resaltan la recuperación económica, bajos índices de desempleo, avances en la educación y la salud pública, los republicanos aducen un estado de crisis en estos y otros indicadores.
En realidad, ninguna de las partes dice toda la verdad, ni las soluciones que plantean están orientadas a la raíz de los problemas, sino que responden a los intereses de las facciones en pugna. El reto con Donald Trump es escudriñar los intereses que representa, nada fácil, debido al eclecticismo de sus propuestas y la naturaleza de su discurso.
No resulta novedoso que la economía, la seguridad y la inmigración estén en el centro de sus preocupaciones, tampoco que recurra a la exaltación del militarismo para buscar la cohesión del pueblo norteamericano. Parece que funciona, ya que fue la única ocasión en que los demócratas se sumaron a un extendido aplauso hacia la viuda de un soldado muerto recientemente en Yemen, donde, por cierto, no ha sido muy publicitada la presencia militar norteamericana.
En lo económico, resulta imposible determinar una corriente específica en el pensamiento de Donald Trump. Sus propuestas ante el Congreso constituyen una mezcla que combina el proteccionismo de cara al mercado internacional, con el neoliberalismo extremo hacia lo interno; grandes inversiones en la infraestructura, con una reducción sustancial de los impuestos, así como la disminución del presupuesto federal con un incremento extraordinario de los gastos militares, todo lo cual pone en duda la factibilidad de su materialización.
Este incremento de los gastos militares se contradice con las críticas de Trump a la intervención de Estados Unidos en otros países y su supuesta vocación de promover la estabilidad y la paz internacional. El argumento de que las fuerzas armadas norteamericanas deben estar “preparadas para ganar”, hace pensar en un regreso a la teoría de la “guerra asimétrica”, preconizada por Collin Power, durante su etapa como jefe del Estado Mayor Conjunto.
Como ello viene aparejado con una reducción del presupuesto del Departamento de Estado, tal parece que el nuevo presidente de Estados Unidos se distancia de la doctrina del “poder inteligente”, preconizada por Obama, para acercarse a las teorías neoconservadoras, que preferencia el uso de la fuerza sobre la diplomacia.
No obstante, para continuar con las antípodas que dificultan seguirle la pista, Trump hizo alarde de la capacidad negociadora que supuestamente tendrá su gobierno, implicando el ejercicio de una diplomacia muy activa. Quizás, entonces, el incremento de los gastos militares pudiera estar más relacionado con el nacionalismo económico, que tiene en la industria militar a uno de sus principales pilares. Incluso, que simplemente se trata de una maniobra política, destinada a satisfacer intereses demasiado poderosos para ser ignorados.
A la vez, se plantea una reducción significativa de los programas sociales, una postura tradicional de los conservadores que, contrario a la lógica y la experiencia, achacan al mercado la capacidad de reducir las desigualdades y garantizar el acceso masivo a la educación y la salud pública. Hasta ahora, no existen propuestas concretas de Trump para sustituir el Obamacare, el cual asegura será eliminado, dejando sin protección a 22 millones de personas.
Aunque habló de una posible reforma migratoria y estableció en líneas generales los condicionamientos que debían guiarla, en la práctica, el problema migratorio ha sido visualizado por Trump casi exclusivamente desde la perspectiva de la seguridad interna, desconociendo los factores económicos, sociales y de política externa que en realidad determinan este fenómeno.
Trump volvió a insistir en la construcción del famoso muro fronterizo y, desde una visión xenófoba, criminalizó a los inmigrantes, incluso informó la creación de una oficina para la atención a las víctimas de crímenes relacionados con la inmigración, aunque las investigaciones demuestran que el índice delincuencial de estas personas está por debajo de la media social norteamericana. Uno de los momentos más bochornosos y manipuladores del discurso, fue cuando Trump presentó a dos familias cuyos hijos fueron supuestamente asesinados por inmigrantes ilegales.
Igual ocurrió con el problema de las drogas, achacando a los inmigrantes su difusión en Estados Unidos. De esta manera, Trump se distanció del avance que significó el reconocimiento que hizo Obama del problema del consumo en Estados Unidos, como una de las causas de la extensión que ha tenido este flagelo a escala internacional.
La otra víctima de su discurso fue el medioambiente. Anunció la eliminación regulaciones basadas en este criterio y la construcción de dos oleoductos, hasta ahora paralizados por sus consecuencias ambientalistas. Los republicanos aplaudieron entusiasmados y el público formó un alboroto en contra.
La seguridad interna ocupó buena parte de su intervención y los temas centrales fueron el terrorismo, una constante en la agenda política norteamericana, y la delincuencia. Nada dijo de enfrentar las causas que generan estos fenómenos, sino que se limitó a proponer un incremento de los mecanismos represivos y pidió un apoyo incondicional para los cuerpos policiacos, enfrentados a la crítica social por sus abusos y tendencias discriminatorias.
Apenas habló de política exterior, salvo para decir que gracias a su mandato Estados Unidos estaría listo para liderar el mundo, aunque no sabemos cómo piensa hacerlo. Las únicas referencias fueron para reafirmar su apoyo a Israel, anunciar sanciones para los que apoyen el programa nuclear de Irán, lo que pone en duda la posición de Estados Unidos respecto a los acuerdos alcanzados con este país, y manifestar su respaldo a la OTAN, afirmando que gracias a esta alianza se había derrotado al fascismo -lo cual es una barbaridad histórica- y al comunismo, pero que todos los aliados tenían que asumir su cuota de gastos para mantenerla, lo cual dijo ya se viene logrando, gracias a sus presiones.
Al afirmar que no había sido elegido para proteger al mundo, sino a Estados Unidos, Trump dijo una verdad. Pero queda la duda si esto quiere decir “proteger a Estados Unidos del resto del mundo”, lo que implicaría una amenaza universal.
En realidad, no creo que alguien esperara un discurso de alto contenido filosófico y verbo elocuente, como nos tenía acostumbrados Barack Obama, pero no dejaba de existir cierto morbo a la espera de declaraciones de un hombre que se ha caracterizado por romper las reglas del juego e incentivar la polémica. Sin embargo, esta vez, Trump se vistió de presidente, se ciñó al libreto, fue más moderado y nos aburrió a casi todos.
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