En recientes publicaciones (Temas #79, dedicado a Europa, Catalejo sobre la corrupción) se han examinado aspectos del funcionamiento del sistema político y social español en la actualidad. El paso del franquismo a este sistema fue asumido por algunos estudiosos de la transición (Juan J. Linz, Philip Schmitter) como modelo para la transformación de un régimen autoritario en una democracia. Ahora bien, ¿qué características tuvo el franquismo como sistema (económico, político, social)? ¿Qué factores determinaron su transformación? ¿Cuál fue la participación de la sociedad española en el cambio político? ¿Cuán democrático fue el pacto político que lo acordó? ¿Es este modelo válido para explicar o guiar otros procesos de transición democrática? Catalejo reproduce un ensayo histórico-político del investigador Manuel Monereo, publicado en Temas(#50-51, 2007), que caracteriza el proceso real de la transición española.
España: la transición pactada[1]
Manuel Monereo Pérez
Ensayista. Revista El Viejo Topo, España.
Un determinado acto político puede haber sido un error de cálculo de las clases dominantes, error que el desarrollo histórico corrige y supera a través de las «crisis» parlamentarias gubernativas de las clases dirigentes; el materialismo histórico mecánico no considera la posibilidad de error, si no que entiende todo acto político como determinado por la estructura de un modo inmediato, o sea, como reflejo de una modificación real y permanente (en sentido de adquirida) de la estructura.
Antonio Gramsci
Que la historia —la narrativa histórica— cumple un papel político, es algo sabido. Todo movimiento social real ha tenido que ver con el pasado, construir un imaginario que ligue pasado y presente y, sobre todo, que justifique el futuro. La mayor o menor autoconciencia, la necesidad de argumentar racionalmente los proyectos sociales y culturales y, desde ese nivel, analizar el pasado están en relación directa con la cualidad del paradigma —en sentido amplio— del que se parte.
La llamada transición política española a la democracia es, sobre todo, un hecho histórico. Treinta y dos años después de la muerte de Francisco Franco y los mismos del reinado de Juan Carlos I de España, no por la gracia de Dios, sino del dictador, debieran dar el suficiente reposo y el aquilatamiento de los datos históricos para conocer con cierta solvencia lo que realmente sucedió, sus actores básicos y los dilemas estratégicos que tuvieron que resolver, así como la intervención internacional en lo acontecido. Y más allá, intentar explicar por qué pasó lo que pasó; es decir, hacer bueno lo que aconsejaba Pierre Vilar para construir una historia razonada.
Sin embargo, no solo la transición a la democracia, sino todo el siglo pasado, están abiertos y son objetos de ásperos debates que están sirviendo para definir espacios «político-culturales», los cuales, de manera mediata intervienen en la lucha política directa, intentado justificar proyectos, liquidar tradiciones, y fundamentar refundaciones. En definitiva, la historia como arma política en el secular conflicto entre izquierda y derecha, entre los defensores del proyecto nacional-católico neoliberal y —justo es decirlo— los escasos partidarios del papel histórico del movimiento obrero organizado y de su durísima y cruenta lucha por la democracia y el socialismo.
La paradoja, esta sí universal, es el enésimo renacimiento histórico de un anticomunismo total y sin complejos, cuando los herederos de la Tercera Internacional apenas consiguen mantener sus cada vez más débiles posiciones. Si vivimos, como algunos pensamos, una etapa marcada por una durísima contrarrevolución preventiva, parece que estamos asistiendo al intento de rematar al herido y liquidar un fantasma que asustó y sigue asustando a unas clases dominantes ya mundializadas, y a sus objetivos cósmicos.
Se puede decir que el discurso dominante en torno a la transición se construye en tres niveles interconectados, aparentemente contradictorios, pero con una matriz común.
El primer nivel es el oficializado: los reformistas del régimen y las fuerzas de la oposición democrática con un gran nivel de autoconciencia histórica, de moderación y transigencia, establecen un gran pacto que pone fin, a la vez, a la dictadura franquista —entendida en la práctica como un régimen personal— y a la guerra civil. Todo ello impulsado por la milagrosa capacidad de dirección de su majestad Juan Carlos I de España, encarnación de esta España nueva, superadora de viejos y arcaicos enfrentamientos.
El segundo nivel del discurso, explícitamente señalado en un célebre libro, vendría a narrar una historia un tanto diferente que parte de lo que se ha llamado «el Rey como motor y cerebro del cambio». El asunto se puede explicar así: un rey instituido como tal por el general Franco conoce, por herencia familiar y por comprensión de la realidad de la sociedad española, la necesidad de un cambio político que pacíficamente —y lo que es más importante, desde la propia legalidad franquista— transite hacia un nuevo régimen democrático adaptado a las demandas y requerimientos de una Europa que lucha por su unidad e integración.
Hay un tercer nivel, más sutil y no tan contradictorio como en principio pudiera parecer, que vendría a contar lo siguiente: la dictadura de Franco fue la consecuencia natural de la descomposición de una República que había dividido profundamente a la sociedad española, radicalizada por una izquierda marxista y anarquista irresponsable. Franco tuvo que afrontar la modernización del país con costos humanos, políticos y sociales, sin duda lamentables, pero inevitables. El resultado final fue la construcción de una sociedad occidental, industrializada, con un predominio claro de las capas medias que formaron la base, el sustrato socioeconómico, capaz de impulsar una democracia al estilo europeo y una transición moderada en su forma y contenido.
Estos tres discursos articularon un imaginario que se estratifica (en el sentido que Gramsci le daba a este término) en un sentido común que se ha ido imponiendo lentamente en partes nada desdeñables de la llamada opinión pública española y coincide con la pérdida de peso político-cultural de la izquierda en la sociedad. El discurso así construido elude elementos decisivos sin los cuales, entre otras cosas, no se entendería la transición como un fenómeno específicamente histórico.
Lo primero que habría que destacar es que, pese a la denigración sistemática de la Segunda República, el franquismo tuvo su origen en un intento más de golpe de Estado de una coalición formada por los grupos de poder económico, la Iglesia católica y la derecha política, que fracasó por la capacidad de resistencia de las fuerzas democrático-plebeyo-republicanas; todo ello en un contexto caracterizado por el ascenso del fascismo, la crisis de las democracias liberales y la derrota del movimiento obrero.
El segundo elemento es que la Guerra civil española no fue un episodio más del enfrentamiento entre las tradicionales dos Españas, sino una guerra de exterminio que se prolongó a lo largo de una extensa etapa histórica con un objetivo bien claro: liquidar física política y culturalmente a lo que las «fuerzas vivas» de la dictadura franquista denominaron la «Anti-España» (liberales, demócratas, separatistas, rojos y anarquistas); es decir, las organizaciones políticas y sindicales que históricamente se constituyeron para luchar por un Estado democrático, por derechos sociales y laborales para los trabajadores, así como la perspectiva de una transformación socialista de la sociedad capitalista.
El tercer elemento que habría que considerar es que el régimen franquista representó una auténtica involución civilizatoria, no solo porque desde el punto de vista económico nos condujo a los niveles de renta de 1914 y a una situación real que nos colocaba en la condiciones de finales del siglo XIX, sino porque redujo a cenizas una etapa cultural y científica que, sin exageración, se ha podido denominar una auténtica Edad de Plata; provocó la emigración de centenares de miles de españoles y desató el terror —un frío calculado y sistemático terror— aplicado sobre la España vencida, que tuvo como consecuencias, después de la guerra, el fusilamiento de más de cien mil personas, decenas de miles de detenidos en campos de concentración y de trabajo, la tortura y una humillación sin fin.
La represión política, la tortura y la violación sistemática de los derechos humanos fundamentales se practicaron hasta el fin de la dictadura. Aún hoy, las secuelas de este terror siguen existiendo en franjas significativas de la población española, que no quieren «señalarse políticamente» y siguen votando con temor.
Despolitización, miedo y un terror difuso trasmitido de generación en generación ha sido la herencia políticocultural más sobresaliente que dejó el régimen dictatorial de Francisco Franco Bahamonde, apoyado abiertamente —nunca se debe olvidar— por el Tercer Reich y el fascismo italiano, consentido y protegido por las grandes democracias europeas, y especialmente por los Estados Unidos, hasta el punto de que estos se convirtieron en un elemento especialmente relevante en la política interna del régimen.
El régimen franquista. Crisis económica, conflictividad social y oposición política
Se ha discutido mucho sobre la naturaleza, características y etapas de un régimen que duró casi cuarenta años. El centro del debate sigue siendo su relación con el fenómeno histórico del fascismo y su especificidad en el marco global de los regímenes autoritarios. Parecería, por el debate, que definirlo o no como fascista es un punto discriminante para valorar su mayor o menor crueldad o su papel histórico en el proceso de acumulación capitalista y en la evolución de la sociedad española. Más allá de estas polémicas, se debería insistir en las específicas relaciones —en unas condiciones históricas dadas— del franquismo con la crisis no solo de la Segunda República, sino de un largo período que comenzó mucho antes y, sobre todo, con la realidad que emergió después de una durísima y larga guerra civil, en un mundo que avanzaba con ímpetu hacia la Segunda guerra mundial.
El primer asunto tuvo que ver con la construcción —en cierto sentido, con la reconstrucción— del Estado y de sus instituciones, en un contexto que cambiaba rápidamente. En 1945, los aliados preferentes del franquismo fueron militarmente derrotados y la dictadura tuvo que afrontar una nueva situación caracterizada por el aislamiento internacional. Esta realidad provocó cambios institucionales y una nueva orientación económico-social interna, que agravaron las penosísimas condiciones de vida de la población, marcadas por el hambre, la represión y el mercado negro.
Hay coincidencias en constatar que la década de los 50 abrió una etapa nueva del régimen, relacionada con los acuerdos político-militares con los Estados Unidos, el concordato con la Santa Sede y, sobre todo, con el Plan de Estabilización de 1959. Esta política económica inauguró un modelo específico de acumulación capitalista, con consecuencias sociales y culturales notables, que duró, con altibajos y crisis parciales, hasta los años 1973-75.
La década desarrollista supuso, entre otras cosas, el ascenso al gobierno de los tecnócratas ligados al Opus Dei y significó, en primer lugar, una integración subalterna y dependiente al mercado mundial y, específicamente, a una economía europea en proceso de integración. En segundo, una transformación demográfica y social de hondo calado, ya que España pasó, en un plazo muy breve, a configurarse como una sociedad industrial y urbana, con una pérdida, especialmente significativa, del peso de población agraria, que lanzó a sus elementos más jóvenes hacia la emigración europea y hacia los centros industriales en crecimiento como Madrid, Cataluña, el País Vasco y Asturias. Las remesas de los emigrantes, más la apertura a un turismo en ascenso, conformaron dos mecanismos relevantes de financiación del propio modelo —el otro sería la inversión extranjera—, pero por otra parte tuvieron consecuencias sociales y culturales de consideración e influyeron poderosamente en la implantación de ciertas pautas de lo que en aquella época se llamó la sociedad de consumo. A esto se añadió, en parte como consecuencia de lo anterior, el desarrollo de un sector de servicios, ya entonces desequilibrado y sobredimensionado.
Los datos ayudan a comprender con más claridad lo que sucintamente se ha descrito. De 1961 a 1974, la economía española creció a un ritmo anual medio acumulativo de 7% del Producto Interno Bruto, en términos reales. La renta nacional creció ininterrumpidamente desde 1960 hasta 1975 pasando de 568 243 millones de pesetas (pesetas de 1958) a 1 562 071 millones.
La población activa agraria pasó de 41,7% en 1960 a 20,7% en 1977 y la industrial, de 31,7% en 1950, a 37,3% en 1977; mientras que en el sector de los servicios creció de 26,5% en 1950 a 41,8 en 1977. En 1950, la parte asalariada de la población activa era de 42%, en 1976 llegaba ya a 69,2%. Como se ha dicho, el proceso de urbanización fue también especialmente radical. Se calcula que desde la década de los 50 hasta los años 73-75, más de seis millones de personas abandonaron el medio rural y emigraron hacia el exterior o hacia los centros industriales internos. En 1970, 66,5% (dos tercios) habitaba ya en urbes.
Esta larga etapa de crecimiento económico y cambio social tiene algo de paradójico en la historia de la dictadura franquista. De un lado, significó un nuevo aliento, una forma de «consenso social pasivo», revitalizador, en cierta medida, del propio régimen; de otro, la entrada en los mecanismos de conflicto, innovación social y cambio cultural de la fase fordista del capitalismo. Denominar esto modernización capitalista reaccionaria se relaciona con tradiciones arraigadas en la cultura política de las fuerzas franquistas, que pretendieron combinar nacional-capitalismo con americanismo; tradicionalismo teológico-político con liberalismo económico y, más allá, la conversión de la política en gobierno tecnocrático de las élites —como, por ejemplo, el Opus Dei—, que santificaron el capitalismo de cada día y pretendieron configurar nuevas jerarquías sociales.
El «Estado de obras» de Fernández de la Mora casaba muy bien con «el crepúsculo de las ideologías» y la veta autoritaria y reaccionaria que tiene en Ramiro de Maeztu un antecedente señero y que, como nadie, personificaba el futuro presidente del gobierno español, Luis Carrero Blanco. En el imaginario del régimen, del monje-soldado falangista que se dejaba guiar por las estrellas y luchaba por nuevos amaneceres imperiales, se pasó a banqueros y empresarios dinámicos, atados al diario rezo del rosario y a la castidad, que hacían de la sagrada búsqueda del beneficio la santificación de su vida diaria, y de las cotizaciones bursátiles las intérpretes supremas de la presencia de Dios en la tierra. La «nueva ética» del capitalismo nacional-católico se impuso a las élites económicas y políticas, desde el viejo principio franquista: «no meterse en política».
Lo objetivo y lo subjetivo no son categorías separadas y opuestas, sino configuraciones sociales complejas mediadas por la conciencia. En los «escenarios de crisis» del franquismo se anudaba un conjunto de líneas de fractura política, que se entrecruzaban, y que las organizaciones subjetivas del conflicto (las fuerzas políticas reales y actuantes) intentaban unificar y hacerlas converger para forzar —repito forzar— el fin de la dictadura.
Todo ello en un contexto histórico social, marcado por:
Un escenario internacional caracterizado por la derrota del imperialismo norteamericano en Viet Nam, por la caída de las dictaduras griega y portuguesa (esta última tuvo consecuencias especialmente notables, tanto en el régimen como en la oposición española); por la creciente conflictividad social de una Europa post mayo del 68, en la que un movimiento obrero todavía fuerte y seguro de sí impulsaba a la izquierda política y cultural a la búsqueda de alternativas a lo que se llamó en aquella época «el neocapitalismo». Teniendo en cuenta además que, con dificultades, el proceso de unidad europea avanzaba y aparecía —para las clases económicamente dominantes y para una parte importante de la población—, como el lugar natural donde debería integrarse España.
La emergencia contradictoria y desigual de un nuevo movimiento obrero, situado en una coyuntura histórica dominada por la aculturación, la sociedad de consumo y la búsqueda de nuevas formas de solidaridad de grupo y de clase. Segregados y apiñados en «ciudades dormitorios» de los cinturones industriales de los grandes núcleos urbanos, tuvieron que aprender las nuevas formas de sobreexplotación laboral, la organización del trabajo ligado a las cadenas de montaje o al tajo en un sector —el de la construcción— que lo invadía todo. Supieron lo que era endeudarse por un piso mal construido, en barrios sin servicios básicos en medio del frenesí especulativo inmobiliario, que ya en aquella época se convirtió en mecanismo de obtención de ganancias a costa de las gentes. Se ha discutido mucho sobre el carácter y las actitudes políticas de este movimiento obrero emergente. De lo que no cabe ninguna duda, es de que sus movilizaciones durante los años 60 y los 70 erosionaron a un régimen que negaba y prohibía la lucha de clases, y que ejerció contra él una represión sistemática, de la que después de cada caída, de cada lucha, volvía a emerger plantándole cara a la dictadura. La discusión sobre el contenido principalmente económico o político de estas luchas no tiene demasiado sentido, ya que deja a un lado el factor experiencia y lo que es más importante: la formación de la cultura obrera. Estas luchas —ya fueran motivadas por cuestiones económicas o por condiciones de trabajo y laborales— requerían de organización, de una subjetividad que echaba raíces en la fábrica, ligada al Partido Comunista (PCE) o a otras fuerzas de izquierda. El gobierno las convertía en políticas al reprimirlas ferozmente, haciendo crecer la experiencia y la conciencia sobre la necesidad de organización y la importancia de la política en la lucha social. Este movimiento obrero que combinaba, sabia y audazmente, lucha económica y lucha política, trabajo ilegal y trabajo legal, había penetrado en las estructuras del sindicato franquista creando un nuevo tipo de sindicalismo (Comisiones Obreras) y fue fortalecido por un Partido Comunista que entendió muy bien, muchas veces a pesar de su táctica y de su estrategia, la nueva etapa y las condiciones de una nueva clase obrera española.
La realidad plurinacional del Estado español. Si algo caracterizó al fascismo en España, fue la lucha permanente contra los separatismos y en defensa de la «sagrada unidad de la patria». El franquismo fue el nacionalismo español llevado hasta sus últimas consecuencias; es decir, hasta intentar criminalizar política y jurídicamente las autonomías que refrendó la Segunda República. La represión, la lucha contra las lenguas vasca, catalana y gallega, así como el intento de poner fin a la identidad cultural y nacional, según la vida fue demostrando, no tuvo éxito y se convirtió en uno de los problemas más serios que tuvo que afrontar la dictadura. No hay que olvidar que en 1959 surge, como escisión del Partido Nacionalista Vasco, la organización armada ETA. Tres datos hacían que el problema tuviera una difícil solución para el régimen de Franco. Cataluña y el País Vasco eran las zonas más industrializadas y ricas del Estado español; si bien las burguesías —vasca, catalana y gallega— apoyaron al dictador, partes minoritarias de ellas —y, sobre todo, sectores muy amplios de la pequeña y mediana burguesía— siguieron defendiendo las posiciones nacionalistas. En las nacionalidades históricas del Estado español, la lucha por la democracia engarzó la cuestión social y la lucha por las libertades nacionales en un todo complejo y contradictorio, que definió el mapa político en cada una. Por otra parte, la cuestión nacional tenía una vertiente que dañaba mucho al franquismo: la implicación de amplios sectores de la Iglesia católica con los nacionalismos vasco y catalán. Las identidades de estas nacionalidades tuvieron desde siempre la complicidad de una parte significativa del clero, hasta el punto en que hubo sacerdotes fusilados por el franquismo, acusados de pertenecer al movimiento nacionalista. Que las burguesías vasca y catalana tuvieran que vivir en realidades históricas con un importante peso social del nacionalismo, tenía y sigue teniendo consecuencias contradictorias para su dominio en el Estado español. Si querían ser hegemónicas en las nacionalidades históricas, tenían que distanciarse —cuando no enfrentarse abiertamente— a la burguesía, en este caso sí española, que apoyaba a un régimen y a una derecha política que obtenía una gran parte de su consenso social en la lucha contra los nacionalismos periféricos.
La crisis de la Universidad franquista y la resistencia del movimiento estudiantil. Desde mediados de los años 50, la Universidad en general, y los estudiantes en particular, se convirtieron en uno de los más graves problemas de la dictadura. En España, el proceso de escolarización y de cualificación de la fuerza de trabajo necesaria para el nuevo modelo de acumulación capitalista coincidió con la aspiración de amplios sectores de las capas medias por conseguir que sus hijos tuviesen una graduación universitaria. La expansión del estudiantado y el crecimiento de las universidades, así como la permanente conflictividad estudiantil, pusieron en crisis a la Universidad franquista. La izquierda encontró en los universitarios un apoyo sustancial y, a través de ellos, fue llegando a España el pensamiento crítico y el marxismo, en sus varias acepciones.
Los conflictos con la Iglesia católica. Denominar al régimen franquista como un sistema autoritario o fascista, basado fundamentalmente en una ideología nacional-católica, no era exagerado; expresaba la realidad de una alianza estratégica entre los militares golpistas y la Iglesia y algo sin duda más importante: el alineamiento de amplios sectores de la población española con la derecha política estaba relacionado con la influencia y el poder de la Iglesia católica en España. El papado de Juan XXIII y el Concilio Vaticano II iniciaron cambios muy importantes en la Iglesia católica y en sus relaciones con el régimen. El surgimiento de las comunidades de base, la adscripción de militantes de origen cristiano a fuerzas de izquierda o de orientación marxista, el apoyo de una parte del clero a las movilizaciones obreras, coinciden con el distanciamiento con respecto al régimen, en plena sintonía con el Vaticano, de sectores significativos de la jerarquía católica. En algunos momentos, como en el caso de monseñor Antonio Añoveros, obispo de Bilbao, estuvo a punto de producirse una ruptura de relaciones entre el Vaticano y el gobierno español, al tiempo que señaló un giro de la Iglesia católica favorable a un cambio político ordenado y pacífico hacia la democracia.
Se ha dicho antes que la legitimidad del régimen se resquebrajaba, las divisiones internas se acentuaban y que una parte creciente de la población española reclamaba cambios políticos profundos. A lo que habría que añadir la previsible muerte del dictador. Se estaba abriendo —el tiempo lo fue haciendo cada vez más evidente— una crisis en un sentido preciso: los de arriba ya no podían seguir mandando como antes y los de abajo no aceptaban ser mandados de la misma manera. La muerte de Luis Carrero Blanco, a manos de un comando de ETA, era una señal, un dato inquietante que mostraba todas las debilidades del régimen.
Cuando hablamos de crisis de régimen, no nos referimos a una quiebra o derrumbe de este, sino a que el sistema tenía cada vez más dificultades para gobernar los procesos sociales y no encontraba los mecanismos ni los instrumentos precisos para responder a las demandas que se le acumulaban y que tendían a dividir las diversas familias del régimen y, lo que era más grave: bloqueaba las pocas iniciativas que era capaz de tomar. Nada expresa mejor todo esto que el primer gobierno de Carlos Arias Navarro y su famoso «Espíritu del 12 de febrero», torpedeado por la feroz ofensiva del sector más ultra del régimen y por una división creciente en el propio gobierno.
La dimisión de Alonso Pío Cabanillas y de Antonio Barrera de Irimo cierra una etapa y abre otra con dos hechos decisivos para la transición: la muerte Franco y el agravamiento de la crisis económica internacional. El primero no requiere muchos comentarios. Franco era el centro de su régimen, concentraba en sí mismo todos los poderes del Estado y, a su vez, fue árbitro y regulador de las tensiones entre las diversas corrientes que se articulaban en el denominado Movimiento Nacional. En realidad, el nuevo rey no supuso, como suele entenderse, la restauración de la vieja monarquía borbónica, sino la instauración de la monarquía del Régimen del 18 de julio franquista, a cuyos principios fundamentales juró fidelidad en su toma de posesión; por lo tanto, el nuevo Jefe de Estado recibe la legitimidad de Franco y hereda los problemas de un sistema que tenía todos los síntomas de una crisis estructural.
El otro asunto era aún más grave. Como ya se ha dicho, el largo período de crecimiento económico, la década desarrollista, generó en una gran parte de la población española grandes expectativas de mejoría en sus condiciones de vida, de empleo y de futuro para unas nuevas generaciones escolarizadas y con aspiraciones de integrarse a los modos de vida europeos. Es más, el consenso pasivo que Franco obtuvo en esta época se basaba, en gran parte, en la idea de que, gracias a la ley y el orden, el crecimiento y el desarrollo económico serían una realidad cada vez más perceptible para el conjunto de la sociedad. La crisis puso en cuestión el modelo de acumulación capitalista en España, mostró sus debilidades y vulnerabilidad, y su carácter internacional restaba margen de maniobra para la necesaria y urgente reestructuración productiva del país. En un momento especialmente delicado, cuando era necesario minimizar los conflictos y encontrar salidas a problemas que se acumulaban y a demandas cada vez más difíciles de responder, la crisis económica se convirtió en un detonante, en un acelerador de la conflictividad social y objetivamente agravó las contradicciones internas en la coalición social y económica que apoyaba al franquismo. Obviamente, la oposición democrática —y su centro, el PCE— Fue lanzando propuestas y movilizaciones que agravaron las dificultades del régimen, y proporcionaron a aquella la iniciativa política.
¿Una ruptura pactada?
La herencia que recibió Juan Carlos I fue, en muchos sentidos, difícil. Heredó un presidente de gobierno, Carlos Arias Navarro, que solo estaba dispuesto a admitir meros retoques en la estructura jurídico-política del régimen y nunca estuvo en disposición de cuestionar un sistema que, como repitió una y otra vez durante su mandato, se basaba en la victoria en la guerra civil. El Rey maniobró para colocar en ese gobierno a algunas personas de su confianza con un talante más reformista (Manuel Fraga, José María de Areilza, Antonio Garrigues). Hereda también, una clase política franquista muy dividida, en la que se podían distinguir al menos tres familias. Primero, un numeroso sector con gran influencia en los aparatos e instituciones del Estado, especialmente en el ejército y el aparato represivo. Segundo, un sector aperturista que vivía en la incertidumbre permanente, sin un proyecto claro y deseando resolver la crisis del régimen sin que este fuera cuestionado de manera fundamental. Tercero, un sector reformista, que sabía, lampedusianamente, que todo tenía que cambiar para que lo fundamental continuase siendo igual. Esto es, a caballo entre una reforma en el régimen o una reforma del régimen. Heredó una conflictividad social creciente, agravada por la crisis económica, a la que se sumaron sectores muy diversos: desde los estudiantes universitarios, a los colegios profesionales, pasando por los conflictos recurrentes con la Iglesia católica y por una agudización de las varias cuestiones nacionales del Estado español, y por el terrorismo —que nunca estuvo ausente del proceso—, protagonizado fundamentalmente por ETA.
Un dato muy importante de esta fase fue la presencia pública de una oposición política democrática que iba dejando la clandestinidad y aparecía en plena luz del día, hasta convertirse en un actor político con el que necesariamente había que contar. Esta oposición estaba organizada en dos grandes bloques: uno nucleado en torno al PCE —la Junta Demócratica de España— y el otro al Partido Obrero Socialista Español (PSOE) —la Plataforma de Convergencia Democrática. Conviene señalar que estos dos bloques de la oposición democrática expresaban dos formas, dos estrategias de transición de la dictadura a la democracia. Si programáticamente no tenían, en principio, diferencias fundamentales, una ponía el acento en la movilización social como auténtico motor del cambio político y, dada la debilidad de las fuerzas políticas existentes, en la búsqueda de una convergencia político-social por abajo. La otra, con una debilidad organizativa muy notable, enfatizaba en la búsqueda de acuerdos con los sectores reformistas del régimen y la presión internacional, buscando básicamente la convergencia entre la socialdemocracia internacional y la derecha europea; todo ello con la atenta supervisión del Departamento de Estado norteamericano.
El programa de la ruptura democrática fue definido por la Junta Democrática de España en julio de 1974 y consistía, básicamente, en: a) un gobierno provisional de amplia coalición; b) amnistía total para presos y exiliados políticos; c) libertades políticas sin ninguna discriminación; d) reconocimiento de la personalidad nacional específica de Cataluña, Euskadi y Galicia, mediante la aplicación provisional de los estatutos de autonomía de la década de los años 30. Autonomía para las regiones; e) elecciones libres a Cortes constituyentes que decidirían el futuro régimen democrático de España.
En Cataluña, Euskadi, Galicia, en tantas partes del Estado español, esta plataforma político-programática de ruptura se fue sintetizando en una consigna común: Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía. Hoy se tiende a olvidar esta Plataforma ideal y moral, que movilizó a miles de personas y llenó las cárceles cuando los muertos por las acciones represivas del gobierno se seguían combinando con torturas y palizas en las comisarías, así como con una aplicación selectiva de la legalidad favorecedora de las fuerzas políticas y sindicales «moderadas», y abiertamente discriminadora de las fuerzas de la izquierda política y social más rupturista.
Esta estrategia de combinar la lucha social y una amplia política de alianzas con sectores sociales y culturales diversos, así como la unidad de las fuerzas políticas de oposición, tuvieron un éxito notable al derrotar políticamente los intentos de reforma que ejemplificaba Manuel Fraga Iribarne. El gobierno de Arias Navarro, dividido, sin un proyecto solvente y con una contestación creciente en la calle, perdió primero la iniciativa política, después la base social y más adelante la confianza de un rey deseoso de consolidar la monarquía en un país con tradición republicana y temeroso de que la caída del régimen fuese su propia caída. El gobierno Arias-Fraga vivió ante un dilema permanente: la apertura del régimen con una mayor permisividad hacia las fuerzas de la oposición, lo cual traía como consecuencia inevitable incrementar la represión, ya que esta permisividad la aprovechaba la oposición para ampliar los espacios de libertad. La dialéctica apertura-represión, unida a las características del personaje (Fraga), terminó como todos los intentos anteriores, con el bloqueo de las tímidas reformas propuestas a manos de las Cortes franquistas. El 1º de julio de 1976, Arias Navarro tuvo que presentar la dimisión.
Con la llegada a la presidencia del gobierno de Adolfo Suárez, las cosas cambiaron sustancialmente. La oposición democrática y la lucha social habían sido capaces de impedir una reforma parcial o, como se llamó en aquella época, una democracia otorgada y limitada desde el poder. El nuevo gobierno estaba convencido de que en ese momento se trataba de ir hacia una democracia liberal homologable a las europeas desde el control férreo de la transición por parte del gobierno y las instituciones del franquismo. Más claramente: democracia a la occidental, sí; pero controlada por y desde el poder. Era un cambio sustancial en la dinámica política, que le daba por primera vez la iniciativa al gobierno en la disputa por la hegemonía en la democratización Adolfo Suárez, con el apoyo inequívoco del Rey —desde una estrategia ideada por el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Torcuato Fernández Miranda— puso en práctica una política que tenía dos objetivos concretos: neutralizar a los sectores franquistas ultras y recuperar para la Reforma la hegemonía en el proceso de cambio político, con el objetivo explícito de impedir la ruptura democrática. La estrategia que lo sintetizaba fue la llamada Ley para la Reforma Política, que en puridad no reformaba nada, sino era una norma habilitante para salir del régimen franquista y lograr uno de los elementos claves en cualquier proceso de transición política: disminuir la incertidumbre.
De la llamada Ley de la Reforma Política, sorprenden al menos dos cosas: una, que fuese aprobada por las Cortes franquistas; es decir, que estas se hicieran un harakiri completo. Otra, que la estrategia de Fernández Miranda, «de la ley a la ley», fuese algo más que un mecanismo jurídico-político. Porque, en primer lugar, consolidaba la monarquía del 18 de julio, y lo que es más importante: no ponía en cuestión la legitimidad del régimen franquista. En segundo lugar imponía las reglas de juego que deberían guiar la transición: el sistema electoral y los límites de cualquier proceso de institucionalización democrática. Además, conseguía que la hegemonía en la oposición democrática fuese pasando de los sectores más rupturistas (el PCE, las Comisiones Obreras y la extrema izquierda), a los sectores moderados (liberales, demócrata cristianos y, especialmente, el PSOE).
El 15 de diciembre de 1976, se celebró el referéndum sobre la Ley para la Reforma Política. Se trató de un gran espaldarazo al gobierno. La participación fue superior a 77%, y 94% de los votantes optaron por el SI, 2% por el NO y 3% fue de boletas en blanco. El porcentaje más bajo de votantes se produjo en el País Vasco, mientras que en Cataluña la participación se situó en torno a 74%. En Galicia llegó a 69%. La oposición democrática había pedido la abstención, aunque solo el PCE y la extrema izquierda hicieron campaña a favor de ella. El gobierno de Suárez estaba en condiciones de iniciar propiamente la transición. Disponía del control del aparato y las instituciones del Estado, tenía una legitimación popular más que holgada y, además, un proyecto claro. Ahora se trataba de discutir con la Oposición Democrática los límites del proceso y los contenidos de este, que al final no fueron otra cosa que preparar las elecciones generales del 15 de junio.
Antes se ha dicho —y conviene insistir en ello—, que la estrategia de Adolfo Suárez se concretaba en neutralizar al llamado bunker y hegemonizar el cambio político. El bunker era un elemento real de la situación, ya que controlaba parcelas muy significativas del poder.
El miedo al golpe (en una sociedad donde aún hoy, treinta años después, sigue existiendo miedo en parte de la población), que siempre tuvo una base real, fue un argumento justificativo de los términos en que se formuló la reforma y restó influencia en el proceso a los sectores que lucharon coherentemente por una ruptura democrática. Una correlación de fuerzas favorable, el miedo al golpe y la memoria viva de la represión franquista propiciaron que la hegemonía del cambio fuese pasando a manos del gobierno de Suárez. Es más, para esa hegemonía era fundamental que la oposición, y especialmente el PCE, aceptasen asumir que el elemento clave de la transición sería derrotar al bunker y no cuestionar el tipo de democracia que la Reforma estaba imponiendo
El PCE, hay que decirlo claro, fue la única fuerza que se opuso realmente al franquismo. Practicó desde siempre una política unitaria, se reorganizó una y mil veces, y consiguió, cuando las demás fuerzas casi desaparecieron, echar raíces en un nuevo movimiento obrero emergente en el campo y en la ciudad. Llegó a tener una enorme influencia en las universidades, en los trabajadores intelectuales, y fue un referente de abnegación y heroísmo, ganado en las comisarías de la policía política y ante los pelotones de fusilamiento. En la nueva situación creada por la política del gobierno de Adolfo Suárez, aparecieron todas las contradicciones y los déficits de la estrategia política que el PCE había ido marcando desde los años 50. Que las Cortes franquistas se hiciesen el harakiri, fue algo que sorprendió a todo el mundo y demostraba —esto conviene subrayarlo, porque se olvida con mucha frecuencia— la profunda crisis del régimen, el protagonismo político de la oposición democrática, y sobre todo, de la lucha social.
Ahora bien, la situación política cambió y cambiaría aún más. La cuestión ya no era una contraposición genérica y abstracta entre «democracia y dictadura», como defendía una y otra vez Santiago Carrillo, sino que de lo que se trataba era de decidir el tipo de democracia que construir, y el protagonismo de los trabajadores en ella. En un tiempo cuando la palabra democracia se usaba sin ton ni son, se olvidaba que siempre ha habido y hubo diversos tipos de democracia, y que el movimiento obrero y la izquierda estaban, más que nadie, interesados en una democratización sustancial que rompiera con las bases materiales del fascismo en sus diversas acepciones.
Conviene señalar que los límites que la Reforma imponía explícitamente al proceso de democratización eran, básicamente, tres: la forma monárquica, la continuidad del núcleo duro de los aparatos e instituciones del Estado y la llamada «Unidad de la Patria». El otro lado del asunto era también claro: no cuestionar la legitimidad del Estado del 18 de julio. La transición, con confrontación social, con terrorismo, con conflicto permanente, con el ala dura del régimen y con una parte del propio ejército, fue concretándose en lo que comúnmente se llamó «un pacto entre élites»; es decir, una negociación entre el gobierno de Adolfo Suárez y la llamada oposición democrática. Quedaba un obstáculo importante: la legalización del Partido Comunista de España. El 9 de abril, en plenas vacaciones de Semana Santa, Adolfo Suárez tomó personalmente la decisión de legalizarlo.
Un asunto crucial fue la conformación de una alianza política capaz de afrontar unas elecciones generales que consolidaran la nueva correlación de fuerzas que se estaba estructurando en la sociedad. Señal relevante de la dirección que tomaba del proceso fue la constitución, en torno a Adolfo Suárez, de lo que sería la Unión de Centro Democrático (UCD), que expresaba la alianza entre los sectores reformistas del régimen franquista y la oposición moderada. Las elecciones del 15 de junio de 1977 eran ya reflejo de estos cambios que sucintamente se acaban de señalar: mayoría relativa de la UCD (34,61%), un PSOE especialmente fuerte (29,27%), un PCE electoralmente débil (9,38%), y una Alianza Popular (AP), partido liderado por Fraga, que asumió un voto franquista claro y nítido (8,8%). A lo que habría que añadir la presencia muy significativa de los partidos nacionalistas vascos y catalanes.
Todo lo demás es ya muy conocido. Dados los límites de este artículo, no vamos a profundizar mucho más, pero sí señalar que el gobierno de la UCD consiguió consensuar con la oposición parlamentaria, y derivadamente con los sindicatos, un Plan de ajuste y reforma económica: los célebres «Pactos de la Moncloa». En paralelo, estos consensos básicos cristalizaron en un acuerdo para una nueva Constitución.
Epílogo para continuar el debate
La tesis que se ha defendido aquí es bien precisa: en España hubo una reforma política pactada con la oposición democrática; es decir, una reforma fundamental del régimen de Franco dirigida por y desde el poder del Estado, que consiguió crear una coalición social y política favorable a dicho proceso e impidió la ruptura democrática en sentido estricto. La izquierda políticosocial, y especialmente el PCE, no tuvieron fuerzas suficientes para impulsar cambios más radicales en la línea de una verdadera ruptura con el franquismo. Lo que vino después fue mucho más discutible: legitimar la Reforma como si fuese la Ruptura, y con ello limitar seriamente su autonomía política y cultural. Reconocer que las cosas no salieron como se esperaba y que no hubo la suficiente fuerza, no implicaba necesariamente pasarse sin más al territorio de la Reforma. ¿Había otro camino? Esto ya es pasar de la historia a la política. El debate continúa.